Rocky se acercó a preguntarle qué deseaba, y el agente se presentó.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó el agente.
– Rocky Martino.
– Necesitamos su colaboración. ¿A qué hora termina su turno?
– A mediodía -contestó Rocky-. Empiezo a las doce de la noche y no acabo hasta las doce del mediodía. Armand Rojas y yo acordamos…
– Eso da igual, Rocky -lo atajó el agente-. Escúcheme bien. Hay una mujer en el apartamento de Harry Corbett que se llama Maura Hughes.
– ¿Y?
– Si necesita un taxi para encontrarse con él… la vamos a llevar nosotros -dijo el agente, que le indicó a Rocky que lo siguiera hasta la puerta y señaló a un taxi, estacionado a unos veinte metros-. Si le pide un taxi, llame a ése. El resto corre de nuestra cuenta.
– Está bien -asintió Rocky, intimidado por la corpulencia y sequedad del agente, que sacó de la cartera un billete de cincuenta dólares y se lo dio-. Haga exactamente lo que le he dicho y… ni una palabra a nadie. Habrá otros cincuenta si lo hace bien.
Rocky se guardó el billete y siguió al agente con la mirada hasta que lo perdió de vista. Luego volvió al armario en el que guardaba la caja de herramientas. Haría lo que el agente le había pedido porque estaba asustado, y porque quería los otros cincuenta dólares. El tipo que una hora antes subió con un sobre para Maura sólo le dio veinte dólares.
Martino vació otro botellín de vodka. Harry Corbett le caía bien, y sentía que tuviese tantos problemas. No obstante, qué demonios, Rocky no tenía ninguna culpa.
El portero volvió al vestíbulo. Eran casi las cinco de la mañana. Tenía dinerito en el bolsillo y un alegre cosquilleo en todo el cuerpo.
A unos cincuenta metros de la entrada aguardaba el taxi. Se frotó las manos al pensar que, de un momento a otro, le caerían otros cincuenta dólares. Nadie podía reprocharle colaborar con la policía, nadie en absoluto.
A las cuatro de la madrugada… a las cinco, a las cinco y media… El teléfono del apartamento de Harry sonaba una y otra vez.
Las insólitas circunstancias que rodeaban al «loco del revólver» del CMM y el asesinato de Caspar Sidonis situaban a Harry Corbett en el punto de mira de los medios informativos.
Sentada en el despacho de Harry, Maura seguía las informaciones de los distintos canales de TV. Tenía puesto el contestador para filtrar llamadas.
Sólo al «caso» Simpson y al de Tonya Harding, se les prestaba algo más de atención en los informativos. Cada cinco o diez minutos, las emisoras de radio emitían flashes de última hora y recapitulaciones de lo ocurrido hasta aquellos momentos, mientras que los canales de TV empezaban a emitir reportajes sobre la fecunda vida profesional de Caspar Sidonis.
Maura estaba física y mentalmente agotada, pero también estaba demasiado nerviosa y preocupada por Harry como para poder conciliar el sueño. En el sofá tenía la nota que un tal White le había entregado hacía unas horas:
Maura:
Estoy bien. Te espero, a las diez de la mañana, frente al local en el que quedamos con Walter el primer día. Si no aparezco, vuelve al cabo de tres horas. Yo haré lo mismo. Primero, coge varios taxis, luego el metro y después ve a pie. Ten cuidado. Lo más probable es que te sigan.
Te quiero.
Harry
Lo único que White le había dicho sobre Harry era que estaba sano y salvo. Una hora después, Albert Dickinson subió a hablar con ella. Pistola en mano, el inspector y un agente registraron el apartamento. Pese a estar acompañado por otro agente, Dickinson se mostró tan brusco y maleducado como en el hospital. No quiso oír ni media palabra acerca de la inocencia de Harry Corbett, ni sobre Antón Perchek, ni sobre nadie. Lo único que quería saber era dónde estaba Harry Corbett.
– Señora Hughes, ¿sabe cómo castigan las leyes de este estado la complicidad con un fugitivo acusado de asesinato? -le había preguntado el inspector-. Si conoce usted el paradero de Harry Corbett y no nos lo dice, le prometo que pasará usted la mayor parte de lo que le quede de vida en la cárcel.
– Dudo que ninguna cárcel pueda ser más desagradable que esta conversación -replicó Maura con una irónica sonrisa.
– Por lo visto, la estupidez es algo genético. Me complace comunicarle que acabamos de ascender a inspector a alguien con más espíritu de equipo y menos imbécil que el «yalero» de su hermano.
– Oiga, teniente, si quiere fumar, hágalo fuera -dijo Maura, que no sólo hizo caso omiso del comentario de Dickinson sino que, en lugar de señalar hacia la puerta, le indicó la ventana.
Por un momento, Maura temió que Dickinson fuese a pegarle. No fue así, sino que el inspector optó por dar media vuelta y salir del apartamento mascullando juramentos.
Maura cerró entonces la puerta con llave y echó el cerrojo.
Ahora, por lo menos, estaba más relajada para seguir los reportajes de TV, que incluían entrevistas con ejecutivos del CMM, enfermeras, agentes de policía, el electricista a quien atacó el «loco del revólver» y Max Garabedian. La única novedad era que el falso Garabedian no había sido detenido ni identificado, aunque ya habían enviado a analizar las huellas dactilares detectadas en la habitación del hospital.
«¡Ánimo, Ray!», exclamó Maura para sus adentros. Estaba satisfecha de no haber caído en la tentación de beber, pese a la enorme tensión de aquella noche. Lo que sí necesitaba con urgencia, no obstante, era dormir. De manera que puso el despertador a las 8.30, desconectó los timbres de todos los teléfonos del apartamento y colocó el contestador cerca de su cabeza. Si llamaba Harry para comunicarle algún cambio de planes, lo oiría.
Antes de disponerse a dormir, sonó el teléfono, lo cogió y, al oír la voz de un desconocido, estampó el auricular en la horquilla.
– ¡A ver si nos dejan tranquilos de una puñetera vez! -exclamó, exasperada.
A las 8.00, adormilada, Maura oyó un mensaje del productor del programa Última edición: le ofrecía a Harry el suficiente dinero como para pagarse el mejor equipo de abogados, a cambio de la exclusiva de su historia.
En cuanto hubo acabado de oír el mensaje, Maura fue a ducharse. Después hizo café y se lo tomó junto a la ventana. Estaba nublado pero no llovía.
El C.C.'s Cellar no estaba muy lejos de allí, pero quería salir con una hora de tiempo. Cogería un taxi hasta las inmediaciones del edificio de las Naciones Unidas. Luego, iría a pie hasta una estación del metro. A continuación cogería otro taxi, y quizá entrase en unas galerías comerciales. Finalmente, tomaría un tercer taxi hasta un par de manzanas del club. Pensaba que, en el superpoblado Manhattan, con tanto paso subterráneo, estaciones de metro y grandes almacenes, no debía de ser tan difícil conseguir despistar a cualquiera que la siguiese.
Se puso téjanos, zapatillas deportivas y una camisa, y cogió una bolsa de las muchas que había en el armario de Evie. En la bolsa metió su billetero, la peluca oscura que llevaba en el hospital y una blusa blanca, por si tenía que cambiar de aspecto sobre la marcha. También metió, por si acaso, téjanos, camisa y zapatillas para Harry. Ella creía que era impensable que volviese al apartamento. Maura cogió también el revólver. Le daba seguridad llevarlo, aun a riesgo de que la detuviesen por tenencia ilícita de armas.
Bajó los seis pisos por las escaleras. Rocky Martino se sobresaltó al verla asomar en el vestíbulo. Se puso en pie de un salto y, aunque se echó un poco hacia atrás, no pudo evitar que a Maura le llegase el pestazo a vodka.
Rocky tenía los ojos enrojecidos y le temblaban las manos, pero logró mantener mínimamente la compostura.
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