– Pase. Pase, por favor -lo invitó.
– Lleva unos pendientes preciosos.
– Gracias. Me los hice yo misma.
Harry la siguió hasta un amplio salón -una luminosa estancia rectangular- de casi diez metros de largo. El fino parqué de roble, semicubierto de varias alfombras orientales, brillaba como un espejo. El techo era alto y la luz indirecta que asomaba del reborde del artesonado había sido, sin duda, instalada por un especialista.
Maura no vivía precisamente en un inmueble sin ascensor, ni en un apartamento destartalado y deprimente, como había imaginado Harry.
– ¿Sorprendido? -dijo ella como si le adivinase el pensamiento.
Harry señaló hacia las paredes, cubiertas de maravillosas pinturas. Casi todos los cuadros eran óleos, o acrílicos, sobre lienzo. También tenía acuarelas y varios collages. Algunos de los cuadros -sobre todo los retratos- eran tristes y de un duro realismo. El resto, sin embargo, eran abstractos (dinámicos mundos de formas y colores, en los que coexistían la meticulosa organización y el caos más absoluto).
Corbett se consideraba un experto en arte, pero era muy sensible a la pintura. Aquellos cuadros le transmitían un gran vigor y una intensa y abrumadora rabia.
– Son formidables -dijo Harry mientras pasaba lentamente frente a los cuadros.
– Ya no pinto así, y no porque no quiera.
– ¿Es todo obra suya?
– Incluso los alcohólicos pueden hacer cosas -repuso ella con frialdad.
– Eh… No he querido decir eso en absoluto. Sólo que son, sencillamente, formidables.
– Gracias. ¿Quiere tomar algo? ¿Coca-cola? ¿Vino?
– Sí, estupendo. Una Coca-cola.
Harry estuvo a punto de decirle que no era prudente tener alcohol en casa, pero se contuvo. La siguió a la cocina, que, aunque pequeña, estaba diseñada por alguien a quien le gustaba cocinar.
A la izquierda de ésta estaba el espacioso estudio de Maura Hughes. Había varios caballetes, lienzos amontonados y un gran lucernario. La pared del fondo estaba cubierta de arriba abajo de estanterías llenas de libros, y con el cabezal casi adosado a la parte baja de la librería estaba la cama de Maura, flanqueada de helechos y palmeras enanas.
– Le ruego que me disculpe si doy la impresión de estar tensa o nerviosa -dijo ella mientras llenaba los vasos-. Sí, doy la impresión de estar nerviosa porque lo estoy. Quizá tenía que haberlo llamado y quedar para otro día.
Maura le pasó un vaso, lo condujo de nuevo al salón y lo invitó a que se instalase en el sofá, frente al sillón en el que ella se sentó. Encima de una mesita de superficie de cristal tenía el Times, abierto por la página en la que aparecía el artículo sobre Evie. Harry se fijó en seguida en el periódico.
– Supongo que tomar una Coca-cola en casa con un sospechoso de asesinato debe de poner nervioso a cualquiera. Yo lo estaría -dijo Harry.
– Ya sabe usted que no es por eso. Los dos somos conscientes que usted no le administró nada a su esposa.
– ¿Y entonces?
– ¿Para qué ha venido a verme, doctor Corbett?
– Bueno… Para empezar, me llamo Harry. En cuanto salgo de la consulta dejo de ser el doctor Corbett.
– ¿La ha dejado?
– ¿Si he dejado qué?
– La consulta. Verá, doctor Corbett… es decir, Harry, mi hermano me comentó que usted dijo ser un experto en alcoholismo, que conoce personas que pueden ayudarme, que podría acudir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y todo eso. Si está aquí para curarme, creo que podré ahorrarnos a los dos una larga e incómoda velada. No estoy para curarme. Mejor en adobo, o en conserva.
– No sé lo que le habrá dicho su hermano, pero no soy experto en nada, salvo, en todo caso, en atender a mis pacientes.
– ¿No está entonces aquí por eso? ¿No ha venido para cerciorarse de que no bebo?
– Tampoco he dicho eso. Dígame una cosa: si creía que quería verla para… curarla, como ha dicho usted, ¿por qué ha aceptado?
– Porque la verdad es que ayer no me apetecía beber, pero hoy sí.
Harry pensó que, o se había metido él sólito entre la espada y la pared, o era ella que se las arreglaba para ponerlo en tan delicada situación. Porque si le mentía acerca de sus motivos, ella lo notaría, y si le decía la verdad, o trataba de darle lecciones, lo más probable era que estuviese en el polideportivo viendo jugar a baloncesto a los críos antes de que se le calentase la Coca-cola.
– Estoy aquí porque tengo problemas, Maura -optó por decirle Harry-. Un inspector está empeñado en crucificarme, y en el hospital tratan de deshacerse de mí. Usted es la única persona que sabe cosas que pueden ayudarme. No sé quién fue el hombre que vio usted entrar en su habitación e ir junto a la cama de Evie, ni por qué la mató, pero la otra noche tuvo ocasión de matarme y no lo hizo porque, seguramente, está convencido de que tarde o temprano la policía me detendrá. Me dejó marchar, convencido de que no tengo cartas que jugar, aunque sí las tengo; dos, por lo menos. Yo he oído su voz, y usted le vio la cara.
– Y piensa que, si bebo, no voy a servirle de ayuda.
– Lo que pienso es que la última vez que bebió casi le cuesta la vida. Y no quiero que muera.
– Es que necesito beber -replicó Maura, que puso cara de circunstancias y le dirigió una escrutadora mirada.
– Ya lo sé -reconoció él en tono comprensivo y sincero-. Y yo necesito librarme de todo esto, cambiar de aires, ir a uno de esos lugares en los que el calor es insoportable y donde utilizan conchas como moneda y no han oído jamás hablar de querellas por negligencia profesional, ni de la CSM, ni de jurados. Pero no me voy a librar.
Maura abrió la caja de bombones, cogió uno y cerró los ojos mientras lo paladeaba.
– Sabe lo de las golosinas, ¿eh? -inquirió ella.
A Harry le pareció que Maura bajaba un poco la guardia.
– Sí, pero eso no quiere decir que sea un experto.
– Me atizo entre diez y once mil calorías diarias en bombones -dijo ella tras saborear otro- y no engordo ni un gramo. Imagínese…
– Pues tiene usted suerte. A mí me basta con mirarlos para que se me desabroche el cinturón. Imagínese…
Imagínese, repitieron los dos al unísono, y casi se echaron a reír; pero faltó el casi. Harry guardó silencio mientras ella cogía la caja de bombones, la cerraba y la dejaba encima de la mesa.
Corbett se percató de que aquél era un momento crucial; de que a Maura le rondaba por la cabeza instarle a que desistiera de alejarla de la bebida y se largase. Si ella así lo decidía, no tendría más remedio que marcharse, y antes de dos horas estaría borracha.
– Siento ponerlo en una situación tan violenta, Harry -se excusó ella-. Me parece que se da cuenta de que en estos momentos es usted lo único que se interpone entre yo y la botella de whisky que tengo en la cocina.
– No, Maura. Lo único que se interpone entre usted y la botella es… usted. A lo mejor resulta que, sin saberlo, soy un experto en la materia. No obstante el caso es que estoy seguro de lo que le digo.
Durante los momentos de silencio que siguieron, Harry notó que Maura bajaba del todo la guardia. «¡Así que calla la boca! -se dijo Harry, que había hablado lo justo. Cualquier otra cosa que añadiese podía echarla para atrás-. No digas ni una sola palabra más. Ni una palabra.»
– ¿Qué opina de este turbante? -preguntó Maura de pronto-. Me cohíbe mucho tener tan poco pelo. Llegué a ponerme peluca, pero estaba ridícula.
– Como Dickinson.
– ¿Como quién?
– Como Albert Dickinson. Lo hizo usted polvo cuando le dijo que estaba ridículo con su peluquín. ¿Lo recuerda? -le preguntó Harry, que en seguida notó por su expresión que no lo recordaba.
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