– ¿Niels Bohr? ¿El físico danés?
– El mismo. -Sé quién es.
– Es un utopista y, en cuestiones de guerra, el tipo más despistado que he conocido en mi vida. ¡Diablos, es infantil! Se sentó frente a mí y habló durante tres cuartos de hora sin decir absolutamente nada. Creo que sólo quería decir que la única arma para enfrentar la violencia es la humildad. Gandhi dice lo mismo, pero al menos lo hace en cinco minutos.
Churchill entrecerró los ojos y lo miró con indisimulada curiosidad.
– ¿Qué me dice de usted, doctor? ¿Cree que la humildad es la mejor arma contra los ejércitos de Herr Hitler?
McConnell se tomó su tiempo para responder. El nombre de Niels Bohr lo había desconcertado. Se suponía que el célebre físico estaba en Suecia. ¿Cómo era que "se había sentado frente a" Winston Churchill? La inesperada nueva coincidía con los rumores que se corrían por Oxford sobre el impulso que se daba últimamente a la investigación en física nuclear.
– ¿Qué me dice, doctor? -insistió Churchill.
– Creo que esa etapa quedó atrás, señor Primer Ministro. Pero también creo que hace años habría sido posible detener a Hitler con poca o ninguna violencia.
– Estoy muy de acuerdo con usted. Pero vivimos el presente. -Alzó un poco la voz. -Duff me dijo que su padre ganó la medalla por servicios destacados durante la Gran Guerra. En el fuerte Saint Mihiel.
– Así es -asintió McConnell, algo extrañado de que los conocimientos de Churchill sobre su pasado lo sorprendieran tanto-. Y una estrella de plata. Arrojó ambas condecoraciones al río Potomac en 1932.
Churchill bajó el mentón hasta el pecho y lo miró fijamente:
– ¿Por qué demonios habrá hecho una cosa así?
McConnell pensó que la respuesta no agradaría al Primer Ministro, pero no pudo contenerse.
– ¿Recuerda el alboroto de los veteranos del ejército en Washington? ¿Durante la Gran Depresión?
– Si no me equivoco, pedían pensiones militares.
– Exactamente. Los veteranos querían ayuda del gobierno, y entre ellos había algunos camaradas de la unidad de mi padre. Eran unos veinticinco mil hombres con sus familias. Pidieron a mi padre que los acompañara para prestarles auxilios médicos, y él fue. La policía de la capital daba de comer a los veteranos y sus familias, pero el presidente Hoover no sentía la menor simpatía por su causa. Después de tres meses de manifestaciones pacíficas, mandó llamar al ejército. Los militares atacaron a la multitud desarmada con gases lacrimógenos, bayonetas, caballería, tanques. Hubo heridos de bala, niños muertos por asfixia. -McConnell hizo una pausa. -Mi padre estuvo ahí.
Churchill lo miró sin parpadear:
– Si no me equívoco, usted quiere expresar una moraleja.
– Una acotación al margen. Conozco los nombres de los oficiales que dirigieron el ataque. Las tropas estaban al mando de un tal Douglas MacArthur. Éste desobedeció a Hoover; en lugar de ceñirse a las órdenes, cometió graves excesos. El edecán de MacArthur era el mayor Dwight Eisenhower. La caballería cargó con los sables desenvainados a las órdenes del capitán George Patton. Usted comprenderá, señor Primer Ministro, que mi afecto por los militares dista de ser incondicional.
– Lo comprendo perfectamente. La política suele ser un asunto difícil, doctor. Desgraciadamente, debo reconocer que he cometido errores parecidos. Pero nada de eso tiene que ver con la situación actual. Un hombre de su inteligencia comprende muy bien la amenaza que pende sobre la civilización cristiana.
McConnell no tenía la menor duda de que Stern había tomado debida nota de la falta de alusión a los judíos.
– Usted tuvo sus propias razones para aceptar la misión. Cualesquiera que fuesen, se lo agradezco. No exagero al decir que la liberación de Europa tal vez dependa de ella.
Miró fijamente a McConnell durante varios segundos. Luego tomó una hoja de papel y alzó la pluma del tintero.
– Seguramente se perderán algunas vidas durante la misión -dijo mientras escribía rápidamente-. Quiero que sepa que asumo la responsabilidad por ello.
Churchill arrancó la hoja del cuaderno y la entregó a McConnell, quien leyó la esquela con asombro.
Que estas muertes recaigan sobre mí.
W.
– ¿Sabía que parte de mi familia es norteamericana? -preguntó Churchill-. Y me parece que usted es inglés a medias, doctor.
– ¿Cómo? -murmuró McConnell sin dejar de mirar la esquela increíble-. ¿Qué quiere decir?
Churchill apretó el cigarro con los dientes y sonrió:
– ¡Un hombre capaz de sobrevivir a Oxford y luego al castillo de Achnacarry bien merece la ciudadanía!
McConnell oyó el bufido impaciente del general Smith a sus espaldas. Pero el acento alemán de Stern se alzó en la oficina, filoso como una navaja.
– ¿Y mi pueblo? -preguntó en tono acusador-. ¿Los judíos tienen cabida en su paraíso anglosajón?
– ¡Cierre el pico! -vociferó el general Smith.
– Déjelo hablar, Duff -dijo Churchill-. Tiene derecho a estar furioso.
Stern dio un paso adelante. Su acento alemán y su uniforme de la SD dieron a sus palabras una extraña intensidad.
– Quiero saber si de veras apoyará la creación de un hogar nacional judío en Palestina después de la guerra.
Churchill blandió su cigarro a la manera de un puntero:
– Desde luego que sí, señor Stern. Pero la frase clave de su pregunta es " después de la guerra". Todavía restan muchos combates.
– Estoy dispuesto a combatir.
– ¿De veras? Me alegra saberlo. Cuando vuelva de la misión, me encargaré de que lo incorporen como oficial a la brigada judía. -Sonrió: -Claro que deberá cambiar de uniforme. Esa esvástica no caería muy bien.
– ¡La brigada judía no existe! Hace años la enterraron bajo toneladas de papel.
– Así es, pero acabo de desenterrarla -dijo Churchill-. La brigada judía combatirá en la liberación de Europa. ¿Le interesa?
Para sorpresa de todos, Stern adoptó la posición de firmes. Churchill sonrió.
– Me gusta este tipo, Duff. Me parece que eligió bien.
– No está mal -admitió Smith con renuencia-. Pero ya es hora de partir. Se acerca el momento.
– La hora H -dijo Churchill con entusiasmo-. ¡Al corazón de Alemania! Qué no daría por ir con ustedes. -Se levantó y estrechó con fuerza las manos de ambos.
McConnell quiso preguntar algo más, pero el general ya los obligaba a salir de la oficina y seguirlo por el pasillo.
El conductor del Humber los esperaba en la puerta.
– Síganlo -indicó Smith-. Volveré en un momento.
Al salir por una puerta distinta, McConnell volvió la vista atrás. En el dintel estaban grabadas las palabras Pro Patria Omnia. Recordó lo que había dicho Duff Smith al piloto cuando sobrevolaban el lago Lochy. No era "checkers" sino Chequers, la residencia veraniega del Primer Ministro inglés. Al seguir a Stern hacia el Lysander, se preguntó si Adolfo Hitler conocía esas palabras grabadas sobre la puerta de la casa y comprendía su significado.
Todo por la patria.
Churchill fumaba aplicadamente su cigarro cuando volvió el general Smith, quien se sentó frente al escritorio a la espera del intenso interrogatorio al que lo sometía el PM antes de un operativo importante. Churchill soltó una gran nube de humo azul, resopló y dejó el cigarro en el borde del cenicero.
– Es la primera vez que apruebo un operativo directamente contrario a los deseos de los norteamericanos -dijo gravemente-. Todavía no estoy seguro de que sea prudente usar a un norteamericano, aunque sea el hombre idóneo desde el punto de vista técnico. Podríamos tener problemas.
– No habrá problemas, Winston. Si se lleva a cabo la misión, se producirá un hecho negativo: la no utilización de gases neurotóxicos por los nazis. Si fracasa, lo más probable es que McConnell y Stern mueran en el intento.
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