El Detective se aproximó a Tony y Jackie, que estaban junto al hombre caído en tierra. Jackie recogió el rifle y lo lanzó entre los árboles. El herido gemía en voz baja y se sujetaba el muslo derecho. Tenía la pierna retorcida por la rodilla y el pie en un ángulo antinatural respecto a la articulación. El Detective hizo una mueca al verlo. Se arrodilló en la hierba y se inclinó para hablar al oído del hombre.
– Eh -dijo-. ¿Me oyes?
El hombre asintió. Enseñaba los dientes en un gesto de dolor.
– La pierna… -dijo.
– Se te ha roto. No podemos hacer nada, aquí no.
– Me duele.
– No me extraña.
Para entonces, Paulie había dado la vuelta al cuatro por cuatro y se detenía en la carretera por encima de ellos. El Detective le indicó que se quedara allí vigilando, y Paulie se dio por enterado con una seña.
– ¿Lleváis algo para el dolor en el cuatro por cuatro? -preguntó el Detective a Tony.
– Hay un Jack Daniel's -contestó Tony. Pensó por un momento-. Y unas cuantas pastillas y demás. Los médicos nos dan tantas cosas que no sé ni para qué sirven. Iré a mirar en la guantera.
Se alejó con paso pesado. El Detective volvió a centrar la atención en el herido.
– ¿Cómo te llamas?
– Fry. -El hombre consiguió pronunciar la palabra entre jadeos-. Eddie Fry.
– Vale, Eddie. Quiero que me escuches bien. Vas a explicarme qué está pasando aquí exactamente y después te daré algo para el dolor. Si no me dices lo que quiero saber, uno de estos grandullones te pisará la pierna. ¿Queda claro?
Fry asintió con la cabeza.
– Buscamos a unos amigos nuestros. Dos hombres, uno negro y otro blanco. ¿Dónde están?
Eddie Fry mecía el tronco, como si así pudiera bombear parte del dolor de la pierna para eliminarlo.
– En el bosque -dijo-. Lo último que hemos sabido era que estaban al oeste de la carretera interna de circunvalación. Nosotros no los hemos visto. Nuestra misión consistía en ofrecer apoyo por si conseguían atravesar el cordón.
– Han venido con más gente. Dos de ellos están muertos allí en el puente. ¿Qué ha sido de los demás?
Saltaba a la vista que Fry era reacio a contestar. El Detective se volvió hacia Jackie.
– Jackie, písale un poco el pie.
– ¡No! -Eddie Fry levantó las manos en actitud de súplica-. ¡No, eso no! Están muertos. No los hemos matado nosotros, pero están muertos. Yo sólo trabajo para el señor Leehagen. Antes cuidaba el ganado. No soy un asesino.
– Sin embargo, intentabas matar a nuestros amigos.
Fry negó con la cabeza.
– Nos ordenaron que no los dejáramos marchar, pero no debíamos hacerles daño. Por favor, la pierna…
– Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo. ¿Por qué no debíais matarlos?
Fry empezó a perder el sentido. El Detective lo abofeteó con fuerza en la mejilla.
– Contesta.
– Otra persona. -Fry tenía el rostro contraído por el dolor y sudaba de tal modo que ni siquiera la lluvia podía impedir que lo cegara la sal-. Debía matarlos otro. Ése era el acuerdo.
– ¿Quién?
– Ventura. Va a matarlos Ventura.
– ¿Quiénes Ventura?
– ¡No lo sé! Te juro por Dios que no lo sé. Ni siquiera lo conozco. Está por aquí, en algún sitio. Va a darles caza. Por favor, por favor, la pierna…
Willie Brew se había reunido con ellos. Muy pálido, permanecía a un lado, escuchando. Toni Fulci regresó con dos bolsas de plástico transparente llenas a rebosar de fármacos. Las dejó en el suelo y empezó a revolver los envases y frascos, examinando los nombres genéricos y desechando los que no consideraba útiles para el caso.
– Bupirona: ansiolítico -dijo-. Nunca nos han servido de nada. Clozapina: antipsicótico. Ni siquiera recuerdo haberlo tomado. Trazodona: antidepresivo. Ziprasidona: otro antipsicótico. Loxapina: antipsicótico. Tío, parece como si hubiera una lógica…
– Oye, que no tenemos todo el día -apremió el Detective.
– No quiero darle algo y que luego no vaya bien -adujo Tony.
Willie tuvo la impresión de que se enorgullecía de sus conocimientos farmacológicos.
– Tony, por lo que se ha visto, nada de eso va bien.
– Ya, en nuestro caso no. Pero en el suyo a lo mejor sí. Mira: florazepán. Es un sedante, y aquí también hay un poco de eszopiclona. Hazle un cóctel con esto. -Sacó un botellín de Jack Daniel's del bolsillo de la cazadora y se lo entregó al Detective junto con cuatro pastillas.
– Eso parece mucho -observó Jackie-. No queremos matarlo.
Willie miró a los muertos en la cabina manchada de sangre y luego otra vez a Jackie.
– ¿Qué? -dijo Jackie.
– Nada -contestó Willie.
– No es lo mismo -aclaró Jackie.
– ¿El qué?
– Pegarle un tiro a alguien que envenenarlo.
– Supongo que no -dijo Willie.
Empezaba a arrepentirse de haber ido. Más sangre, más cadáveres, un herido tumbado en la hierba en pleno sufrimiento. Había oído a Eddie Fry: no era un asesino, era sólo un labriego obligado a prestar un servicio. Quizá Fry sabía lo que los otros pretendían, y en ese sentido tenía cierta responsabilidad, pero estaba fuera de su elemento con hombres como el Detective. Fry y sus amigos eran corderos de camino al matadero. Willie no se esperaba que las cosas se desarrollaran así. No sabía bien qué se había esperado, y se dio cuenta, una vez más, de lo ingenuo que había sido. Allí él estaba tan fuera de lugar como el propio Fry. Willie no se había comprometido a matar a nadie, pero estaban muriendo hombres.
El Detective entregó los comprimidos a Fry y luego le aguantó la botella para que se los pudiera tragar acompañados de Jack Daniel's. Dio la botella al herido y se acercó a la cabina de la furgoneta accidentada. Abrió la puerta del acompañante y retiró las armas. Luego encontró una de las radios. Parecía intacta, pero cuando la levantó, la tapa trasera se desprendió y quedaron a la vista las entrañas destrozadas. Irritado, la lanzó al bosque y después miró hacia el oeste.
– Están allí, en algún sitio -dijo-. La cuestión es cómo encontrarlos.
El hombre apoyado en el techo del Ford Ranger estaba empapado. Se llamaba Curtis Roundy, y si alguien agitaba un palo delante de él, podías apostar cinco contra veinte a que Curtis siempre encontraría la manera de agarrarlo por la punta manchada de mierda, o al menos esa impresión tenía él. Por mucho que se esforzara en evitar situaciones en las que debía sacrificar su comodidad y satisfacción personales por el concepto que otro tenía del bien mayor, Curtis acababa inevitablemente con un tenedor en la mano cuando caía sopa del cielo, o experimentando un suave goteo de orina en la espalda mientras le aseguraban que en realidad era lluvia. Al menos eso sí era sólo lluvia, y el poncho lo resguardaba un poco, pensó con los prismáticos ante los ojos y los pies chapoteando dentro de las botas.
Así y todo, no era un gran consuelo. Se habría sentido mucho más a gusto sentado en la cabina en lugar de estar a la intemperie expuesto a los elementos, pero Benton y Quinn no eran la clase de hombres que se atenían a razones o se preocupaban mucho por el bienestar ajeno. No contribuía a mejorar las cosas el hecho de que Curtis fuera quince años menor que ellos y pesara mucho menos que cualquiera de los dos, con lo que no le quedaba más remedio que dejarse mangonear en tales situaciones. Entre todos los hombres con quienes podía haber formado equipo, no había ninguno peor que Benton y Quinn. Eran miserables, mezquinos e imprevisibles en el mejor de los casos, pero Benton, después de sus experiencias en la ciudad y de la reacción del hijo de Leehagen a su regreso, se había convertido en un auténtico animal. Tomaba una pastilla detrás de otra para el dolor del hombro y la mano, y había tenido un desagradable enfrentamiento con el tal Ventura, de resultas del cual lo habían exiliado al monte, viéndose excluido de lo que estaba por venir. Curtis había oído parte de la conversación y visto la mirada que Ventura lanzó a Benton cuando éste salió de la casa hecho una furia. El asunto entre ellos no había quedado zanjado ni remotamente, y si bien Curtis se reservó su opinión, no auguraba a Benton un feliz desenlace en futuros encuentros. Desde entonces Benton hervía en cólera, y Curtis casi oía el borboteo de la lenta ebullición.
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