– ¿A dónde? Se refiere a Alemania, ¿no?
Leibovitz se enderezó en la silla.
– Sí -contestó con voz ronca, pero resuelta-. La Alemania nazi.
Hacía cuarenta minutos que los prisioneros del campo de Totenhausen estaban formados sobre la nieve dura mientras soplaba un glacial viento polar. Vestidos solamente con zuecos de madera y ropa de arpillera a rayas grises, formaban en cuadro de a siete en fondo por cuarenta de largo. Eran casi trescientas almas: viejos demacrados, madres y padres en la flor de la edad, jóvenes vigorosos, niños. Un bebé aquejado de cólicos lloraba sin cesar.
El Appell había sorprendido a todos. Las dos formaciones habituales para pasar lista -la de las siete y las diecinueve- ya habían pasado. Los prisioneros veteranos sabían que el cambio en la rutina no auguraba nada bueno. En el campo, todos los cambios eran para mal. A los cinco minutos de estar formados en la Appellplatz oyeron a los prisioneros polacos susurrar la temida palabra seleckja : selección. Por alguna razón, los polacos siempre se enteraban antes que nadie.
Los prisioneros más nuevos eran judíos. El día anterior los habían sacado a los bastonazos de un vagón de ferrocarril sin calefacción que los transportaba desde el campo de concentración de Auschwitz, donde los habían seleccionado de las hileras que bajaban de los trenes provenientes de rincones apartados de Europa occidental, principalmente de Francia y Holanda. Eran los últimos de los afortunados que habían escapado a las primeras deportaciones.
Su suerte se había acabado.
Uno de los judíos en primera fila no era un recién venido. Había pasado tanto tiempo en Totenhausen que los SS no lo llamaban por su nombre ni por su número sino por su oficio: Schuhmacher . Zapatero. Hombre delgado y fuerte de unos cincuenta y cinco años, de nariz aguileña y pelo gris, el zapatero no temblaba como los demás ni trataba de susurrar a quienes lo flanqueaban. Inmóvil, trataba de quemar la menor cantidad de calorías mientras observaba la escena.
El sargento mayor SS Gunther Sturm se pavoneaba frente a la formación de harapientos; por una vez estaba bien afeitado, y tenía el pelo rubio bien peinado sobre su cráneo puntiagudo. El zapatero vio que los chillidos del bebé provocaban un fastidio enorme al sargento. Estudiaba a Gunther Sturm desde hacía dos años y conocía los pensamientos que se agitaban detrás de los impasibles ojos grises: "¿Cómo logró la puta esa pasar la selección con el mocoso? Seguro que lo escondió bajo su falda. Los SS de Auschwitz se pasan la vida borrachos y los Kommandos de prisioneros son haraganes. ¿Cómo mierda van a ganar la guerra si se dejan engañar por una judía astuta?" La furia creciente de Sturm era de gran interés para el zapatero. En cualquier otra noche, el sargento habría estrangulado al bebé sin pensarlo dos veces. Esa vez, no. Para el zapatero, era un hecho significativo.
Esa noche era especial.
Estudió el impresionante despliegue de fuerza montado para asegurar que las actividades de la noche -cualesquiera que fuesen- se desarrollaran en orden. Ochenta rígidos milicianos de las SS Totenkopf-verbande , los Batallones de la Calavera, formaban en posición de firmes con sus uniformes pardos, los fusiles preparados por si algún estúpido recién venido trataba de ganar la alambrada. Tenían el respaldo de los dilectos pastores alemanes de Sturm -canes cruzados con lobos para acentuar sus instintos carniceros- y de las ametralladoras emplazadas en las dos torres que flanqueaban la entrada principal del campo.
Un portazo anticipó el arribo del superior inmediato de Sturm, el comandante Wolfgang Schörner. El jefe de seguridad de Totenhausen cruzó el patio con paso marcial y se detuvo a dos metros del zapatero. A diferencia de los guardias de la Calavera, vestía el uniforme gris de la Waffen SS. Llevaba un parche negro sobre la cuenca del ojo izquierdo: un recuerdo de su participación en la cruenta retirada desde Kursk -el punto de inflexión de la guerra en Rusia-y una Cruz de Hierro en el cuello.
Aunque tenía apenas treinta años, Schörner conocía por instinto la dinámica de la intimidación. Durante el Appell los prisioneros debían permanecer inmóviles, pero la masa humana había retrocedido levemente ante su llegada. El ojo sano del comandante Corner recorrió la primera fila de un extremo a otro en busca de algo o de alguien que para los prisioneros sólo podía ser materia de conjetura. Pocos tenían valor para soportar su mirada penetrante.
Uno de ellos era el zapatero.
Otro era una joven de unos veinticinco años, una judía holandesa llamada Jansen. A diferencia del zapatero, estaba acompañada por toda su familia: esposo, dos hijos, suegro. El zapatero los había visto llegar en el tren de la víspera. Le habían rapado la cabeza, pero sus grandes ojos castaños revelaban una lucidez largamente ausente de los de otras mujeres. Su coraje al devolverle la mirada a Schörner era admirable, pero era un gesto inútil. No tenía idea de la suerte que aguardaba a su familia.
El zapatero sí lo sabía. No necesitaba escuchar el murmullo de los polacos. Durante la tarde había visto que los SS daban grandes rodeos para no atravesar la zona de los depósitos de gas detrás de su cuadra. Por consiguiente, esa noche habría una selección. Y las selecciones eran de competencia exclusiva del Herr Doktor .
– Perdone, señor -susurró la joven holandesa en idish -, me llamo Rachel Jansen. ¿Cuánto tiempo más nos tendrán aquí con este frío?
– Cállese -aconsejó el zapatero sin mirarla-. Y haga callar a sus hijos, por el bien de ellos.
– ¡Silencio! -rugió el sargento Sturm, y los pastores alemanes empezaron a ladrar.
El zapatero alzó la vista al oír otro portazo. El teniente general SS Herr Doktor Klaus Brandt, comandante del campo de Totenhausen, apareció en la puerta trasera de su vivienda enfundado en su elegante uniforme gris claro de parada impecablemente planchado. Con paso lento y deliberado se dirigió a la Appellplatz donde lo aguardaban sus prisioneros. El zapatero lo miraba fascinado. Klaus Brandt tenía exactamente la misma edad que él -cincuenta y cinco años- y además, que se supiera, era el único comandante de un campo de concentración que al mismo tiempo ejercía como médico. Lo habían intentado en otro campo, pero el médico elegido resultó ser un pésimo administrador. Todo lo contrario de Brandt. Ese prusiano semicalvo y regordete era un perfeccionista obsesivo. Algunos lo consideraban un genio.
El zapatero sabía que era un demente.
También el hecho de que vistiera el uniforme de las SS indicaba que la ocasión era especial. Klaus Brandt se consideraba un médico antes que un soldado, y generalmente vestía un guardapolvo blanco de laboratorio sobre un traje civil. Exigía que sus subordinados lo llamaran Herr Doktor en lugar de Herr Kommandant . Desde luego, tal vez vestía el uniforme simplemente porque era más abrigado.
Hacía tiempo que no soplaba un viento tan frío. Esa tarde el zapatero había visto a los SS encender fogatas debajo de los vehículos para impedir que el aceite se congelara en el cárter.
Cuando Brandt se encontraba a diez pasos de la formación, el sargento Sturm chocó los talones y gritó:
– ¡Prisioneros formados, Herr Doktor !
Brandt asintió brevemente. Miró su reloj y dijo unas palabras al comandante Schörner. Éste miró el suyo y se volvió hacia el portón del campo, a cuarenta metros. Uno de los centinelas meneó la cabeza. Schörner miró a Brandt y alzó las cejas.
– Empecemos, Sturmbannführer -dijo Brandt.
El comandante Schörner hizo un breve gesto con la cabeza al sargento Sturm. Éste fue al extremo de la formación y empezó a sacar hombres. El zapatero vio que la selección era distinta de todas las que había conocido. En general, el criterio de selección era evidente: por ejemplo, elegían hombres de determinada talla, o mujeres que tenían su período menstrual. El zapatero jamás había visto que se llevaran a más de diez adultos de una sola vez, por una razón sencilla: la cámara de pruebas de Brandt no admitía un número mayor.
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