– ¡Vaya, hombre! ¡Menuda lengua tiene la Barbie del hospital! -exclamó Harry.
Estaba claro que los médicos más influyentes del hospital ya se habían reunido y decidido una estrategia común para afrontar el colectivo desastre a que los abocaba el doctor Harry Corbett… ¡Estrés postraumático! Harry temblaba al pensar qué otro «síndrome» se sacarían de la manga si a alguien se le ocurría preguntar quién era su psiquiatra.
«… aventuramos que el doctor Corbett pudo utilizar el nombre de Max Garabedian para hospitalizar a otra persona por la que debe de sentir especial aprecio pero que no está afiliado a la Seguridad Social -proseguía Hinkle-. Quizá un compañero, ex combatiente de Vietnam. Y todo se ha descubierto ante el desquiciamiento del paciente.»
«Bonito -pensó Harry-. Muy bonito. Y… no muy lejos de la realidad.»
El resto de la conferencia de prensa de Barbara Hinkle no añadía nada sustancial, salvo que examinaban la identidad y el historial de las enfermeras particulares que atendían al falso Garabedian.
Durante cuarenta minutos, las emisoras no dieron más noticias. Luego, media hora antes de que Harry tuviese que salir en dirección a Nueva Jersey, una noticia aseguraba que se había aclarado uno de los muchos misterios relacionados con el caso. Un electricista que reparaba el circuito de calefacción había sido encontrado por un empleado de mantenimiento atado y amordazado en el subsótano. Un hombre que respondía a la descripción del fugitivo le había robado la ropa, los zapatos y los veinticinco dólares que llevaba (aunque la cartera se la devolvió en seguida). La policía la había examinado, por si había huellas dactilares; igual que la habitación que «el loco del revólver» había ocupado durante tres días.
«Creo que estaba nervioso y asustado -comentaba el electricista-. La verdad es que se ha portado bastante bien conmigo. Me ha devuelto la cartera porque me ha dicho que sabía el engorro que significa tener que pedir un nuevo carné de conducir. No me ha hecho ningún daño, aunque creo que sí me lo hubiese hecho de haberme resistido…»
Harry miró el reloj: eran las 20.10; por tanto, ya oscurecía y se encendían las luces de la ciudad. Puso en marcha el motor del BMW y lentamente, muy lentamente, bajó por la rampa del parking.
A las 20.15 en punto apagó la radio y se adentró en el tráfico. Empezaba la partida.
* * *
Aunque no creyese estar excesivamente nervioso, Harry tenía las manos blancas de tanto crisparlas en el volante. Miró el reloj: eran las 20.20 ¿Dónde estaba? ¿Y la llamada? Volvió a mirar el reloj. «Bueno -pensó-. A lo mejor son sólo las 20.18.» Entonces sonó el teléfono.
– Sí.
– Estoy en un árbol, Harry -susurró Maura casi sin resuello-. En la copa de un árbol de una fronda contigua al descampado. ¿Increíble, no? Si llego a saber que conocería a un hombre que me iba a hacer subir a los árboles de los vertederos de Nueva Jersey en plena noche con un revólver entre los muslos, no me hubiese molestado en darme a la bebida.
– Pues yo no estoy en un lugar tan exótico -dijo Harry en un tono innecesariamente bajo-. En la calle noventa y seis, en dirección a la avenida. ¿Se ve ya a alguien?
– Ni un alma. He encontrado un sitio estupendo para dejar el coche y un excelente puesto de observación.
– ¿Estás segura de que nadie te ha visto?
– Completamente. ¿Crees que te sigue alguien?
– No lo sé.
– Da igual que te sigan o no. Espera… Me parece que se acerca un coche por la carretera. Te volveré a llamar a las nueve menos diez, salvo que el que esperamos esté demasiado cerca del árbol.
– Lo estás haciendo estupendamente, Maura. ¿Vas bastante abrigada? Me parece que no tardará en llover.
– Estoy muy bien. Ya te lo he dicho antes: esta noche va a quedar todo solucionado.
Con un ojo en la carretera y otro en el retrovisor, Harry enfiló por la avenida Henry Hudson. A cierta distancia, volvió a ver el mismo turismo de color oscuro que estaba casi seguro que iba detrás de él desde el principio. Pero Maura tenía razón: daba igual que su anónimo comunicante lo hiciese seguir. Iba a cumplir con las instrucciones al pie de la letra. Maura era el as que guardaba en la bocamanga.
Nada más cruzar el puente George Washington empezó a lloviznar. A Harry lo molestaba mucho conducir con el limpiaparabrisas funcionando. Sólo lo conectaba cuando no tenía más remedio. En esta ocasión, no obstante, lo puso en marcha en cuanto cayeron las primeras gotas. Si algo se torcía aquella noche, no iba a ser porque él cometiese alguna estupidez.
En cuanto hubo cruzado el río, ya en Nueva Jersey, consultó el mapa de carreteras. A tres kilómetros de la orilla dejó la carretera principal y se adentró por un barrio obrero de arboladas calles. Los patios y los pequeños jardines de las casas, de madera en su mayoría, rebosaban de toda la parafernalia propia de familias con hijos de corta edad. El coche oscuro que seguía al BMW iba a unos doscientos metros y llevaba las luces apagadas. A Harry le pareció ver que eran dos las personas que iban en el coche.
Harry reconoció fácilmente el cruce en el que el informador le había indicado que se detuviese durante un minuto. Estaba a punto de volver a arrancar cuando sonó el teléfono. Maura llamaba con varios minutos de antelación. Ya antes de contestar, Harry intuyó algún contratiempo.
– ¿Sí?
– ¡Para inmediatamente, Harry! -le susurró Maura, muy asustada-. Hay policía por todas partes. Una docena de agentes, por lo menos. O puede que más. Como no se ven los coches patrulla, cualquiera diría que no ocurre nada. Pero el caso es que están aquí.
A Harry se le heló la sangre. Miró el retrovisor. El coche oscuro seguía detrás, a unos ciento cincuenta metros. Harry arrancó y siguió despacio calle adelante.
– ¿Y qué más?
– Tu amigo Dickinson está aquí. Durante unos momentos lo he tenido a tres metros del árbol. Ahora ha ido a comprobar que todos sus hombres estén en sus puestos.
– ¿Estás segura?
– ¡Y tan segura! Colabora con él un teniente que parece ser de por aquí y estar muy entusiasmado por participar en… tu captura. Los he oído comentar que has concertado una entrevista aquí con una persona. Supuestamente, le has ofrecido veinticinco mil dólares para que se deshaga de un cadáver que tienes oculto, para que se lo lleve a mil kilómetros de aquí y lo entierre donde jamás lo encuentre nadie. El supuesto comunicante ha dicho que estabas loco, y que te divierte matar. Dice haber llamado porque te tiene miedo. Debes huir, Harry.
Aunque desconcertado y confuso, Harry optó por hacerle caso a Maura y aceleró.
– Pues tú procura que no te vean -dijo Harry-; aléjate de la zona y ve a mi apartamento en cuanto puedas. Te llamaré allí.
– Ten cuidado, Harry.
Nada más colgar, Harry consultó el plano. Al llegar al próximo cruce tomaría a la izquierda o seguiría hacia delante, en lugar de girar a la derecha como le indicó el supuesto informador. Los dos del coche oscuro que lo seguía tardarían, a lo sumo, tres o cuatro segundos en percatarse de que se apartaba del plan inicial.
Harry pensó que lo más seguro para él era tratar de volver a la autopista. Aceleró hasta ponerse a poco más de 60 km/h.
¿Enterrar un cuerpo? ¿Cómo se le ocurría a Perchek que podía crearle problemas con algo tan inverosímil? A menos que…
En cuanto comprendió de qué se trataba, Harry apagó las luces, giró bruscamente a la izquierda y pisó a fondo el acelerador. Al llegar al siguiente cruce volvió a girar, pero esta vez a la derecha y luego a la izquierda. Oía la sirena de un coche patrulla muy cerca y veía los luminosos haces azules entre los árboles. El firme de las calles, tan agrietado y seco durante las dos últimas semanas a causa del intenso calor, estaba ahora resbaladizo debido a la lluvia y al aceite derramado por los coches.
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