– Ayer por la tarde. Estuvieron en mi consultorio para registrar y ver si la encontraban. Y anoche pusieron patas arriba mi apartamento.
– Y no han encontrado nada, claro está. Tenías que haberme llamado, Harry, cuando la policía se presentó en el consultorio. Tienes tus derechos. Debías haber dejado que llamase a mi amigo Mel. Es… un monstruo. Lo digo como un cumplido, claro está, y porque es amigo mío. ¿Quieres que lo llame?
– ¿De qué lo conoces?
– ¿Y a ti qué te parece? Me ha comprado un Mercedes nuevo cada año desde que empecé con el negocio. Este año el modelo Seiscientos SEL, el grande, negro. Es en lo primero que ha de fijarse uno cuando contrata a un abogado, no en la facultad de la que procede, ni en su expediente académico. Lo importante es el coche que tenga. Naturalmente, te costará un ojo de la cara. De una minuta de veinte a veinticinco mil dólares no te libra nadie.
– Déjame pensarlo -dijo Harry, asustado por la cifra.
– De acuerdo, pero no lo pienses demasiado. Ah, Harry…
– ¿Sí?
– Feliz cumpleaños.
A continuación llamó Mary Tobin. Acababa de ver al doctor Corbett en la portada de dos periódicos. Él le aseguró que pensaba acudir a la consulta con toda normalidad. Y le dijo que no discutiese con ningún paciente que quisiera anular la visita o cambiar de médico.
Primero Rocky, luego Phil y ahora Mary… y sólo eran las seis y media de la mañana.
Harry dio en silencio las gracias a Evie por decidir que su número de teléfono no figurase en la guía.
Se quitó la sudadera, y mientras aguardaba a que se calentase el agua para ducharse, sonó el teléfono de nuevo. Esta vez dejó que el contestador automático cumpliera su cometido (aunque se acercó lo bastante como para oír quién llamaba).
«Éste es el número de Evie y de Harry…»
Era la voz de Evie. Producía una agridulce sensación oírla; y también resultaba algo siniestro. Antes de volver al trabajo, se dijo Harry, grabaría otro mensaje.
«Soy Samuel Rennick, doctor Corbett, jefe del servicio jurídico del hospital. Si está en casa, pero filtra las llamadas, le ruego que atienda ésta…»
Harry se recostó en el marco de la puerta del cuarto de baño. El vapor del agua de la ducha empezaba a llenarlo. «¡Maldito Dickinson!», pensó Harry.
«… Está bien. Le dejaré un mensaje y ya lo veré en el hospital…» El abogado hizo una nueva pausa. Era como si supiese que Harry escuchaba.
«… al doctor Erdman le gustaría hablar con usted sobre las noticias de esta mañana. En su despacho, a las diez. Si no le fuese posible a esa hora, llame, por favor, a su secretaria. El doctor Erdman me ha pedido que esté presente en la entrevista. También estarán allí el doctor Lord, del departamento de personal médico; el doctor Josephson, en calidad de jefe de su departamento, y el señor Atwater del CSM. Estaré en el despacho del doctor Erdman a partir de las ocho. Puede localizarme allí, en caso necesario. Gracias.»
Owen Erdman era un hombre muy apreciado, un prestigioso endocrinólogo formado en Harvard, que fue presidente del CMM durante casi diez años, durante los que impulsó las importantes reformas del destartalado edificio, además de conseguir que la mediocre reputación del centro ganase muchos enteros. Su éxito más notable fue que el CMM fuese aceptado en la CSM (la Cooperativa de Salud de Manhattan). No obstante, Harry sabía perfectamente que con la nueva política del Ministerio de Sanidad las alianzas entre mutuas y aseguradoras eran tan quebradizas como el hielo en primavera, y que podían contar con la «mutua» lealtad sólo mientras conviniese. Toda publicidad negativa que afectase al CMM, forzosamente tenía que preocupar a la gerencia.
A través del «boca a boca» del hospital, había llegado a oídos de Harry que su pírrica victoria frente a las recomendaciones de la comisión Sidonis no le sentó bien a Erdman. Y ahora aparecía de nuevo el doctor Corbett como un engorro para el gerente.
Harry se dio una ducha rápida y llamó a su hermano.
– Oye, Phil, he decidido hacerte caso en lo de llamar a ese abogado amigo tuyo -le dijo.
– Inteligente decisión, hermanito.
– Me temo que sea la primera de mi vida, si es tan bueno como dices.
* * *
Los honorarios del abogado Mel Wetstone, «con una sustancial rebaja del 25 %, por ser Phil tan buen amigo», eran, efectivamente, de un fijo de 20.000 dólares, más 350 por cada hora de trabajo.
Casi nada… Y el gobierno, con el presidente a la cabeza, enzarzado en una guerra que enfrentaba a «hermano contra hermano» en todo el país para sacar adelante su «reforma de la sanidad». «Quizá no estuviera de más que se preocupasen también por reformar el sistema jurídico», pensó Harry.
Harry decidió recortar 20.000 dólares de su plan de pensiones, en lugar de recurrir a sus ahorros, y se entrevistó con el abogado Mel Wetstone en la sala de conferencias de medicina general, en la planta 7 del edificio Alexander del CMM.
Wetstone era un próspero cuarentón, moreno, con unos cinco kilogramos de más. Le clareaba el pelo, pese a que daba la impresión de llevar un implante. Su respiración producía un ligero siseo.
Demasiado abrumado por su situación para preocuparse de que los «pasos de contador» del abogado eran de 350 dólares por hora, Harry se extendió, con todo detalle, sobre lo ocurrido, sin olvidar su incidente en el Village con quien, por lo visto, quería erigirse en «vengador» de la muerte de su esposa.
El abogado era un hombre que sabía escuchar. Sólo interrumpió a Harry un par de veces para hacerle otras tantas preguntas.
– Bien -dijo Wetstone cuando Corbett hubo terminado-. Lo esencial es que usted no ha hecho nada reprobable, y los demás creen que sí. Es con lo que suelo encontrarme en mi profesión. Mi misión será evitar que resulte usted perjudicado. Y, dígame, ¿sobre qué cree que tratará la reunión que tiene a las diez?
– No estoy seguro -contestó Harry-. Últimamente, he adoptado posturas mal vistas por la gerencia. Y ahora, con toda esta publicidad, les doy un buen pretexto. No creo que me echen así por las buenas, pero podrían hacerlo. Lo más probable es que me aconsejen pedir una excedencia voluntaria hasta que las aguas vuelvan a su cauce.
– ¿Y estaría usted dispuesto?
– No, por supuesto que no.
– Pues por ahí empezaremos. Sobre Erdman ya me ha hablado usted, y a Sam Rennick lo conozco. ¿Quiénes son los demás?
– Bob Lord es el jefe de personal médico. Es cirujano ortopeda. Lo tengo en contra porque encabecé la oposición a que se prohibiera a los facultativos de medicina general enyesar fracturas sin dislocación sin acudir al especialista. Es de los que está muy pendiente de quiénes tienen poder y quiénes no. Me parece que es uña y carne con el cirujano con el que tenía relaciones mi esposa. Dudo de que se pusiera nunca de mi parte en nada. Con Josephson y Atwater ya es otro cantar. Son, probablemente, los mejores amigos que tengo aquí. Steve Josephson es jefe en funciones del departamento de medicina general, hasta que se reincorpore Grace Segal, que está de baja por maternidad. Atwater y yo somos muy aficionados al jazz. De vez en cuando asistimos a conciertos, y a veces va a un club en el que suelo tocar.
Harry esperaba las consabidas preguntas: ¿Ah sí? ¿Qué instrumento toca? ¿Es profesional? ¿Dónde actúa? Pero Wetstone se guardó el bloque de notas y se levantó.
– Voy a ver si puedo hablar con Sam Rennick antes de que empiece la reunión -dijo-. Le he dejado un mensaje para que me llame al «busca», pero no se ha puesto en contacto conmigo.
– Como me ha dicho que lo conoce… a lo mejor es que le tiene miedo.
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