– ¿Dónde estás, Harry?
Era Phil. Harry tardó unos instantes en contestar de tan agarrotados como tenía los músculos de la mandíbula a causa de la tensión. No veía muy claro qué hacían allí dos vehículos, pero, en sus circunstancias, no tenía más remedio que confiar en la sensatez de su hermano.
– Estoy aquí, Phil -contestó al fin Harry, que se enderezó y trató, en vano, de sacudirse parte del barro.
Phil se situó frente a la caravana, que Harry identificó entonces: una Winnebago.
– ¿Estás bien?
– Calado hasta los huesos, y aterrorizado -dijo Harry-. Si eso es estar bien…
– Pues aunque te parezca increíble, ahí dentro tengo un traje térmico que te va a sentar de maravilla.
– ¿De quién es ese coche?
– De Ziggy White. ¿Te acuerdas de él?
– ¿El que se forraba apostando a que podía conducir durante un kilómetro con los ojos vendados?
– Yo no quería que me acompañase, pero ha insistido. Por lo visto, su trabajo no le proporciona suficientes emociones fuertes. Aunque un agente de Bolsa como él… Además, dice que nunca olvidará que un día lo libraste de que Bumpy Giannetti le diese una paliza.
– Dale las gracias de mi parte -dijo Harry al subir a la caravana ayudado por Phil-. Lo que ocurrió, probablemente, es que Bumpy pensó que era más fácil atizarme a mí.
El interior de la Winnebago era más lujoso que cualquier hotel en el que Harry hubiese estado.
– ¡Es increíble! -exclamó Harry, que se despojó de la camisa y miró a su hermano, estupefacto-. ¿Es tuya?
– De momento, es tuya. Es el modelo Luxor, lo mejor que existe en caravanas: dos televisores, antena parabólica, fax, teléfono, bar, frigorífico, cadena estéreo, lavadora-secadora, doble airbag y mobiliario de madera de cerezo. Me has dicho que necesitabas un coche, pero he pensado que también necesitas dónde alojarte sin correr peligro. Y entonces he caído en la cuenta de que tenía ambas cosas en una. Las alquilamos a clientes que necesitan alojamiento pero no quieren hospedarse en un hotel. La documentación va a nombre de mi empresa. Está en la guantera, junto a un folleto de instrucciones acerca de dónde la puedes aparcar y dónde no. También está en el folleto el número de mi «busca». Puedes localizarme durante las veinticuatro horas del día.
– Phil… Yo… Muchas gracias. Muchísimas gracias. Esto es perfecto. ¿Cuánto…?
– Quita, quita -lo atajó Phil-. Más vale que no te lo diga.
Harry se secó la cara y las manos con una toalla y luego sacó de los bolsillos los empapados fajos de billetes.
– Has olvidado mencionar el importantísimo microondas, Phil.
– No hagas toda la pasta de una vez -le encareció Phil a la vez que le pasaba un traje térmico Nike-. Creo que no podría soportar verla volatilizarse tan de prisa. El frigorífico está bien provisto y en el armario hay ropa de tu talla. Ten cuidado y no te quedes en un sitio demasiado tiempo. ¿Necesitas algo más?
Harry reflexionó unos instantes. Luego cogió papel y bolígrafo del escritorio de caoba y escribió una nota para Maura.
– El portero de casa se la entregará, Phil. Y vete para casa porque ya has hecho más que suficiente.
– Qué vida la nuestra, Harry -exclamó Phil tras guardarse la nota en el bolsillo-. No te negaré que durante años, sobre todo después de que te condecorasen por lo de Vietnam, me esforcé en los negocios porque quería superarte en algo.
– Y lo has conseguido.
– ¡Bah! ¿No ves que me inventaba una inexistente rivalidad? Tú nunca me incitaste a ello. No somos rivales. No lo hemos sido nunca. Se trata de nuestras vidas. Eres mi único hermano y, por tanto, no quiero perderte, Harry.
Este miró a su hermano a los ojos. Era la primera vez que le hablaba así. Se recostó en el mullido respaldo del asiento contiguo al volante.
– ¿Recuerdas aquel día, frente a mi consulta, que me dijiste que no me preocupara, que algo surgiría que me hiciera sentirme más motivado? Pues… para qué te cuento. Ya lo creo que ha surgido, Phil. Ha surgido un monstruo llamado Anton Perchek. Un médico. Y no pienso parar hasta que acabe con él, o él conmigo.
Harry escribió el nombre en un papel y se lo dio a su hermano.
– Si algo me sucede -prosiguió Harry-, quiero que sepas que éste es el hombre que mató a Evie. También ha matado a Caspar Sidonis, a Andy Barlow, que era uno de los pacientes a quien yo más apreciaba… y Dios sabe a cuántos más habrá matado. El FBI sabe quién es, pero dudo que quieran reconocerlo. Me parece que la CÍA lo ha utilizado en alguna ocasión. Pasa por haber muerto hace años, pero tienen una de sus huellas dactilares localizada en la habitación que ocupó Evie en el hospital. La verdad es que ya no me importaba nada, Phil. No sé por qué. Quizá la crisis de los cincuenta… quizá Evie… quizá haber creído durante tanto tiempo en una maldición familiar respecto a mi salud. Pero ahora ha vuelto a importarme todo, Phil. Gracias a ese cabrón de Perchek me ha vuelto a interesar todo. Maura, la mujer para quien es la nota, es una persona extraordinaria, y quiero tener la oportunidad de conocerla mejor. Por consiguiente, no descarto volver a casarme algún día, si no con ella con alguien de su calidad, y tener hijos para hacerte tío.
– Seguro que te los malcriaría. En fin… ¿Adónde piensas ir desde aquí?
– Prefiero no decírtelo. Ya vas a tener que mentirle demasiado a la policía por mi causa.
– Recuerda que, para localizarme, no tienes más que llamar al «busca» a cualquier hora.
– De acuerdo. No te preocupes, Phil, voy a salir con bien de todo esto.
– Estoy seguro. Bueno… Será mejor que nos despidamos ya.
– Dale las gracias a Ziggy en mi nombre, y un beso a Gail y a los niños.
Permanecieron en silencio unos instantes junto a la puerta. Luego, por primera vez desde la muerte de su padre, se abrazaron.
* * *
Rocky Martino, el portero de noche del edificio en el que se encontraba el apartamento de Harry, tenía sobradas razones para dar más cabezadas de la cuenta porque había pasado la noche más larga y tensa de su vida. En pocas horas parecía que medio Manhattan se le hubiese venido encima para acosarlo a preguntas sobre el paradero de Harry Corbett: la policía de Manhattan, la de Nueva Jersey, incluso el FBI… como si fuesen tras un cadáver que se paseaba de un estado a otro.
También lo habían abrumado a preguntas periodistas radiofónicos y varias unidades móviles de canales de TV.
Todo lo que pudo decirles Martino era que no tenía ni idea de cuándo había salido Harry Corbett de casa, ni de cuándo volvería.
Lo único que se calló ante los periodistas, pero que sí le dijo a la policía, fue que Maura Hughes había vuelto al apartamento a las 22.30 y que aún seguía allí. Dos agentes habían subido a hablar con ella y habían permanecido en el apartamento más de una hora.
Por suerte, antes de que la policía se presentase, Rocky comprendió que no tenía la cabeza lo bastante despejada como para afrontar todo aquello. Llamó a Shirley Bowditch, presidenta de la comunidad de propietarios, que se encargó de todo.
Ahora, al fin, Rocky estaba solo. Fue al armario donde tenía su equipo de mantenimiento, justo detrás de la puerta del sótano. En el cajón de abajo, en el fondo de una caja de herramientas, guardaba varios botellines de licores. Eligió uno de vodka Absolut y lo vació de un trago. Era tan fuerte que, aunque lo reconfortase de momento, lo hacía lagrimear.
Cuando regresó al vestíbulo, un hombre alto y ancho de hombros, que llevaba una chaqueta de sport, golpeaba con los nudillos la ventanilla de la conserjería. En la mano izquierda llevaba una placa de la policía.
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