Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Wetstone sonrió, pero sus ojillos, de un intenso castaño oscuro, lo miraron con el expeditivo talante del profesional.

– No sé, aunque tiene razones -dijo el abogado.

El edificio Alexander tenía quince plantas. El ascensor, que procedía de las plantas superiores, llegó casi lleno a la séptima, y cuando acabó su recorrido en el vestíbulo iba atestado. En el interior de la cabina del ascensor, un letrero recomendaba tener cuidado con los carteristas. Harry había tardado miles de «ascensiones» en cambiar sensatamente de bolsillo la cartera (que solía llevar en el bolsillo de atrás del pantalón). Pensaba en lo diferente que debía de ser trabajar en un pequeño hospital de provincias, sin tanta acumulación de gente ni letreros de «Cuidado con los carteristas». No obstante, si lo echaban del Centro Médico de Manhattan, difícilmente lo aceptarían en ningún otro hospital del país, por más remoto que fuese el lugar en el que se encontrase.

En la sala de conferencias, adyacente al despacho de Owen Erdman, había una larga y pulida mesa de madera de cerezo, ligeramente ovalada y con un grabado que representaba el edificio del CMM en el centro. Los doce sillones que había en derredor de la mesa tenían un grabado idéntico, en miniatura, en la parte superior del alto respaldo.

Harry estuvo en aquella dependencia en una ocasión, hacía años, pero juraría que la mesa y los sillones que había entonces eran muy distintos. No tenía ni idea de lo que podían costar aquellos muebles. «Evie habría acertado el precio casi al centavo», pensó.

Cuando Harry y Wetstone entraron en la sala de conferencias, ya estaban allí Steve Josephson, Doug Atwater y el ortopeda Bob Lord.

– ¿Qué tal? -lo saludó Steve.

Harry se limitó a encogerse de hombros. «¿Y a usted qué le parece?», venía a decirle.

– ¿Tiene idea de quién pudo hacer semejante cosa con Evie? -preguntó Doug.

– En absoluto -repuso Harry, que tuvo buen cuidado en no añadir más.

Wetstone lo había aleccionado para que no aventurase suposiciones, ni siquiera con sus más allegados.

«¿Recuerda cuando jugábamos al "teléfono" en los guateques, de jovencitos -le había preguntado Wetstone-. Pues oiga la voz de la experiencia: por mejor intencionada que sea la gente, en cuanto algo sale de su boca y pasa a sus oídos, la versión original empieza a deformarse.»

A pesar de la advertencia de Wetstone, Harry no hubiese vacilado en hablar de la doble vida de Evie con Josephson y con Atwater de no haber estado Bob Lord allí.

Se produjo un silencio que duró más de un minuto, hasta que Erdman y el jefe de los servicios jurídicos del hospital entraron en la sala. Los acompañaba una mujer muy elegante, con aspecto de ejecutiva, a quien presentaron como señora Hinkle, jefe de relaciones públicas del hospital. Harry tuvo la sensación de estrecharle la mano a un gorila al saludarla.

– Bueno, doctor Corbett, ¿qué le parece si empezásemos por su versión de los hechos, desde la noche de la muerte de su esposa? -dijo Sam Rennick.

– Un momento, Sam -lo atajó Wetstone-, creo que hemos dejado claro por qué normas nos íbamos a regir aquí…

Harry Corbett se sentía como ajeno a todo. Tendría que escuchar, sin intervenir, a dos abogados a quienes acababa de conocer.

A medida que entraron en materia, intervino alguno de los presentes, e incluso él, un par de veces. Pero todas las voces -incluida la suya propia- le sonaban distorsionadas y, en buena parte, las palabras le parecían carentes de significado.

Todo aquello se le antojaba tan irreal como una pesadilla.

En lugar de estar atento y concentrado, Harry dejaba vagar el pensamiento. Trataba de imaginar cuántas horas -igual eran centenares- estaba destinado a pasar absorbido por una u otra clase de procedimiento legal.

Como Alicia, se veía catapultado a través del espejo, y se adentraba en un mundo en el que todo era posible, por más ilógico y absurdo que pareciese.

Inexplicablemente, pese a estar en juego su futuro profesional, pensó en una de sus pacientes, una jovencita llamada Melinda Olivera, a quien le diagnosticó, hacía poco, una mononucleosis avanzada, y a la que le puso un tratamiento tan agresivo que al día siguiente pudo asistir a la fiesta de fin de curso en el instituto.

El ejercicio de la medicina siempre se le había antojado algo muy directo. Acudía un enfermo a la consulta y uno hacía lo que pudiese por curarlo. «Aquello», en cambio, era demasiado complicado: abogados, administradores, jefes de relaciones públicas.

– No estoy de acuerdo, en absoluto -dijo con acritud Doug Atwater.

Harry estaba tan distraído que no tenía ni idea de a qué se refería.

– Hemos analizado la cuestión a fondo -prosiguió Atwater- con el gerente de la CSM, quien, a su vez, ha hablado con el director médico y con otros cargos clave, y nunca ha habido una sola queja contra el doctor Corbett, ni por su dedicación como médico, ni por cobrar abusivamente en su consulta privada, ni por su conducta personal. No veo razón alguna para que no siga en el cuadro médico de la CSM.

– Pero ¿qué pensarán los afiliados si…? -preguntó la señora Hinkle.

– Mire usted, Bárbara -la atajó Doug-, no quisiera ser grosero, pero lo que necesitamos es una enérgica declaración del hospital, en el sentido de que oficialmente no se ha acusado todavía de nada al doctor Corbett, y que, nosotros, en este hospital…

Harry apenas se enteró de lo que dijeron a continuación, aunque no, como hacía unos instantes, porque estuviese distraído. Había metido la mano en el bolsillo interior derecho de su chaqueta de sport para sacar el bolígrafo, pero no lo llevaba. Lo que sí palpó fueron dos objetos que él no llevaba al ponerse la chaqueta por la mañana. Es más: estaba seguro de no tenerlos él. Los cogió y los posó lentamente en su regazo.

– De acuerdo entonces -dijo Mel Wetstone-. La postura del hospital será de apoyo a un respetado miembro del personal médico que no ha sido condenado, ni siquiera acusado, jamás de delito alguno. Por su parte, el doctor Corbett se abstendrá de toda declaración pública sin antes consultar con la señora Hinkle. El doctor Corbett podrá seguir con su trabajo en el hospital como de costumbre. ¿Le parece a usted bien, doctor Corbett? ¿Doctor Corbett?…

– ¿Cómo? Ah, sí. Gracias a todos ustedes. Me parece muy bien.

Apenas logró desviar su atención de los dos objetos que tenía en la mano: su reloj y el llavero de Evie, que echó en falta al despertar en el apartamento del Greenwich Village.

Estaba claro que aquella misma mañana (en el atestado ascensor, probablemente) el asesino de su esposa se había pegado a él, y quizá le hubiese deslizado el llavero en el bolsillo para recordarle lo vulnerable que era (una advertencia, también, de que tuviese mucho cuidado con lo que decía y a quién se lo decía). Reparó, sin embargo, en que cabía otra posibilidad, más inquietante y sobrecogedora: que para el asesino de su esposa, él no fuese más que un entretenimiento, un peón en un macabro juego.

– ¿Cómo dice? -preguntó Wetstone.

– No sé. Estaba distraído -dijo Harry.

– Es que acabo de oírle algo así como «no voy a ser presa fácil». ¿Qué ha querido decir?

– Ah, nada -contestó Harry, que volvió a guardar el reloj y el llavero en el bolsillo-. Nada importante.

* * *

«LA PERIODISTA DE MANHATTAN

MURIÓ ASESINADA, SEGÚN EL FORENSE»

Kevin Loomis miró el titular del Times. La foto de Evelyn DellaRosa era la misma que apareció cuando publicaron su nota necrológica. Al igual que a lo largo de la semana anterior, Loomis trataba de convencerse de que el parecido con Désirée era pura coincidencia. En su fuero interno, sin embargo, no le cabía duda de que era ella. Hacía sólo un mes y medio tuvo a aquella mujer sentada a horcajadas, de espaldas, en bragas y sostenes. Relajaba la tensión de sus músculos, a la vez que le prodigaba su encanto, para sonsacarle acerca de su persona y de su vida.

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