Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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El ascensor se detuvo en el subsótano, pero Perchek mantuvo las puertas cerradas.

– No lo conseguirá -dijo Harry.

– Hasta ahora lo he conseguido, ¿no? -replicó Perchek en tono arrogante-. No he tenido más que pasar a recoger unas cosillas a mi apartamento de Manhattan. He llegado aquí para hacer los preparativos sólo horas después de que llegase usted. No han podido elegir mejor hospital para mis propósitos ya que dispongo de varias placas de identificación excelentes. Además, como he hecho muchos trabajos aquí para la Tabla Redonda, conozco muy bien el edificio.

– Está usted loco.

– Bueno, doctor, ahora habremos de salir. Tengo un cesto de la lavandería justo al lado de la puerta, pero como es sábado, en la lavandería no hay casi nadie. Le inyectaré un poco de Pentotal y podremos salir tranquilamente.

– ¿Y por qué no me mata? -preguntó Harry.

Perchek se situó a los pies de la camilla para que Harry pudiera ver su expresión de desprecio… y de júbilo.

– Oh, Harry, es que la idea no es matarlo; la idea es hacer que me suplique que lo mate -contestó.

Harry miró en derredor, en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. No iba a dejar que lo secuestrase y torturase. Aquello iba a terminar allí para los dos, como fuera. Miró el botón de apertura de la puerta, que quedaba justo al lado de su pie derecho.

La puerta de la lavandería estaba cerca del ascensor, igual que la del cuarto de las herramientas y el del transformador. Si lograba salir del ascensor podía tener alguna oportunidad. Como mínimo, Perchek habría de optar entre perseguirlo o huir.

Como no le apretaba mucho el vendaje, tenía bastante movilidad en el brazo. Cubierta por la sábana, deslizó la mano por su cuerpo. Aunque le dolía mucho el hombro al moverlo, eso era lo de menos en aquellos momentos. Asió entre los dedos lo único que se le ocurrió que podía utilizar como arma: la aguja del gotero. La extrajo de la vena y la ocultó en la mano izquierda.

Perchek abrió la puerta del ascensor por la que habían entrado.

– Ahí está el cesto de la ropa, justo donde lo he dejado -dijo Perchek, que empujó la camilla hacia fuera-. Ahora, sólo un poco de Pentotal y…

Justo en aquel momento, se oyó gemir a la enfermera caída en el suelo. Perchek se dio la vuelta.

«¡Ahora!», se gritó Harry.

Asió firmemente la aguja y se la clavó en la sien a Perchek, que gritó de dolor y retrocedió tocándose el lugar donde había recibido la agresión.

Harry bajó de la camilla y lanzó el puño izquierdo con toda su fuerza a la mejilla de Perchek y lo derribó, junto al cesto de la ropa. Luego pulsó el botón de apertura de la puerta del ascensor. Oyó que Perchek gateaba y que la otra puerta del ascensor se abría.

Harry echó a correr, cruzó varias puertas y se adentró por el laberinto del subsótano del hospital.

De pronto se encontró en el cuarto de las calderas. La temperatura, allí, superaba los 35 °C y el ruido de la maquinaria era ensordecedor.

Harry se quitó el vendaje y se alejó del ascensor, temeroso de que Perchek le disparase por la espalda de un momento a otro. Se introdujo por una pasarela de hierro sujetándose a la barandilla. Abajo, a unos cinco metros, estaba la enorme turbina, sobre una plataforma de cemento. La vibración martilleaba el pecho de Harry. Era como si lo golpease el puño de un peso pesado.

A su izquierda, estaban las calderas: orondos gigantes que irradiaban calor y energía hacia un techo de casi veinte metros de alto.

A unos treinta metros de las calderas estaba la cabina de control, de paredes de cristal. En el interior, de espaldas a Harry, un técnico muy corpulento, con mono de color marrón y casco amarillo, miraba atentamente los monitores del circuito cerrado de TV.

– ¡Socorro! -gritó Harry-. ¡Socorro!

El estruendo de las máquinas ahogó sus gritos. Harry avanzó a trompicones, sudoroso y con un intenso escozor en los ojos. La vibración de la turbina lo mareaba. Miró hacia atrás justo en el momento en que una bala se estrelló en un pilar de hierro, a escasos centímetros de su cabeza.

Perchek lo apuntaba desde el fondo de un pasillo. Harry echó cuerpo a tierra y gritó de dolor al golpearse en el hombro. A unos quince metros estaban las escaleras que conducían a la sala de control. Harry se dijo que tenía que estar forzosamente insonorizada.

«Quince metros», pensó al notar un intenso dolor en el pecho. Desde allí veía una bolsa de McDonald's junto a uno de los monitores de TV. No obstante, salvo que el técnico se diese la vuelta, habría dado igual que la cabina de control estuviese en la Luna. Era imposible llegar hasta allí antes de que Perchek se le echase encima.

Entonces reparó Harry en que, a unos cuatro metros a su derecha, estaba la escalera que conducía a la planta de la turbina. Fue a gatas hasta allí. Con la mano derecha no podía hacer prácticamente nada. El calor era asfixiante y el aire casi irrespirable. El dolor del pecho no remitía.

Bajó, trastabillando, los peldaños de hierro y fue a parapetarse detrás de la turbina, cuya vibración sometía su cuerpo a una dolorosa tortura.

A cinco metros por encima de él, en la pasarela que partía de la zona del ascensor, Perchek lo buscaba asomado a la barandilla. Quedarse allí con la intención de matarlo era una temeridad, pero estaba claro que la arrogancia y el odio de Perchek se imponían a su sentido común.

Acuclillado detrás de la turbina, Harry quedaba fuera del campo de visión de Perchek. Detrás había otra barandilla de seguridad que daba al nivel inferior.

Bajo el enorme subsótano se oía correr agua (probablemente, bombeada desde el río para refrigerar el vapor de las calderas, después de pasar por la turbina). Harry se preguntó si el conducto por el que el agua volvía al río sería lo bastante ancho para que pasase una persona.

Perchek ya se había situado para cubrir las escaleras que daban a la pasarela. Las escaleras de acceso al nivel inferior eran prácticamente una continuación de las anteriores.

No había modo de que Harry pudiese llegar allí, de manera que siguió parapetado tras la turbina, aunque, justo en aquel momento, lo vio Perchek.

Harry se echó hacia atrás al ver el fogonazo del revólver. El disparo acababa de reventar una cañería a sólo centímetros de su cabeza, y al instante un estruendoso chorro de vapor a presión formó una nube del suelo al techo. La temperatura se elevó rápidamente y el aire se le hizo a Harry aún más irrespirable.

Corbett sabía que no podía llegar a ninguna de las escaleras. Mientras tanto, la nube de vapor rodeaba por completo la turbina. Harry se adentró a rastras por la densa nube y se descolgó bajo la barandilla de seguridad. Los cuatro o cinco metros que había hasta el nivel inferior se le antojaron un insondable abismo, pero no tenía más remedio. Sobreponiéndose al dolor, y agarrado a la barandilla con la única mano que podía hacerlo, afirmó los pies en un reborde y saltó.

Sintió un fuerte dolor al caer y rodar por el suelo; un dolor tan intenso que casi no lo dejaba respirar. Tardó varios segundos en percatarse de que aún podía moverse. Ahora estaba en el nivel inferior del hospital, y debajo no había más que desagües y tierra. La enorme plataforma de hormigón, sobre la que descansaba la turbina, se hallaba en el nivel que Harry acababa de dejar. Entonces vio a sus pies una rejilla de hierro. Se agachó y la examinó. Debía de medir poco más de un metro de lado. Era la entrada de un túnel de unos dos metros y medio de anchura. En la base del túnel, a un metro y medio de donde Harry se encontraba, fluía una rápida corriente: era el agua que, después de refrigerar la turbina, volvía al río.

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