Además, por lo general, Brandt seguía al sargento, aprobaba su elección y en alguno que otro caso otorgaba su absolución. El Señor de la Vida y la Muerte en Totenhausen disfrutaba de ejercer su derecho divino. Pero en esa ocasión, Sturm sacaba a los hombres casi sin mirarlos. Trece hombres ya formaban en otro grupo bajo una guardia especial. El zapatero se estremeció al ver que eran judíos. ¿Había llegado por fin su hora?
Sus manos temblaban. Ninguno de ellos parecía mayor de cincuenta años, pero, ¿quién sabía? La Jansen se inclinó para ver qué sucedía. Un soldado SS la obligó a retroceder de un empellón. Cinco milicianos convergieron sobre un prisionero que resistía los empujones de Sturm. Se alzó un alarido histérico de la formación, y los entrenadores de los perros tuvieron que sujetar con fuerza a sus pastores alemanes.
El zapatero empezó a rezar. No había nada que hacer. Años antes había cometido el error de no huir de Alemania con su esposa y su hijo. Por lo menos ellos, pensó - imploró - estaban a salvo en la Tierra Prometida. En Palestina. Era más afortunado que la familia Jansen a su derecha. Esa noche el viejo abuelo perdería a su hijo, la joven esposa a su marido, los niños a su padre. Vio el pánico en los ojos de la mujer al buscar algún medio para salvar a su esposo. Nada. Estaban en la Alemania nazi y el sargento Sturm ya se acercaba.
– ¡Tú! -rugió Sturm señalando con el dedo-. ¡Fuera de la formación!
Mirando de reojo, el zapatero vio que el joven padre holandés se volvía hacia su esposa. En sus ojos no había miedo, sólo una sensación de culpa atroz porque dejaría a su familia sin protección, por escasa que fuese. Los niños, un varoncito y una nena, aferraron la falda de su madre y lo miraron, mudos de terror.
– Austreten! -vociferó Sturm, y extendió el brazo para tomar al holandés.
El joven alzó una mano y acarició la mejilla de su esposa con ternura.
– Ik heb er geen woorden meer voor , Rachel -dijo-. Cuida a Jan y Hannah.
El zapatero era alemán, pero entendía algo de holandés: No me quedan palabras, Rachel.
Cuando la mano de Sturm aferraba la manga del joven holandés, un hombre canoso salió de la formación y se arrojó a los pies del sargento. El zapatero miró al otro extremo: a cuarenta metros de ahí, el comandante Schörner conversaba con el doctor Brandt. Ninguno de los dos advirtió lo sucedido.
– ¡Perdone a mi hijo! -imploró el viejo en un susurro-. ¡Perdone a mi hijo! Benjamín Jansen le suplica de rodillas que tenga piedad.
El sargento Sturm alzó la mano para detener a un miliciano que se acercaba con su perro y sacó su pistola, una Luger bien aceitada.
– Vuelve a la formación -gruñó-. Si no, tú ocuparás su lugar.
– ¡Sí! -dijo el viejo-. ¡Es lo que le pido! -Se levantó y saltó de un pie a otro como un loco. -¡Yo ocuparé su lugar!
Sturm le dio un empujón:
– No eres lo que necesitamos. -Apuntó la pistola al hijo: -¡Rápido!
El viejo Jansen hundió la mano en un bolsillo. El sargento Sturm apoyó el caño de la pistola en la frente del holandés, pero la mano temblorosa salió del bolsillo con un objeto que brilló como una estrella bajo los reflectores. El zapatero oyó que Sturm contenía el aliento.
La palma del holandés estaba llena de diamantes.
– Tómelos -susurró Ben Jansen-. A cambio de la vida de mi hijo .
El zapatero vio cómo se alteraba el rostro de Sturm. Adivinó los pensamientos que se agitaban en su cerebro. ¿Quién más había visto los diamantes? ¿Cuánto valían? Una pequeña fortuna, sin duda. ¿Cuánto tiempo debería tenerlos en el bolsillo antes de ocultarlos en su cuarto?
– Son suyos -susurró el viejo, y acercó las piedras al bolsillo de Sturm.
La izquierda del sargento aferró los diamantes.
El zapatero se crispó. Sabía lo que sucedería. Vio que el dedo de Sturm empezaba a apretar el disparador de la Luger…
– ¿Qué pasa ahí? -preguntó una voz autoritaria.
El sargento Sturm se enderezó cuando el comandante Schörner miró sobre su hombro.
– Sí -dijo el doctor Brandt, quien se acercaba junto con Schörner-. ¿Cuál es el problema, Hauptscharführer ?
Sturm carraspeó:
– Este viejo judío quiere ocupar el lugar de su hijo.
– Imposible -contestó Brandt con fastidio, y se volvió hacia la puerta principal.
– Se lo ruego, Herr Doktor -imploró el viejo. Había tenido la astucia de usar el título preferido de Brandt. -Mi hijo tiene hijos muy jóvenes que lo necesitan. Herr Doktor , ¡Marcus es abogado! Yo no soy más que un viejo sastre remendón inútil. ¡Lléveme a mí en su lugar!
Klaus Brandt giró sobre sus talones y miró al viejo con una sonrisa sardónica.
– Aquí un buen sastre vale diez veces más que cualquier abogado. -Señaló el uniforme andrajoso de un prisionero, bajo el cual asomaba la piel azul de frío. -¿De qué le sirve un abogado?
Se volvió y se alejó.
Benjamín Jansen lo miró con ojos alterados por el terror.
– Pero, Herr Doktor…
– ¡ Silencio ! -rugió Sturm, y extendió el brazo para aferrar a Marcus Jansen, que abrazaba a sus hijos.
El viejo tembló como un espástico. Aferró el faldón de la chaqueta gris de Schörner:
– Sturmbannführer , llévese la mitad de los diamantes. Lléveselos todos.
Schörner se volvió y frunció el entrecejo:
– ¿Diamantes?
– Estoy listo -dijo Marcus Jansen. El joven holandés salió resueltamente de la formación. Su esposa se arrodilló para abrazar a los niños.
El sargento Sturm tomó la manga del abogado y lo apartó.
Ben Jansen crispó los puños, lanzó un alarido y dio un paso hacia el comandante Schörner, luego se volvió a su derecha en dirección al doctor Brandt.
El zapatero sintió un impulso incontrolable. A pesar del riesgo, lanzó un puñetazo que tomó a Ben Jansen en la mandíbula. El viejo holandés cayó de espaldas sobre la nieve en el mismo instante en que el zapatero volvía a pararse rígidamente en su lugar.
Todo fue tan rápido que nadie supo qué hacer. El sargento Sturm había estado a punto de matar al viejo. Ahora titubeaba, su vista se paseaba del zapatero a Schörner y luego a Brandt, que había girado para ver qué sucedía. Marcus Jansen vio horrorizado que la pistola de Sturm apuntaba a la cabeza de su padre.
Un bocinazo repentino salvó la vida de Benjamin Jansen. El eco estridente reverberó sobre la nieve como un clarín marcial.
– ¡Llegó el Reichsführer ! -exclamó el sargento Sturm para que todos se volvieran al portón de entrada.
Casi todos lo hicieron. Pero mientras Klaus Brandt se dirigía hacia el portón a la cabeza de una formación de honor SS y el zapatero se preguntaba si de veras había oído la palabra Reichsführer , el comandante Wolfgang Schörner susurró:
– Abra la mano izquierda, Hauptscharführer .
– ¡La selección! -exclamó Sturm-. ¡Debo terminar la selección!
La mano de Schörner aferró la gruesa muñeca de Sturm:
– Hauptscharführer , le ordeno que abra la mano izquierda.
– Zu befehl, Sturmbannführer ! -dijo Sturm con voz alterada por el miedo y la furia. Ya se acercaba el rugido de los motores. Abrió la mano.
No tenía nada en ella.
El comandante Schörner la miró un instante.
– Firme, Hauptscharführer -ordenó. Sin vacilar hundió la mano en el bolsillo del pantalón de Sturm. En su rostro asomó una expresión de tristeza. Hurgó en el bolsillo, sacó la mano y la abrió a centímetros de la cara del sargento.
Los diamantes lanzaron destellos de fuego azul.
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