– ¡Eso es maravilloso!
– Pero estaba a punto.
– ¡No… por favor! -le encareció Harry.
– Supongo que podré abstenerme, por lo menos, hasta mañana a las siete y media. Quizá no sean verdaderas ganas de beber lo que tengo; acaso es sólo que me aburro.
– Me comentó su hermano que es usted pintora. ¿Ha vuelto a pintar desde que le dieron el alta?
– La verdad es que no. Apenas he hecho otra cosa que haraganear por la casa, dar cabezadas, compadecerme y pensar en beber.
– Pues ¿sabe qué?, podríamos cenar juntos mañana. De no ser por usted no estaría en libertad. Yo le sacaré el jugo a sus dotes de observación, y usted se distraerá un rato.
Harry se lo propuso, en la creencia de que, si estaba tan deprimida como parecía, no iba a aceptar. No obstante, notó que titubeaba.
– ¿He de ir muy elegante? -dijo ella, sin embargo.
– No es necesario, si no quiere. Salvo en el trabajo, mi indumentaria de gala son los téjanos.
– Pues, entonces, cuente conmigo -dijo Maura-. Acepto encantada.
A medianoche, oficialmente ya cincuentón, Harry celebró su cumpleaños con champaña y bombones.
Aunque a lo largo de los últimos 365 días no se le había declarado un cáncer ni lo había atropellado un autobús, había sido un año bastante calamitoso. Enfilaba la recta que conducía a los cincuenta y uno de una manera poco prometedora.
Estuvo un rato compadeciéndose, hojeó el álbum de su boda con Evie y luego optó por amodorrarse con su somnífero más fiable: Moby Dick. Al capitán Ahab tampoco le iban nada bien las cosas aquel año.
Cuando sonó el despertador, a las 5.45, llevaba despierto casi una hora. Terminaba sus ejercicios de gimnasia sueca, que hacía cuando no iba a correr al gimnasio del hospital.
Había practicado varios deportes (béisbol, atletismo -en la modalidad de cross- y baloncesto, en la facultad). No tenía condiciones para ser una estrella en ningún deporte, pero su ardor combativo lo convirtió en un ganador. Sin embargo, desde hacía diez años concentraba sus energías en combatir el envejecimiento. Y en aquellos momentos, tras las sesenta flexiones de costumbre, trataba de llegar a las setenta y cinco, encorajinado por el encono con que lo había tratado Dickinson.
La tarde anterior, al llegar a casa, se encontró con el inspector, que lo esperaba allí junto a un nuevo agente.
Dickinson hablaba con el portero de día, Armand Rojas, pero se interrumpió en cuanto vio a Harry asomar por la puerta. En seguida le mostró un mandamiento judicial para registrar su apartamento. Después de la metedura de pata de Rocky -el portero de noche- con el servicio a domicilio del restaurante chino, Harry les dio una generosa propina, tanto a Rocky como a Armand, para que extremasen las precauciones con cualquier extraño. Sin embargo, no las tenía todas consigo. Pensaba que no era imposible que el misterioso médico hubiese logrado colarse en su apartamento y dejar en cualquier rincón unas cuantas ampollas de Aramine. Y tampoco descartaba que el propio inspector Dickinson fuese capaz de hacer una cosa así.
Con gran alivio por parte del doctor Corbett, el inspector y el agente no encontraron nada (pese a que Dickinson, más irascible y frustrado a medida que transcurrían los minutos, registró el apartamento durante hora y media).
Antes de marcharse, el inspector se hartó de amenazarlo, de despotricar contra él y de repetirle que lo iba a crucificar.
La habitación de matrimonio del apartamento tenía un amplio balcón que daba a la fachada lateral de otro inmueble. Era un balcón tan espacioso que casi parecía una terraza. Habría sido un verdadero solárium de haber estado un poco más arriba.
Evie tenía muchas ideas para aquella habitación cuando estrenaron el apartamento, aunque pronto perdió interés. Los balcones de los apartamentos de los pisos superiores eran idénticos, pero tenían una vista formidable y muchas horas de sol. Con el paso del tiempo, aquella habitación pasó a simbolizar para Evie todo lo que en su vida consideraba secundario, y jamás salía al balcón.
Harry terminó por retirar la mesa, las sillas y el pequeño sofá y poner la esterilla de gimnasia, la bicicleta estática y las pesas. También tenía una mesita con un televisor de 12 pulgadas. Acababa de encenderlo para ver la primera edición de noticias, mientras iniciaba una serie de levantamientos con pesas de cinco kilogramos en la barra (ejercicio que tenía por objeto fortalecer los músculos de la espalda, que tuvieron que operarle tras caer herido en Nhatrang). La noticia del día era el persistente rumor de «conducta sexual desordenada» que afectaba al presidente y que mermaba la eficacia de su gestión. Le seguía en importancia un caso de corrupción en que se veía implicado un congresista republicano referido a desgravaciones por planes de jubilación. La tercera noticia que destacaba el programa era la del asesinato de Evie.
«-Evelyn DellaRosa, directora de la sección de "Consumo" de la revista Manhattan Woman, y esposa del prestigioso médico Harry Corbett, murió a causa de una hemorragia cerebral la pasada semana, en el Centro Médico de Manhattan.»
Detrás de la presentadora aparecía una ampliada foto de Evie, con la palabra ASESINADA, escrita en letras rojas, superpuesta.
«-Según solventes fuentes policiales, la ex miss y presentadora de televisión murió asesinada…»
Harry dejó las pesas a un lado y escuchó, sentado en el suelo, la sucinta relación de los detalles del dictamen del forense. Detrás de la presentadora apareció entonces una foto del CMM, luego un primer plano de una ampolla de Aramine junto a una jeringuilla y, finalmente, una foto de Harry de hacía veinte años. Se veía a Corbett de uniforme (sin duda, habían recuperado la foto de la revista Times).
«-Según fuentes policiales, el único sospechoso de la muerte de DellaRosa es su esposo, médico del hospital en el que fue asesinada. Presuntamente, el doctor Corbett, a quien le fue concedida la Estrella de Plata al valor por su comportamiento en Vietnam, fue el último en visitar a su esposa antes de que ésta sufriese la mortal hemorragia. Según la policía, el matrimonio pasaba por un período de desavenencias. No se conocen otros detalles…»
Harry hundió la cara entre las manos. Le escocían los ojos. Tal como le había prometido, el inspector Dickinson empezaba a crucificarlo. Salvo conservar la calma ante lo que se le venía encima, nada podía hacer.
Justo en aquel momento, sonó el teléfono. Era Rocky Martino, el portero de noche, que tenía en el vestíbulo a un equipo de TV del Canal 11. La periodista insistía en ver a Harry para entrevistarlo acerca de la muerte de su esposa.
«Que se vayan a hacer puñetas», pensó decirle Harry al portero.
– Dígales que no voy a conceder entrevistas -dijo, no obstante- y… no les comente usted nada de su cosecha. Nada en absoluto. ¿Puedo salir del edificio por la puerta del sótano? ¿La del cuarto de las calderas?… Estupendo. Y créame, Rocky, yo no le causé el menor daño a mi esposa. Gracias… Sí, hombre, gracias. Pero ni aunque sea con la intención de ayudarme, no comente ni una sola palabra a nadie.
Apenas hubo colgado, volvió a sonar el teléfono. Era su hermano. Antes del funeral de Evie, Harry le habló a Phil de lo ocurrido en el hospital con Sidonis y con el inspector Dickinson. Ya entonces, su hermano le ofreció ponerle en contacto con un prestigioso abogado, pero Harry prefirió esperar.
– ¿Has visto las noticias por la televisión? -preguntó Phil.
– Sí.
– ¿Estás bien?
– ¿Cómo estarías tú?
– ¿Cuándo has sabido, con certeza, que habían encontrado esa sustancia en la sangre de Evie?
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