Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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En la escasa luz, McConnell se encontró en un vestíbulo estrecho, sin otro adorno que un perchero en una de las paredes. Stern dejó caer su valija y se sentó sobre ella, jadeando para recuperar el aliento.

– Tomen las valijas -ordenó el líder-. Bajarán al sótano.

– Un momento, por favor -suplicó Stern en alemán-. El paseo me agotó.

El líder gruñó con desdén y salió del vestíbulo. McConnell dejó sus valijas y lo siguió al tanteo hacia otra habitación que sin duda era una cocina. Aspiró el aroma del café y tuvo que contenerse para no correr a la estufa y beber directamente de la cafetera.

El líder encendió dos velas y las colocó sobre una mesa de madera en el centro de la cocina. McConnell contempló los estantes casi vacíos, las paredes pintadas de amarillo.

Mein Name ist Mark McConnell -dijo-. Gracias por esperarnos.

El líder se encogió de hombros y se quitó el sombrero. Una melena rubia cayó sobre sus hombros. Se quitó la bufanda que le cubría la cara.

– ¡Dios mío! -exclamó McConnell en inglés.

– Soy Anna Kaas -dijo la joven al quitarse el grueso abrigo. Ciertamente, su figura no tenía nada de masculino. -Dígale al holgazán de su amigo que lleve las valijas al sótano. Estamos en Alemania.

Ach du lieber Hergott! -terció Stern desde la puerta.

– ¿Hubiera preferido que fuera hombre? -preguntó Anna-. Lamento decepcionarlo.

McConnell estudió con asombro a la joven que servía el café. Parecía tener más o menos su edad y sus ojos eran color café: un detalle discordante en una mujer que correspondía en todo otro sentido al estereotipo ario de la Brunilda rubia de ojos azules.

– Los esperábamos hace horas -reprochó-. ¿Quieren que nos maten?

– Una avería -justificó Stern al entrar en la cocina-. ¿Usted trabaja en el campo?

– Sí, soy enfermera. Somos seis.

– ¿Le gusta el trabajo?

A la luz de la vela, McConnell vio cómo le mudaba el color de la tez.

– Si me gustara, ¿cree que alojaría a dos ingleses groseros?

– Soy norteamericano -aclaró McConnell.

– Y yo alemán -agregó Stern-. Nací a treinta kilómetros de aquí, en Rostock.

– Lo felicito -dijo Anna-. Tal vez pueda sobrevivir hasta cumplir la misión.

Stern fue a la ventana de la cocina y espió entre las cortinas. La luz del amanecer ya penetraba en la cocina.

– Si cesa el viento, me bastará sobrevivir más o menos media hora para cumplirla.

– ¿Qué está diciendo? -exclamó Anna.

– Simplemente que realizaremos la misión apenas cese el viento.

– Entonces, será un fracaso.

Stern se volvió de la ventana:

– ¿Por qué? Ya sé que nos verán, pero para eso trajimos los uniformes. Llegaremos a la colina. Escapar de ahí con vida no será tan fácil, pero… -agitó la mano para indicar que no tenía importancia.

– ¿No les dijeron en Londres? -dijo Anna Kaas, atónita-. El comandante Schörner encontró el cadáver de un sargento SS enterrado en la colina. Muerto a tiros de arma automática. Y en la misma fosa encontraron cuatro paracaídas ingleses.

Verdammt!- exclamó Stern-. Ahora entiendo por qué McShane dijo que tendríamos una cálida recepción. Mataron a un tipo durante la misión preparatoria. Smith le habrá ordenado que no nos dijera nada.

– Qué bien -comentó McConnell.

– Es un milagro que hayamos llegado hasta aquí -dijo Anna-. Schörner tiene a la mitad de su guarnición patrullando la zona. Pasaron por aquí en moto cinco minutos antes que saliera al punto de encuentro. Si hubieran vuelto mientras estuve ausente, ahora estaríamos corriendo a campo traviesa.

– ¿A qué distancia estamos de la usina? -preguntó Stern.

– Unos tres kilómetros cuesta arriba.

– ¿Hay bosque? ¿Árboles para ocultarse?

– Sí, pero hay una ruta en caracol que cruza su camino unas doce veces.

Stern bufó con disgusto.

– ¿Qué pasa con el viento? ¿Ha soplado tan fuerte toda la noche?

– ¿Qué tiene que ver el viento? -Pero Stern no respondió, y ella prosiguió: -Hay ráfagas, pero en todo caso nunca baja de una brisa fuerte.

– A ver, un momento -terció McConnell-. ¿Se puede saber qué tiene que ver la usina? Mejor dicho, ahora que estamos en Alemania, ¿podrían decirme por fin cuál es el plan? ¿Se supone que los dos solos debemos inutilizar la fábrica para que yo vea la maquinaria? ¿O esperamos que lleguen los comandos de Vaughan?

– Nada de eso.

– Yo tampoco entiendo nada -dijo Anna-. Al ver que sólo llegaban dos hombres, di por sentado que los demás ya estaban ocultos en el bosque. ¿Qué pueden hacer dos hombres contra la guarnición de Totenhausen?

– Más de lo que ustedes creen -señaló Stern.

– ¿Usted sabe cuál es la misión? -preguntó McConnell a la mujer.

– No.

– Entonces dígalo usted, Stern. Basta de secretos.

– Gracias por revelar mi identidad, doctor.

– Dejémonos de jugar a los nombres falsos. -Anna miró a McConnell: -Su alemán es espantoso.

Danke.

– Mejor dicho, la gramática es perfecta, pero la pronunciación…

– Les dije que buscaran a otro para la misión, pero ese argumento no los convenció.

– Lo que importa son sus conocimientos de química, no del idioma -hizo notar Stern.

Anna miró a McConnell con respeto:

– Ah, es químico. Tal vez no fue tan mala elección después de todo.

Stern abrió una puerta que daba a un dormitorio, echó una mirada, la cerró.

– ¿Quiere saber cómo haremos para inutilizar la fábrica, doctor? No lo haremos. Vamos a dejarla intacta, salvo un detalle. Todos sus ocupantes estarán muertos.

– ¿Cómo? -Bruscamente lo asaltó el mareo. -A ver, repita eso.

– ¿No me oyó? Vamos a gasear el campo, doctor. Por eso importa la velocidad del viento. Tiene que ser inferior a nueve kilómetros por hora.

– ¿Gasear el campo? ¿Con qué?

– ¿Con los gases neurotóxicos almacenados en Totenhausen? -preguntó Anna.

Stern meneó la cabeza:

– Con nuestros gases neurotóxicos.

– No trajimos gases. Ni siquiera los tenemos -arguyó McConnell-. ¿O me equivoco?

Stern sonrió con la suficiencia de quien está al tanto de todos los secretos.

– Pero… -La voz de Anna se apagó mientras pensaba en lo que había dicho Stern.

– Comprendo -dijo McConnell. Pero no era verdad. Sabía que Smith le había ocultado mucha información sobre la misión y había imaginado distintas alternativas, pero no esa. -Me dijeron que el blanco es una fábrica de gases y sus instalaciones de experimentación. ¿Eso es verdad?

– Sí.

– Pero… ¿cómo gasearemos a los SS y a la vez salvaremos a los prisioneros?

– No salvaremos a los prisioneros.

McConnell se sentó junto a la mesa y trató de asimilar eso.

– No podemos advertir a los prisioneros sin comprometer el éxito de la misión -dijo Stern-. Aunque pudiéramos sacarlos del campo, no tendrían adonde ir.

Mein Gott -susurró Anna.

– ¿Por qué no lo dijo en Achnacarry? Me cansé de preguntar.

– Porque usted se habría negado a venir. Hay un punto en el que Smith no mintió, doctor. El tiempo es crucial. No hay tiempo para reemplazarlo a usted.

– ¿No podían darme a elegir?

– Puede elegir. ¿Me ayudará?

La indignación que sentía por haber sido engañado era motivo suficiente para negarse. Pero más allá de la furia, lo que Smith les pedía estaba mal.

– No -replicó-. No le ayudaré a matar prisioneros inocentes.

Stern alzó las palmas:

– ¿Lo ve? Hicimos bien en no decirle nada.

– Pero por Dios, ¿qué ganaron con mentir?

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