Edgar Roundy, el padre de Curtis, había trabajado en la mina de talco del señor Leehagen, y aunque murió infestado de tumores, ni una sola vez echó la culpa de lo ocurrido a su jefe. El señor Leehagen le puso un plato en la mesa, un coche delante de casa y un techo sobre la cabeza. Cuando lo invadió el cáncer, lo atribuyó a la mala suerte. No era tonto. Sabía que el trabajo en una mina, ya fuera de talco, sal o carbón, no iba a proporcionarle una vida larga y feliz. Cuando la gente empezaba a hablar de demandar al señor Leehagen, Edgar Roundy se daba media vuelta y se marchaba. Eso hizo hasta que ya no podía andar, y entonces murió. A cambio de su lealtad, el señor Leehagen dio al hijo de Edgar un empleo que no implicaba la ingesta de amianto para ganarse la vida. Edgar, si aún viviese, se habría conmovido ante semejante gesto.
Curtis tenía inteligencia suficiente para saber que se había librado de una buena cuando la mina cerró y el señor Leehagen consideró oportuno ofrecerle una ocupación alternativa. Eran muchos los que en otro tiempo habían trabajado para los Leehagen y ahora se las arreglaban con la clase de pensiones que los condenaban al menú familiar de Kentucky Fried Chicken y hamburguesas de serrín como base de su dieta. No sabía bien por qué le había sonreído la fortuna a él y no a otros, aunque podía deberse en parte a que el viejo señor Leehagen, cuando gozaba de mucha mejor salud, hacía alguna que otra visita recreativa a la señora Roundy mientras su marido, con un arranque de tos perruna tras otro, sacrificaba la vida en la mina en medio de la mugre y el polvo. El señor Leehagen era el amo y señor de todo lo que se veía hasta donde alcanzaba la vista, y no habría sido impropio de él acogerse a una nueva versión del derecho de pernada, la ancestral prerrogativa de las clases dominantes, si le venía en gana y había a mano una mujer que se prestase. Curtis no se daba por enterado de las antiguas visitas diurnas del señor Leehagen, o al menos se había convencido de que no lo sabía, si bien hombres como Benton y Quinn eran muy capaces de sacarlo a relucir cuando necesitaban un poco de diversión. La primera vez que lo hicieron, Curtis respondió a sus pullas lanzándole un puñetazo a Benton, y casi lo muelen a palos por tomarse la molestia. Curiosamente, Benton empezó a respetarlo un poco más como consecuencia de aquello. Así se lo dijo a Curtis mientras lo golpeaba una y otra vez en la cara.
En ese preciso momento Benton y Quinn estaban como cubas. Al señor Leehagen y su hijo no les haría ninguna gracia enterarse de que bebían en horas de trabajo. Michael Leehagen había insistido en la importancia de contener a los dos intrusos. Todos debían permanecer alertas, había dicho, y todos debían obedecer sus órdenes. Una vez concluido el trabajo, habría gratificaciones para todos. Curtis no quería ver peligrar su gratificación. Para él, contaba hasta el último centavo. Tenía que alejarse de todo aquello: de los Leehagen, de hombres como Benton y Quinn, del recuerdo de su padre marchitándose a causa del cáncer y resistiéndose sin embargo a escuchar cualquier crítica contra Leehagen, el hombre que negaba la existencia real de la enfermedad que estaba matándolo. Curtis tenía amigos en Florida que se ganaban un buen dinero como tejadores, a lo que contribuía el hecho de que cada año, debido a los huracanes, volvían a requerirse sus servicios. Le permitirían participar como socio, siempre y cuando aportase algo de capital. Curtis había ahorrado casi cuatro mil dólares, y el señor Leehagen le debía otros mil, sin contar la posible gratificación que recibiría por el trabajo actual. Se había fijado la meta de reunir siete mil: seis mil para entrar en el negocio de tejados, y mil para cubrir gastos una vez en Florida. Ahora ya estaba cerca, muy cerca.
El repiqueteo de la lluvia en la capucha del poncho empezaba a provocarle dolor de cabeza. Se apartó los prismáticos de los ojos para descansar la vista, cambió de posición en un vano esfuerzo por estar más cómodo y reanudó su labor de vigilancia.
Advirtió un movimiento al sur en el linde del bosque: dos hombres. Golpeteó el techo para avisar a Quinn y Benton. La ventanilla del acompañante se abrió, y a Curtis le llegó el olor del alcohol y el humo del tabaco.
– ¿Qué pasa? -Era Benton.
– Los veo.
– ¿Dónde?
– No lejos de la casa de los Brooker, avanzando en dirección oeste.
– Detesto a ese viejo cabrón, a él, a su mujer y al bichejo de su hijo -dijo Benton-. El señor Leehagen tendría que haberlos despachado de sus tierras hace tiempo.
– Seguro que el viejo no los ha ayudado -afirmó Curtis-. Sabe lo que le conviene.
Aunque no tenía tan claro que eso fuera verdad. El señor Brooker era un hombre de mal carácter, y tanto él como su familia evitaban cualquier trato con los hombres que trabajaban para el señor Leehagen. Curtis no entendía por qué el señor Brooker no vendía su propiedad y se marchaba, pero imaginaba que también eso formaba parte de su mal carácter.
– Sí -dijo Benton-. El viejo Brooker puede ser un tocacojones, pero no es tonto.
Asomó una mano por la ventanilla con una botella de aguardiente casero y se la ofreció a Curtis. Aquél era el brebaje elaborado por el propio Benton. Quinn, todo un experto en tales asuntos, opinaba que aquél, para ser un alcohol de grano primitivo, era tan bueno como cualquiera de los que podían comprarse en los alrededores, aunque eso no era mucho decir. No provocaba ceguera, ni hacía orinar sangre, ni causaba ninguno de los desafortunados efectos secundarios que a veces acompañaban el consumo de un matarratas casero, y eso, a juicio de Quinn, lo convertía en una bebida de alta calidad.
Curtis alcanzó la botella y se la llevó a la boca. Sólo de olerlo le dio vueltas la cabeza y al instante pareció exacerbarse el dolor dentro de su cráneo, pero de todos modos bebió. Tenía frío y estaba empapado. El aguardiente no podía empeorar las cosas. Por desgracia, sí las empeoró. Fue como tragar fragmentos de cristal caliente que habían estado largo tiempo en un viejo depósito de gasolina. En un arranque de tos escupió la mayor parte sobre el metal a sus pies, donde el agua de lluvia hizo lo posible por diluirlo y llevárselo.
– A la mierda -dijo Benton. El motor se puso en marcha-. Entra aquí, Curtis.
Curtis bajó de un salto y abrió la puerta del acompañante. Quinn mantenía la mirada fija al frente, con un cigarrillo colgando de los labios. Medía por encima del metro ochenta, unos diez centímetros más que Curtis, y tenía el pelo negro y corto con la consistencia del alambre de fusible. Quinn era el mejor amigo de Benton desde el colegio. Hablaba poco, y prácticamente no decía más que tacos. Parecía haber aprendido todo su vocabulario en las paredes de los lavabos de hombres. Cuando abría la boca, hablaba deprisa, brotándole las palabras en sartas de amenazas y obscenidades ininterrumpidas, sin el menor respiro. Mientras Benton cumplía condena en la Penitenciaría de Ogdensburg, Quinn estaba internado en el Psiquiátrico de Ogdensburg, a la vuelta de la esquina. Ésa era la diferencia entre ellos dos. Benton era malévolo, pero Quinn estaba como un cencerro. Curtis le tenía un miedo atroz.
– Eh, apártate -dijo Curtis. Se subió a la cabina, esperando que Quinn se corriese, pero no lo hizo.
– ¿Quécoñotecreesqueestáshaciendo? -preguntó Quinn. Pronunció las palabras tan atropelladamente que Curtis tardó unos segundos en entenderlo.
– Pretendo subirme a la cabina.
– Siéntateenelmediojoderyonomemuevogilipollasdemierda.
– Vale ya de chorradas, tío -terció Benton-. Deja pasar al chico.
Quinn apartó las rodillas un milímetro a la izquierda y dejó a Curtis el espacio justo para pasar apretujándose.
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