– Estuve ayer en la ciudad -dijo Burt, que tras saludar a Kevin lo invitó a sentarse-. Tome café o zumo de naranja, si le apetece.
«Si dice en la ciudad, quiere decir en el barco -pensó Kevin-. Y en el barco, significa con Brenda Wallace.» Quizá lo hubiese llamado para hablarle de ella… Burt podía necesitarlo como tapadera.
– Si ha de quedarse en la ciudad -dijo Kevin-, no tiene más que cruzar el Hudson.
– ¿Tiene ya la casa?
– Me parece que la tendremos hoy mismo, o mañana.
– En Port Chester, ¿verdad?
– Sí.
– Port Chester tiene zonas magníficas, muy bonitas.-La casa es preciosa. Nancy se va a volver loca de contenta si firmamos el contrato.
– Si tienen algún problema, dígamelo. Se me da bien encontrar soluciones.
– Gracias.
Dreiser lanzó por la borda de la popa lo que quedaba de su panecillo. Una gaviota lo cazó al vuelo.
– Bueno, ¿qué le ocurre a usted con la Tabla Redonda? -preguntó Dreiser sin rodeos.
Kevin se quedó lívido.
– ¿Qué quiere decir?
– Mire, Kevin, me nombraron miembro de la Tabla Redonda hace cinco años, poco después de que se fundase. Cuando acepté la presidencia de Crown no tuve más remedio que distanciarme del grupo. Nuestro tácito acuerdo es que si, en cualquier momento, la Tabla Redonda es objeto de una investigación oficial, los directores ejecutivos de la compañía negarán tener conocimiento de su existencia. Los caballeros se inclinaban, simplemente, por dejar mi puesto vacante, quizá con miras a incorporar a alguien de otra compañía. Me costó Dios y ayuda convencerlos para que me dejasen elegir un sustituto de Crown.
– Me alegro de que lo consiguiera.
– Tiene motivos para alegrarse. Permítame que le aclare lo que, para nosotros, significa pertenecer a la Tabla Redonda. Hace cosa de un año, uno de los caballeros resultó gravemente intoxicado a causa de la comida de un condenado restaurante chino. Lo ingresaron en el hospital, tuvo un fallo cardíaco y murió. Al director ejecutivo de su compañía no se le permitió recomendar un sustituto porque habían surgido problemas con el difunto miembro. Los caballeros, sin exceptuarme yo, opinaban que no se identificaba lo bastante con nuestros fines. Los demás miembros no tenían confianza en él. De no haber muerto, a corto plazo lo habrían echado del grupo. Hubiese sido la primera vez que ocurría. Pero a menos que no modificase su actitud, habría ocurrido. Al quedarse sin representación, su compañía, la Mutual Cooperative Health, perdió del orden de los diecinueve millones de dólares el pasado año. Perder diecinueve millones de dólares es un «palo» que no quiero que Crown tenga que encajar jamás.
– ¿ Y bien?
– Como le he dicho muchas veces, Kevin, sus compañeros son personas muy cautas y recelosas. Lo de esa periodista… ¿cómo se llama?
– Se hace llamar Désirée, pero me parece que su verdadero nombre es Evelyn, Evelyn DellaRosa. Por lo visto…
– Pues bien: lo de esa periodista los tiene intranquilos. Los preocupa lo que usted haya podido decirle a ella.
– No le dije…
– Kevin, por favor… -lo atajó Dreiser-. Déjeme terminar.
– Perdone -farfulló Kevin.
– No es que los tuviese usted en contra, es que, sencillamente, usted era nuevo, y como no lo conocían, no se fiaban del todo de usted. Es comprensible, ¿no cree?
– Sí.
– Estupendo. Mire usted, Kevin, aquí la palabra clave es confianza. Si sus compañeros no se sienten cómodos con usted, no pueden tener confianza, y si no confían en usted, querrán que abandone el grupo. Me temo que eso significaría que Crown quedase fuera también, y eso nos perjudicaría mucho, Kevin. Podríamos perder veinte millones de dólares en un año, y quién sabe cuánto en años venideros. Nos perjudicaría mucho.
– Entiendo.
– Entonces, ¿por qué demonios llama usted a Lancelot para quejarse de la chica que le asignaron? -le reprochó Dreiser, un poco alterado.
Kevin se quedó de una pieza. No imaginaba que tuviesen informado hasta ese punto a su director ejecutivo.
Fue a darle una excusa a Dreiser, una justificación, pero no se molestó. Estaba convencido de que, en aquellos momentos, Dreiser sólo quería oír una cosa.
– Fue un malentendido -le aseguró Kevin-. No se preocupe, que no volverá a suceder.
– En tal caso, magnífico. Me alegro. Estupendo -dijo Dreiser, que cerró el puño y lo alzó para dar mayor énfasis a sus palabras-. Escuche, Kevin, me tiene sin cuidado lo que haga usted con una chica cuando esté en su habitación con ella, pero cuanto más integrado lo vean los compañeros del grupo, antes logrará ganarse su confianza. Quizá le parezca trivial, aunque, créame: nada de lo que concierne al grupo es trivial porque hay demasiadas cosas en juego.
– Entiendo.
– Bien. Todo le irá perfectamente, sobre ruedas, siempre y cuando no pierda de vista lo que acabo de decirle.
Seis días después del funeral de Evie, la víspera del cumpleaños de Harry Corbett, que cumpliría cincuenta, el abrumado médico comprendió que ya no se le creía potencialmente sospechoso de un probable caso de asesinato. Lo consideraban el único sospechoso de un asesinato.
Al igual que todas las mañanas desde la muerte de Evie, Harry procuraba parecer muy concentrado en su labor, pero tenía la cabeza como si le fuese a estallar de tanto darle vueltas a los últimos acontecimientos.
Aunque estaba casi seguro de que el hombre que lo drogó y lo interrogó en el apartamento de Evie era el responsable de la muerte de su esposa, no podía hacer nada para demostrarlo.
Después de salir del apartamento del Village pasó por la tienda de Paladin Thorvald. Los dos matones que lo atacaron habían utilizado el nombre del joyero. Thorvald, no obstante, no sabía nada de ellos y, a juzgar por su reacción, debió de pensar que el angustiado médico no estaba en su sano juicio. Por su parte, Harry tenía el presentimiento de que poco iba a tardar Thorvald en verse envuelto en aquel turbio asunto.
El doctor Corbett fue a la comisaría más cercana en cuanto hubo salido de la joyería, pero no llegó a entrar. Pensó en las implicaciones de denunciar el hecho y dio media vuelta. Sin embargo, a cien metros escasos de la comisaría se armó de valor, dispuesto a dejarse humillar una vez más, y volvió hacia ella.
Como ya no tenía las llaves del apartamento de Désirée, todo lo que pudo hacer fue poner la denuncia y aguardar hora y media a que el inspector localizase al administrador de la finca. El apartamento lo alquiló una tal Crystal Glass, que pagó en metálico seis meses anticipados. Harry pensó que, a lo mejor, la tal Crystal Glass no era sino otro nombre supuesto de Evie. Cifraba sus escasas esperanzas de que no lo tomasen por loco, en que apareciese algo en el apartamento que probase su versión, pero no fue así.
«No dude en ponerse en contacto con nosotros si tiene más información, doctor Corbett», le había dicho el inspector en su tono más condescendiente.
«Descuide», se limitó a decir Harry.
«Los dos matones no parecían seguir al acecho de sus movimientos -pensó Harry-, pero ¿quién me asegura que no vuelvan a por mí?» También lo preocupaba haber puesto en peligro a Julia Ransome involuntariamente, y la llamó para prevenirla. Pero nada anormal habían notado ninguno de los dos desde entonces.
Cuando el inspector Dickinson llegó a su consultorio para comunicarle que había nuevos indicios que lo convertían en el único sospechoso, Harry sometía a una prueba de estrés cardíaco, en su plataforma móvil, a un impresor jubilado de setenta y seis años llamado Daniel Gerstein.
Gerstein era un irascible superviviente de los campos de exterminio nazis. Se negaba en redondo a hacerse la prueba de estrés con ningún otro médico, una prueba que tenía por objeto ver a qué se debía su persistente dolor en el pecho. De manera que Harry no tuvo más remedio que volver a utilizar la plataforma, pese a su decisión de no hacerlo.
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