John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– Jodermehaspuestoperdidodeaguatevoyadarunapatadaenelculo.

– Lo siento -se disculpó Curtis.

– Másvalequelosientasovasasentirlapatadaquetevoyadarenelculo.

«Ya, lo que tú digas, chiflado», pensó Curtis. Se imaginó por un instante dándole él una patada a Quinn en el culo, pero se quitó la imagen de la mente en el acto al volverse y ver que Quinn lo observaba sin pestañear con sus ojos castaños salpicados de puntos negros como tumores en las retinas. Curtis no creía que Quinn tuviera telepatía, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Curtis.

– Lo que deberíamos haber hecho después de inutilizarles el coche -contestó Benton-. Vamos a liquidarlos.

Curtis se estremeció. Recordó la imagen de la mujer muerta y lo que pesaba en el momento en que Quinn y él la metían en el maletero, mientras Benton y Quinn se reían por el pequeño detalle que habían añadido al trabajo. Willis y Harding los habían matado por la noche, y a Benton le tocaba enterrar los cuerpos, otro castigo por sus fracasos al principio de la semana. En lugar de eso, decidió meterlos en el maletero del coche, y ahora Curtis tenía la sensación de no poder quitarse el olor del perfume de la mujer de las manos y la ropa, ni siquiera con la lluvia.

– Nos han dicho que no intervengamos -recordó Curtis-. Son órdenes, órdenes del hijo del señor Leehagen.

– Ya, bueno, pero a esos dos gilipollas no se lo ha dicho nadie. ¿Y si Brooker los ha ayudado, o les ha dejado llamar por teléfono? ¿Y si ahora mismo hay gente viniendo hacia aquí? Joder, incluso es posible que hayan matado al viejo y su familia, y eso sí sería una auténtica tragedia. Son asesinos, ¿no? A eso se dedica esa clase de individuos. Mientras esperamos a que llegue un fantasma para hacer un trabajo que podríamos haber hecho nosotros de balde, esos dos andan por ahí sueltos. Mientras acaben muertos en sus tierras, Leehagen no pondrá ninguna pega.

Curtis no estaba tan seguro de que eso fuera una buena idea. Tendía a interpretar las órdenes del señor Leehagen al pie de la letra, aunque ahora que el señor Leehagen ya no podía moverse con facilidad, esas órdenes procedían casi siempre de su hijo, y éste les había dejado bien claro que debían abstenerse de actuar por lo que se refería a los dos hombres a quienes esperaban. Debían evitar los enfrentamientos, al menos los que pudieran tener consecuencias fatales. Debían quedarse sentados y esperar. En cuanto los dos hombres entrasen en las tierras de Leehagen debían contenerlos, nada más. En total habían asignado a quince hombres la misión de impedir que escaparan en cuanto cayeran en la trampa. Ahora Benton se proponía infringir las normas. Tenía el orgullo herido por los acontecimientos recientes, como Curtis sabía. Quería reparar el daño ante los Leehagen y, de paso, recobrar la seguridad en sí mismo.

Benton bebía un poco, eso era verdad, pero en general tenía más aciertos que errores, con o sin alcohol. Cuantas más vueltas le daba, más coincidía con Benton en que era absurdo esperar a que Ventura eliminara a los dos hombres. Pero la voluntad de Curtis siempre se tambaleaba al oír la voz que tenía más cerca y hablaba más alto. Si era cierto que el carácter de una persona poseía cualidades camaleónicas y cambiaba para adaptarse al entorno moral, sin duda ése era el caso de Curtis. Su opinión se tambaleaba con un estornudo.

Y así fue como Quinn, Curtis y Benton abandonaron la carretera y fueron en busca de los dos asesinos que pronto ya no asesinarían a nadie más. Hicieron un alto en el camino: en casa de Brooker para ver qué contaba. Curtis vio que el señor Brooker tenía tan buen concepto de Benton como Benton de él, pero, en comparación con la de su mujer, la opinión del señor Brooker en cuanto a Benton era muy generosa. Ella ni siquiera mostraba un asomo de elemental cortesía, y el hecho de que se presentaran armados no pareció amilanarla en absoluto. Era una mujer de cuidado, de eso no cabía duda.

Su hijo, Luke, apoyado en la pared, apenas parpadeaba. Curtis no sabía si veía con el ojo lechoso. Quizá sí veía, y el mundo aparecía ante él como si estuviera cubierto por un manto de muselina, con las calles pobladas de fantasmas. Curtis ni siquiera recordaba haber oído hablar una sola vez al hijo del señor Brooker. No había ido al colegio, al menos a un colegio normal y corriente, y la única vez que Curtis lo vio fuera de la casa de los Brooker fue en el pueblo con su padre, cuando el viejo los invitó a los dos a un helado en la heladería de Tasker. En cuanto a la niña, Curtis no sabía de dónde había salido. Quizá Luke había tenido suerte, por una vez en su vida, aunque era poco probable. Follar con Luke Brooker habría sido como follar con un zombi.

El señor Brooker les enseñó las armas que había arrebatado a los dos hombres, y a Benton se le iluminaron los ojos ante la perspectiva de una cacería fácil. Dio una palmada a Brooker en la espalda y le dijo que informaría al señor Leehagen de su actuación.

Cuando los tres se fueron, Brooker, sentado en silencio a la mesa de la cocina mientras su esposa amasaba detrás de él, intentó sobrellevar con indiferencia las olas de desaprobación que rompían contra su espalda.

Ángel y Louis oyeron la furgoneta antes de verla. Se hallaban en una hondonada entre dos elevaciones de campo abierto, uno de los pastizales, y tardaron un momento en establecer la dirección de donde llegaba el sonido. Louis trepó por la corta pendiente y, al mirar al este, vio avanzar a toda velocidad hacia ellos la Ranger por un camino de tierra que salía del bosque, procedente de la casa del viejo. Estaba aún demasiado lejos para identificar a los hombres de la cabina, pero Louis tenía la certeza de que sus intenciones no eran amistosas. Y de que Ventura no estaba entre ellos. No era su estilo. Por lo visto, las normas habían cambiado. Ya no se trataba de simple contención. Se preguntó si Thomas habría hecho una llamada, temeroso de lo que pudiesen hacer los intrusos aun desarmados. Quizá la noticia de que ya no llevaban armas había decantado la balanza contra ellos.

Louis sopesó las opciones. Ya no contaban con la protección del bosque. Sin embargo, al sudoeste se veía algo parecido a un viejo granero y, junto a él, la estructura abovedada de un montacargas de grano, con más bosque por detrás. Aquello era una incógnita.

Ángel se acercó a él.

– Vienen a por nosotros -dijo Louis. -¿Hacia dónde vamos? Louis señaló el granero. -Hacia allí. Y deprisa.

Benton llegó a lo alto de una pequeña colina. Casi justo enfrente, y a la misma altura, vio correr a sus presas. Uno de ellos, el negro alto, se detuvo por un segundo para volverse y mirarlos. Benton pisó el freno y, saltando de la cabina, agarró su rifle de caza Marlin del armero situado detrás del asiento. Hincó una rodilla en tierra, apuntó y disparó a la silueta, pero el hombre desaparecía ya al otro lado del promontorio, y la bala se perdió en el aire. Para entonces, Quinn y Curtis estaban detrás de él, aunque ninguno de los dos se había molestado en levantar su arma, Quinn porque llevaba una escopeta y Curtis porque su trabajo no consistía en matar a nadie, aunque llevase la pistola vieja de su padre, tal como le había ordenado el hijo del señor Leehagen.

– Maldita sea -se lamentó Benton, pero lo dijo riéndose-. Me juego cualquier cosa a que en su familia nadie ha corrido tanto desde que le enseñaron una soga con un lazo allá en el viejo sur.

– ¿Cómo sabes que es del sur? -quiso saber Curtis. Parecía la pregunta lógica.

– Es un presentimiento que tengo -contestó Benton-. Un negro no elige un oficio así si no arrastra un resentimiento que viene de lejos. Ése busca la manera de devolvérsela al hombre blanco.

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