– Doctor -dijo el general suavemente-, este joven quiere hablar con usted.
Mark sintió un hormigueo en las puntas de los dedos.
– ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a David? El capitán miró al general Smith.
– No debería decir nada antes que usted abra la carta. Pero… ayer derribaron el avión de su hermano, doctor. Lo siento mucho.
El capitán le ofreció el sobre. McConnell lo tomó y rompió el lacre. En su interior había una hoja con un mensaje mecanografiado a la manera de un telegrama:
LAMENTO INFORMAR CAPITÁN DAVID MCCONNELL MUERTO EN ACCIÓN ENERO 19 STOP ACCIONES CAPITÁN MCCONNELL SIEMPRE HONRARON A ÉL MISMO LA FUERZA AÉREA Y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA STOP RECIBA MÁS PROFUNDO PÉSAME STOP
CORONEL WILLIAM T. HARRIGILL
ESCUADRÓN BOMBARDEROS 401, BRIGADA AÉREA 94
8A GUARNICIÓN FUERZA AÉREA USA, DEENETHORPE, INGLATERRA
– ¿Doctor? -dijo Smith suavemente-. ¿Mac?
McConnell alzó la mano:
– Por favor, no diga nada, general. -Había imaginado ese momento muchas veces. Los tripulantes de los bombarderos que realizaban misiones diurnas sufrían una cantidad enorme de bajas. Sin embargo, había algo que no cuajaba. Era el momento. Dos minutos después de rechazar el ruego más enardecido del general Smith, aparece un mensajero a decirle que los alemanes mataron a su hermano. Alzó la vista del papel y la fijó en los ojos celestes del escocés.
– ¿General? -Su voz era un susurro casi inaudible. -¿Esto es obra suya?
Smith lo miró atónito:
– ¿Cómo dice, doctor?
McConnell dio un paso hacia él:
– Es así, ¿no es cierto? Esto es cosa del SOE. Está dispuesto a todo con tal que yo acepte la misión, ¿no? Y el fin justifica los medios. Si el pacifista no quiere ir, buscaremos la manera de obligarlo. -McConnell estaba lívido. -¿No es cierto, general?
El escocés enderezó la espalda y alzó el mentón. Era el equivalente británico de una cobra preparándose para picar.
– Doctor, aunque su insinuación me ofende, la pasaré por alto. Comprendo que en circunstancias como esta la mente se aferra a cualquier recurso salvador, por endeble que sea. Pero se equivoca.
McConnell sintió que su cara se volvía encarnada. El capitán lo miraba como a un loco peligroso. Releyó el telegrama . Muerto en acción . Tan vago, carajo. Carraspeó.
– ¿Puede decirme algo más, capitán?
El joven oficial tiró del faldón de su chaqueta de salida.
– El coronel dijo que usted está autorizado para conocer ciertos secretos y que le dijera lo que sabemos. El avión de David sufrió averías catastróficas al volver de una incursión sobre Regensburg. Lo alcanzó una batería antiaérea, posiblemente también el cañón de un caza. Nadie lo vio estrellarse, pero tampoco se vieron paracaídas. McConnell sintió ardor en los ojos y la garganta.
– Usted… ¿Conoció a mi hermano, capitán?
– Sí, señor. Un piloto de primera. Siempre bromeaba con la tripulación de tierra. A veces lo hacía reír al mismo coronel. El coronel hubiera venido, pero tuvimos… estaba ocupado.
Mark parpadeó para contener las lágrimas.
– ¿Ya avisaron a nuestra madre?
– No, señor. Lo que usted tiene es el borrador del telegrama.
– ¡Diablos! Por favor, dígale al coronel que no lo envíe. Quiero decírselo yo.
– No hay problema, señor. Hay que enviarlo en algún momento, pero creo que el coronel aceptará esperar un par de días.
McConnell miró sucesivamente la cara rubicunda del general, la morena de Jonas Stern y finalmente la del capitán. El mensajero se agitó, incómodo.
– Nuevamente, mis condolencias, doctor-, dijo. Hizo una venia al general Smith y salió.
Mark se llevó la mano a la boca y trató de tragar. En su mente veía a David, no como cuatro días antes sino de niño, aprendiendo a nadar en una laguna fangosa de Georgia.
– Lo siento, general -murmuró-. Discúlpeme.
El escocés alzó la mano.
– No hay necesidad, hombre. Sé que es duro. Yo también perdí un hermano. Fue en Lofoten, en el 41. Pero por Dios, doctor, ¿qué otra razón necesita para enrolarse? ¡Los hijos de puta mataron a su hermano!
McConnell meneó la cabeza con impotencia.
– Usted no termina de entender, ¿no? No sabe por qué soy como soy.
– Claro que lo entiendo -replicó Smith, furioso-. Sé lo que le pasó a su padre. Pero, ¿qué diría él, eh? Le pido que participe de una misión humanitaria. Por Dios, doctor, los nazis experimentan los agentes neurotóxicos con seres humanos . ¿Por qué cree que Stern aceptó la misión? La mayoría de esas cobayas humanos son judíos. Mientras los alemanes masacran a su pueblo, ¡el mundo mira y no interviene!
McConnell estudió el rostro de Stern. No había tristeza ni súplica en la mirada del joven. En él sólo vio -o creyó ver- asco.
– Lo siento de veras -dijo-. Debo pedirles que se retiren. Quiero estar solo.
Para sorpresa de McConnell, el general Smith dio media vuelta y salió sin una palabra más. El joven judío no lo siguió. Hasta el momento no había abierto la boca, pero se adelantó lentamente hasta quedar a escasos centímetros de McConnell. Mark era seis o siete años mayor que el extraño, pero percibió una vehemencia en él que lo perturbó.
– Smith no lo comprende, doctor -susurró Stern-. Yo sí. Usted no es un cobarde sino un idiota. Se parece a mi padre, a millones de judíos de Europa. Cree en la razón y en la bondad esencial del hombre. Cree que si se niega a hacer el mal, algún día lo vencerá. -Su voz trasuntaba todo su desdén. -Los idiotas que creyeron en eso están muertos. Fueron entregados a los gases y las llamas por hombres que conocen la verdadera naturaleza de la humanidad. Usted sólo se diferencia de esos idiotas porque es norteamericano. -Bruscamente pasó del inglés al alemán, pero McConnell comprendió el sentido: -Todavía no ha probado un sorbo de la copa de dolor que otros han bebido hasta las heces.
McConnell abrió la boca para responder, pero no pudo decir palabra. El peso de las palabras de Stern parecía incongruente con el rostro juvenil de quien las había pronunciado. Pero no con los ojos. Los ojos del joven judío se parecían a los de David al hablar de sus amigos muertos. Intemporales, inmutables…
– ¡Stern! -El general Smith apareció en la puerta. -Déjelo en paz.
El joven moreno asintió lentamente.
– Lamento lo de su hermano -dijo-. Pero él era sólo una gota en un océano infinito. Piénselo. -Se volvió y siguió al general por el corredor.
A solas, McConnell releyó el telegrama. Aún se sentía obnubilado. Lamento informar… muerto en acción… acciones McConnell siempre honraron… más profundo pésame… pésame. … Mark tanteó a sus espaldas hasta encontrar el borde de un escritorio. Le faltaba el aire. Se tambaleó hasta la ventana más próxima y trató de abrirla, pero estaba trabajada. Alzó el pie derecho y pateó el herraje con furia.
Furioso por el rechazo de McConnell, Smith conducía el Bentley superando de lejos el límite de lo racional, ni que hablar de la ley. El hecho de dejarse conducir a semejante velocidad y de noche por un hombre manco habría aterrado a Jonas Stern, salvo que en ese momento estaba tan furioso como el general.
– ¡Hay que conseguir otro químico! -vociferó por encima del rugido del motor.
– No es tan fácil -gruñó Smith-. No puedo usar personal militar norteamericano ni británico. Además, McConnell es el mejor para esto. Los otros son mayores de sesenta años.
Stern dio un puñetazo a la puerta.
– ¿Y qué diablos vamos a hacer? No puede permitir que nos detenga un idiota idealista.
El general Smith miró al joven sionista.
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