Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Phil estudió sus cartas. Tenía el comodín, el diez, la reina y el rey de diamantes. Fulminó el teléfono con la mirada, como si lo conminase a dejar de sonar. Al final, estampó las cartas en la mesa.

– Vais a tener que esperar un minuto antes de que os deje limpios -dijo Phil, ya de pie-, aunque os aconsejo que lo dejéis correr porque voy a por la escalera real.

– Ya. ¡Y qué más! -masculló uno de sus amigos.

– Diga.

– Soy yo, Phil. ¿Estás solo?

– Pues… no, no estoy solo -contestó Phil, que notó enseguida que algo le ocurría a su hermano.

– Entonces, coge otro teléfono, por favor.

Phil pasó la llamada a línea de espera.

– Lo de la escalera real es broma -dijo Phil a la vez que dejaba las cartas debajo del montón-. Seguid sin mí un rato.

Phil tardó veinte minutos en regresar, visiblemente preocupado.

– Mi hermano está en un apuro. Me temo que vamos a tener que dejarlo así por esta noche.

– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Ziggy White.

– Sí. Quedaos tú y Matt. Los demás volved a vuestras casas lo antes posible. Ya pasaremos cuentas mañana. Y el que quiera, que rece por Harry porque está en un terrible aprieto y va a necesitar de toda la ayuda que se le pueda prestar.

– Ten cuidado tú también, Phil -lo aconsejó uno de los tres que iba a marcharse-. A nadie le gusta que alguien de la familia se meta en un lío gordo, pero sucede.

– Lo sé, Stan. Gracias. Preferiría que no comentaseis que acabo de recibir esta llamada, pero lo dejo a vuestro criterio.

Los tres que iban a marcharse intercambiaron miradas de preocupación. Luego, sin hacer más preguntas, fueron a coger sus coches. Ziggy White y Matt McCann se quedaron con Phil. Momentos después, un coche patrulla subió por la rampa de acceso a la casa.

– Oye, Matt, necesito que te quedes con los niños hasta que llegue Gail -le pidió Phil-. Calculo que vendrá sobre las once y media. Yo voy a hablar con los agentes, Ziggy. Después, habré de salir sin que nadie me siga. ¿Se te ocurre alguna idea?

En su época de colegial, White era una verdadero demonio. Igual le daba por saltar desde alturas temerarias como por hurtar cualquier cosa de una tienda por pura diversión. De mayor, había triunfado en el mundo de las finanzas.

– Tranquilo, Phil -dijo White-. Que Matt se esconda mientras estén los agentes aquí. Dices que tu esposa no está y que te has quedado de «canguro» con los niños. Luego, acompañaré a los agentes hasta su coche y hablaré con ellos un rato. Mientras tanto, tú aprovechas para salir por la puerta de atrás. Lleva linterna, pero no la utilices hasta que estés seguro de que no corres peligro. Cuando llegues al fondo del jardín, cruza el arroyuelo. Si quieren sorprenderte, tendrán que intentarlo bastante más lejos, y no aquí, en la puerta. Yo saldré en cuanto se marchen. Iré en dirección a mi casa, pero daré media vuelta al llegar a Maitland. Te esperaré frente a la casa de los Griffin. Están en Inglaterra y no regresarán hasta dentro de unos días. ¿Sabes dónde está, no? De acuerdo entonces. Luego me dejas en cualquier sitio, cerca de mi casa, y sigues con mi coche mientras lo necesites.

* * *

Harry estaba agazapado en unos matorrales, junto al arcén de una carretera comarcal. Aunque la noche no era fría, estaba tan empapado que temblaba. Podía dar gracias a Dios por haber encontrado a Phil en casa. Dar Gracias a Dios, también, porque Phil no vacilara en ayudarlo.

Corbett aguardaba impaciente a que llegase su hermano. No le hacía la menor gracia exponerlo a que lo acusaran de complicidad en un asesinato, pero hasta que no encontrase a Antón Perchek y el medio de detenerlo, seguir en libertad era la única oportunidad realista que tenía.

Tuvieron que solucionar un peliagudo problema: como Harry no sabía exactamente desde dónde había llamado a su hermano y Phil no conocía bien la zona de Fort Lee, tuvieron que optar por una solución muy aventurada. Aprovechando que llevaba mucho dinero encima, Harry trataría de dar con una persona sobornable para que lo llevase hasta un lugar que ambos conocían: una carretera muy poco transitada que pasaba junto a una subcentral eléctrica, relativamente cerca de la casa de Montclair en la que se criaron. Era el lugar al que Harry llevó un día a su hermano menor para iniciarlo en la cerveza y los cigarrillos (aunque luego descubriera que ya hacía tiempo que Phil estaba familiarizado con lo uno y con lo otro).

El afortunado mortal que Harry eligió era un motorista que conducía una Harley Davidson. Harry lo vio desde una arboleda contigua a una gasolinera. El motorista fue al lavabo y, en cuanto salió, Harry le hizo señas para que se acercase. Era un tipo desgreñado con tatuajes en los brazos.

Era tan poco probable que el motorista temiese acercarse a Harry como que le gustase la policía. Harry le ofreció mil dólares por un trayecto de media hora, y el motorista aceptó en seguida.

A lo largo de sus años de ejercicio de la medicina, Harry había visto las terribles consecuencias de muchos accidentes de moto, con la suficiente frecuencia como para tenerle un saludable temor a subir a lo que los médicos de urgencias llamaban con cruel sarcasmo «ciclodonantes».

Por lo menos, aquel motorista, que dijo llamarse Claude, iba mínimamente preparado. Harry se puso el casco de acompañante que llevaba Claude, se agachó todo lo que permitía el asiento trasero, apretó los dientes y se abrazó a aquel motorizado oso.

– Eh… Si va a seguir tan cariñoso, tendré que cobrarle otros cien -dijo el motorista.

– Si no corres, me comportaré -replicó Harry.

A lo largo del primer par de kilómetros se cruzaron con cuatro coches patrulla.

– Algo muy gordo has debido de hacer, tío -gritó Claude.

– Sí. No pagar multas de aparcamiento -gritó a su vez Harry.

Durante la media hora que Harry estuvo agazapado en el matorral contiguo a la central eléctrica, vio pasar cinco vehículos policiales y un coche patrulla de Montclair.

Harry se secó el sudor de la frente y trató de ver claro cuál debía ser el siguiente paso a dar. En cierto modo, no podía quejarse, ya que había escapado milagrosamente a la trampa que Perchek le había tendido en Fort Lee. Con todo, al término de su vertiginoso viaje de cuarenta minutos en Harley Davidson, a Harry le castañeteaban los dientes. Le dio cien dólares de propina al motorista con el mismo desenfado que si le diese uno, y aceptó a cambio un pin que representaba una calavera.

Ahora, a medida que crecía su temor de no haberse entendido bien con Phil respecto del punto de encuentro, pensaba que ojalá Claude hubiese seguido con él.

Sendas curvas equidistaban del lugar en el que Harry se había escondido (estaban a unos cincuenta metros). Las luces de los faros de los coches que se acercaban se reflejaban en los árboles varios segundos antes de asomar por cualquiera de las dos curvas. Al oír el ruido de un motor o ver el reflejo de un faro, pegaba el cuerpo al fondo de la acequia paralela a la carretera. De manera que cada vez se ensuciaba y se mojaba más.

Era ya noche cerrada y la llovizna persistía. Oyó que un coche se acercaba a la curva que quedaba a su izquierda. Momentos después, vio el reflejo de la luz de los faros en la arboleda. Un camión, pensó a la vez que echaba de nuevo cuerpo a tierra. Pero no era un camión sino una caravana, grande como un autocar, que avanzaba lentamente seguida de cerca por un coche.

Harry contuvo la respiración al ver que ambos vehículos se detenían a menos de tres metros de donde él estaba. Los dos conductores pararon los motores y apagaron las luces.

El lugar quedó de nuevo sumido en la oscuridad hasta que, al abrirse y cerrarse una de las puertas de la caravana, el resplandor de la luz del interior iluminó una franja de la carretera.

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