Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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– ¡Carajo! -chilló McConnell-. ¿Qué es eso?

– ¡Al avión! -vociferó el general-. ¡Si nos damos prisa, podremos verlo mejor!

McConnell alzó los talegos al avión y antes de que pudiera tomar aliento el Lysander alzó vuelo, esquivando por centímetros la cresta de una loma. A la orden de Smith, el piloto viró sobre el lago Lochy para que pudieran ver el espectáculo. Las balas trazadoras surcaban el cielo nocturno en una escena digna de una novela de H.G. Wells. Las bengalas que estallaban en torno del avión iluminaban una docena de chalupas en el lago como si fueran patos de cartón en un concurso de tiro.

– ¡Los franchutes están cagados de miedo! -exclamó Smith-. Los muchachos de Charlie disparan con munición de guerra a centímetros de sus culos.

Smith le dijo al piloto que enfilara hacia "Checkers" o algo parecido. Cuando el Lysander pasaba sobre la playa apenas, treinta metros por encima de los obuses, McConnell vio una ambulancia con los faros encendidos. En el resplandor húmedo de los faros vio una figura robusta con las manos tomadas a la espalda. El hombre alzó el brazo derecho y lo agitó cuando el Lysander meneó las alas al pasar sobre él.

– ¡Mírenlo! -vociferó Smith-. Como si fuera Cecil B. de Mille en persona. ¡Qué espectáculo! En el Ministerio de Guerra dicen que Charlie Vaughan usa más artillería en su asalto nocturno que Montgomery en El Alamein.

El piloto penetró directamente en el centro de la tormenta. McConnell tuvo que hacer un esfuerzo para retener sus alimentos. Para distraerse de las náuseas intentó hacerle preguntas a Smith, pero éste no le prestó atención. La lluvia repiqueteaba en las ventanillas de plexiglás. El piloto era apenas una gorra de cuero vista de atrás y Stern una silueta a su lado.

Por primera vez desde la muerte de David, comprendió que el destino era irrevocable. Volaba en un avión negro bajo un cielo encapotado, sobre una isla cuyas luces estaban apagadas desde 1939. La idea de que se estaba librando una guerra de envergadura mundial en la que tal vez estaba en juego el alma misma del hombre jamás se le había aparecido tan nítidamente como en ese momento.

¿Eran esos los olores que conocía David? ¿El olor pesado de la lana mojada y el cuero? ¿El más penetrante del combustible de avión y el aceite? ¿El aroma de la euforia que emanaba de Stern, ese olor sudoroso del cazador al amanecer? Y, desde luego, el olor metálico que McConnell creía percibir en sí mismo…

El del miedo.

Por primera vez adquirió plena conciencia del destino de su vuelo. La Alemania nazi. Un metro cuadrado del glorioso Reich aguardaba que se posaran en él sus pies, o tal vez su cadáver. Trató de desterrar esos pensamientos mientras el Lysander volaba obstinadamente hacia el sur, y se durmió cuando aún quedaba más de una hora de vuelo.

Lo despertó el impacto de las ruedas sobre el suelo.

– ¿Ya llegamos a Suecia? -preguntó aturdido.

– Todavía no, muchacho.

Era la voz del general Smith. El avión viró y carreteó sobre la pista, que estaba totalmente oscura. Finalmente, los faros de un auto parpadearon tres veces,

El piloto detuvo el avión junto al auto.

– Bajen -dijo Smith.

Saltaron del avión y subieron al auto, un lujoso Humber. El piloto se quedó en el Lysander. El conductor del Humber vestía un uniforme negro y manejaba como un hombre que estuviera a punto de llegar tarde a la boda de su hija. Los uniformes alemanes atrajeron su mirada por el espejo retrovisor, pero poco después el auto se detuvo junto a una cerca de ligustros prolijamente recortados. Smith bajó y encabezó la marcha a través de un espléndido jardín inglés. McConnell vio el reflejo de la Luna en las ventanas de mainel, y entonces llegaron a una gran puerta de roble.

– ¿Dónde mierda estamos? -preguntó Stern.

– Cuide el lenguaje -observó el general en tono severo.

Smith abrió la puerta y los condujo por un pasillo oscuro. McConnell sintió el aroma de libros encuadernados en cuero y chintz viejo, maderas finas y té. Vio el destello de la luz sobre objetos de bronce y de cristal. Por un instante pensó que se encontraba en la casa de su profesor en Oxford. Pero no, era imposible.

El general Smith giró para avanzar por otro pasillo, iluminado por una lámpara eléctrica de pared. Se detuvo ante una puerta. La pared estaba revestida de paneles de madera que parecían tener más de cuatro siglos. Smith puso una mano en el picaporte y se volvió hacia Stern.

– Cuidado -dijo-. Hablen solamente cuando se les dirija la palabra y cuiden muy bien el lenguaje.

McConnell advirtió con cierta inquietud que el general había abandonado su pose habitual de informalidad cordial. Cada palabra y gesto eran propios de un militar. Cuando Smith abrió la puerta, comprendió el motivo.

Lo primero que vio fue la coronilla calva que remataba una gran cabeza redonda. La cabeza estaba inclinada sobre un enorme mapa. Aunque lo veía al revés, McConnell reconoció el Pas de Calais. El cuerpo robusto estaba enfundado en un gabán de marino; cosa nada extraña, puesto que en la casa hacía casi tanto frío como afuera. Olió el gran cigarro mucho antes de verlo, y también el aroma del coñac en la copa de cristal.

Winston Churchill alzó la vista del mapa y parpadeó. Se enderezó rápidamente.

– ¡Diablos! -exclamó-. ¡Los matones de Himmler descubrieron mi paradero!

McConnell rió, tal vez con cierta histeria, pero el Primer Ministro había descubierto la manera precisa de distender el ambiente. Seguramente no era frecuente para él encontrarse frente a dos oficiales de las SS con sus borceguíes. Su sonrisa amplia al mirarlos de arriba abajo parecía indicar que le encantaba. La vitalidad que emanaba de él era asombrosa. Churchill tenía setenta años, pero sus ojos acuosos brillaban con humor y una inteligencia casi desconcertante. Cuando se llevó el cigarro a la boca y le habló directamente a McConnell, éste sintió que crecía su propia importancia, como si se hubiera producido una sutil modificación en el campo magnético terrestre.

– ¿Le gustó Escocia, doctor? -dijo con una voz mucho más profunda que la que transmitía la radio-. Fue un curso bastante duro, ¿no?

La gran cabeza de Churchill se inclinaba hacia él como desafiándolo.

– Bastante duro -asintió McConnell.

– Duff dice que aprobó con todos los honores.

McConnell sabía que el Primer Ministro utilizaba todas las facetas de su increíble carisma a fin de ganar a los demás para su causa, pero no pudo resistir. Se sentía a la defensiva cuando oyó la voz de Stern que murmuraba:

– Juegos.

– ¿Cómo dice? -Churchill alzó la cabeza y chupó su cigarro. – Usted debe ser Stern.

– Dije juegos . Allá en el norte no hacen otra cosa que jugar.

McConnell miró al general Smith, que tenía cara de querer apuñalar a Stern en los riñones.

– Señor Stern -dijo Churchill-, en Achnacarry juegan porque la guerra es un juego. Por eso hay que tomarla con una sonrisa. Y el que no pueda, que se haga a un lado. -Dejó el cigarro en el cenicero y apoyó las manos sobre la madera lustrada del escritorio. -Quise hablar con ustedes por dos razones. Porque son civiles y no son súbditos británicos. Van a emprender una misión sumamente peligrosa. Quiero que comprendan la importancia suprema de lo que van a realizar. Señores, esta misión no debe fracasar. -Alzó las piernas de su pantalón y se sentó detrás del escritorio. -Sobre todo quería hablar con usted, doctor McConnell. Si no me equivoco, se considera discípulo del señor Gandhi.

– En cierta medida, lo soy -respondió con una rapidez que lo sorprendió al él mismo.

– Espero que no lo sea en la misma medida que algunos de sus colegas científicos. ¿Conoce al profesor Bohr?

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