– Ah, sí-repuso Maura sin convicción-. No le gusta el turbante, ¿eh? Ya lo veo. Cree que debería quitármelo, ¿no es eso?
– No. Creo que debe hacer lo que mejor le parezca.
– ¿Aún quiere que vayamos a cenar?
– Naturalmente.
– ¿Aunque sea un trasto, calva y me atraque de dulces?
– Pues claro.
Maura se quitó el turbante y lo lanzó al otro lado de la estancia. Era pelirroja. Le había vuelto a crecer un poco el pelo, pero aún se le notaba la cicatriz de la operación.
– ¿Por qué me mira tan fijamente?
Se había quedado de piedra, aunque no por la razón que ella creía. Sin el turbante parecía otra. La inflamación y los cardenales que tanto la desfiguraron habían desaparecido. Su cutis era suave y tenía una hermosa palidez, sin más que un ligero toque de color y unas pecas que embellecían sus mejillas. Sus grandes ojos verdes parecían tener luz propia, y los labios eran carnosos y sensuales.
– Yo… Verá… -dijo Harry, algo azorado-. Me parece que no necesita el turbante.
– Bueno, pues se acabó el turbante. Si va en serio lo de ir a cenar, le confesaré que me pirro por los restaurantes indios.
– A mí también me gustan; y conozco uno bueno.
Harry miró en derredor y reparó en que, por lo menos, dos de los cuadros eran autorretratos de Maura. La técnica era buena -eso era indiscutible- y captaban algo de ella, pero, en su opinión, eran autorretratos que no reflejaban el talante, ni la misteriosa personalidad de la mujer que tenía sentada enfrente.
– ¿Sabe qué le digo? Que es usted un buen tipo. Estaré encantada de ayudarlo, si puedo.
Maura cogió una cazadora de color marrón tostado que colgaba del respaldo de una silla y se la puso.
– ¿No le han dicho nunca, Harry, que se parece mucho a…? Espere. A quién me recuerda. Ah, sí: a Gene Hackman. Se parece a Gene Hackman.
Harry la miró con cierta curiosidad, sin saber cómo reaccionar. La expresión de Maura era inequívoca: ¡no lo recordaba!
– Pues… sí. Una persona me dijo una vez que me parecía a él.
– ¿Su esposa?
– No, no. Fue otra persona. Verá… Pensaba aguardar a después de cenar para hablarle del misterioso médico. De todas formas… ¿podría darme una idea de cómo era? ¿Cómo se lo describió a su hermano?
Maura pareció ir a contestar, pero entornó los ojos con expresión de perplejidad.
– Alguien entró en la habitación. Eso creo, por lo menos. Es lo único que sé.
– ¿Quiere decir que no recuerda su rostro? -preguntó Corbett, tan perplejo como la propia Maura Hughes.
– Hasta este momento no había reparado en ello, Harry -dijo entristecida-. Pero no, no recuerdo nada en absoluto de aquel maldito día.
– ¡Hay que ver cómo lanza a canasta ese crío! -exclamó Harry, que, junto a Maura, observaba las evoluciones de los chicos tras la valla de tela metálica-. Ese de ahí, el que lleva la camiseta de los Knicks.
El muchacho, que era el más bajito y el más rápido, los obsequió con un limpio triple.
– ¡Formidable! -dijo Maura.
Siguieron el informal partido durante unos minutos y luego enfilaron por Manhattan Avenue hacia el Central Park.
– ¿De verdad quiere ir a pie hasta el restaurante? -preguntó Harry.
– Aunque le parezca difícil de creer, antes de romperme la crisma al caer por la escalera, era una buena andarina.
– Pues… a caminar se ha dicho.
– Ya veo que, aunque sea médico, es usted muy paciente. Cualquier otro me habría frito a preguntas acerca del misterioso colega del hospital.
– Ya hablaremos después.
– No sabe cuánto siento no recordar qué aspecto tenía. La verdad es que no he pensado mucho sobre mi estancia en el hospital; quizá porque en mi fuero interno no deseaba recordar nada. Pero ahora sí. Sin embargo, tengo la cabeza como un queso de Emmental, llena de agujeros. Ciertas conversaciones, algunas cosas, las recuerdo con nitidez, pero en cambio otras…
– Sólo por curiosidad, ¿recuerda, por cierto, a Lonnie, el amigo de su hermano? Estaba también en la habitación aquella noche. Lo apodan el Genio.
– ¿Es negro, verdad?
– ¡Exacto! -exclamó Harry con un brillo de entusiasmo en los ojos-. ¿Recuerda cómo iba vestido? ¿Qué hizo aquella noche?
– Llevaba sombrero. No. No era un sombrero; era una gorra.
– Efectivamente. ¿Y qué más?
– Nada -repuso ella, que alzó la vista hacia la parte alta de un edificio y meneó la cabeza, entristecida-. No sabe cuánto lo siento, Harry. Es como si tratase de recordar quién se sentaba a mi derecha en párvulos. Sé que estaba allí, y conservo vagas imágenes, incluso cómo solía ir vestida mi señorita, pero no podría describir ningún rostro.
Harry recordó entonces con qué rapidez reparó Maura en el pin que le regaló Jennifer y en el peluquín del inspector Dickinson; así como en sus inmediatas reacciones ante la reconstrucción de los hechos que trató de hacer el Genio. Una zona clave de su corteza cerebral, especializada en la recepción de información, funcionaba perfectamente aquella noche (incluso pudiera ser que mejor de lo habitual). No obstante, su capacidad para archivar información, o por lo menos para recuperarla, había resultado gravemente dañada, a juzgar por lo que había olvidado.
– No es sorprendente -dijo Harry en su tono más desenfadado-. La caída por las escaleras, la operación, el alcohol, el síndrome de abstinencia, la medicación… Si tenemos eso en cuenta, su estado es más que satisfactorio.
– Insisto: no sabe cuánto lo siento. De todas formas, pondré el máximo empeño en recordarlo todo. En cuanto vuelva a mi memoria cualquier detalle, lo llamaré en seguida, por si pudiera serle útil.
– Gracias. Y… bueno, dejémonos ya del tema y hablemos de otra cosa. De pintura, por ejemplo.
– Y de héroes de guerra.
A lo largo de los años, en las reuniones propias de la vida social, rara vez era Harry quien llevaba la voz cantante. Él lo atribuía a tener un carácter más bien reflexivo, y Evie lo achacaba a que era aburrido. Sin embargo, con Maura Hughes le resultaba tan fácil comunicarse que, de camino al restaurante, le habló sin parar, y del modo más espontáneo, de la «maldición de los Corbett» y de sus dolores en el pecho, algo que sólo había comentado con su hermano Phil y con Steve (y sin sincerarse del todo).
– ¿Quién es su médico, si se puede saber? -le preguntó ella.
– Aún no lo he… decidido -repuso él sin pensarlo.
Maura se detuvo, lo sujetó de los brazos y le ladeó el cuerpo hacia ella con cara de preocupación.
– ¿Me lo promete?
Harry perdió la noción del tiempo al mirarla a los ojos, verdes como dos esmeraldas.
– Dadas mis circunstancias actuales -repuso él-, no me atrevo a decirle cuándo iré. Pero le prometo pedirle hora.
La luz del semáforo acababa de cambiar. Cruzaron Columbus y, cuando estaban a menos de cincuenta metros del Central Park, Maura lo miró sonriente.
– Debo informarle que, a pesar de mi cero en memoria de esta noche, la tengo de elefante para lo que los demás me prometen. Y soy un increíble incordio, si no cumplen lo prometido.
– Me parece que usted debe de ser… increíble en todo si se lo propone -dijo Harry.
Harry se quedó perplejo al percatarse de que sus palabras sonaban a coqueteo. ¿Sería posible?
– Es usted muy gentil -repuso ella-. Sobre todo, teniendo en cuenta que hasta la fecha me ha visto usted más con mi delírium trémens que como ahora.
– ¿Qué es lo que la impulsó?
– ¿A beber, se refiere?
– Sí.
Maura se echó a reír.
– ¿Cree que una tragedia, o algún hecho terrible o turbio de mi pasado, fue lo que hizo que me diese a la bebida?
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