Pero la tarea de acabar con ellos dos no se había asignado a los hombres de la carretera, ni a ninguno de su clase. Parecía reservada a otro; faltaba por ver quién sería, pero Louis tenía sus sospechas.
Al sudoeste estaban las vaquerizas, el granero con su coche y la casa de Leehagen. ¿Era allí donde se suponía que deberían haber muerto, pillados por sorpresa al entrar en la finca, creyendo que quienes dormían dentro desconocían su presencia? En tal caso, su verdugo habría estado esperándolos allí, y al final tendría que salir a por ellos si ellos no iban a por él. Louis casi había abandonado toda intención de llegar a Leehagen. Estaría protegido, y ya no contaban con el factor sorpresa, y menos pensando que en realidad no había existido ni siquiera al comienzo. Pero ahora había empezado a replanteárselo. Ahora atacar a Leehagen sería al menos una acción inesperada. Los estaban conteniendo esencialmente en la sección este, por donde pasaba la carretera principal, con la idea de que intentarían abrirse paso hasta ella y desde allí buscarían una vía de escape. Louis no sabía hasta qué punto eran realistas sus probabilidades por ese lado. Había una gran distancia que cubrir a pie, e incluso si encontraban un coche y trataban de romper el cordón, se las verían con una persecución motorizada por parte de hombres bien armados y con tramos de carretera elevada, fáciles de bloquear. En cuanto al transporte, su mejor opción era apoderarse del vehículo de alguno de los equipos y contar con que el sistema de comunicaciones no fuese tan rígido como para que cualquier ruptura en el protocolo o la rutina se advirtiesen de inmediato.
Pero si iban al oeste, hacia Leehagen, quedarían atrapados entre dos líneas: los hombres al este y la protección que Leehagen mantuviese cerca de la casa. Y más allá, el lago impedía la retirada, a menos que robaran un bote, cosa que les sería útil sólo en el supuesto de que lograran abrirse camino entre las rocas que Leehagen había plantado en el lecho del río, y en el supuesto también de que pudieran repeler a los hombres de Leehagen, porque lo que sí estaba claro era que serían incapaces de matarlos a todos.
La granja en medio del bosque, que Louis recordaba de las imágenes por vía satélite, ofrecía otra opción. Podían pedir ayuda por teléfono y parapetarse dentro con la esperanza de mantener a raya a sus perseguidores hasta el momento del rescate. Le debían favores: podía contar con la llegada de un helicóptero en menos de una hora. Sería un aterrizaje complicado, pero los hombres a quienes Louis llamaría estaban habituados a eso.
Llegaron a la granja. Era una casa de dos plantas pintada de rojo, aunque con el tiempo había perdido color y ahora era de un marrón desvaído, de manera que parecía de hierro oxidado, como un fragmento de barco desgajado de la estructura principal y abandonado allí, cerca del agua, para que se pudriera. Se accedía a ella por un camino de tierra cuya existencia Louis había dado por supuesto pese a quedar oculto entre los árboles en las fotografías vía satélite. En el jardín, convertido en huerto, no había césped. A su derecha, las gallinas cloqueaban invisiblemente en su gallinero, rodeado de una alambrada para impedir el paso a los depredadores. A su izquierda se alzaba una vieja leñera, con la puerta abierta y los troncos ya amontonados y tapados dentro en previsión del invierno. Detrás, salía humo blanco a ráfagas de una caldera verde de leña.
Dentro de la casa se veía luz y la chimenea también humeaba. Junto a la puerta trasera había aparcada una furgoneta vieja con una jaula de madera en la caja. Apestaba a excremento animal.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Ángel, pero la pregunta se contestó por sí sola. Se abrió la puerta trasera y apareció una mujer en el porche cubierto. Aparentaba algo más de cuarenta años, pero vestía como si fuera mucho mayor y tenía demasiadas canas para su edad. En su rostro se traslucía una vida dura, decepciones, esperanzas y sueños que se le habían escurrido como polvo entre las manos.
Al mirar a los dos hombres, vio sus armas y habló.
– ¿Qué quieren? -preguntó.
– Refugio, señora -contestó Louis-. Usar el teléfono. Ayuda.
– ¿Tienen por costumbre pedir ayuda con armas en la mano?
– No, señora.
– Podría decirse que somos víctimas de las circunstancias -intervino Ángel.
– Pues yo no puedo ayudarlos. Váyanse, más les vale que sigan su camino.
Louis no pudo por menos de admirar su valor. Pocas mujeres se habrían atrevido a mandar a paseo a dos hombres armados.
– Disculpe, señora -dijo-. Me temo que no entiende la situación.
– La entendemos perfectamente -dijo una voz detrás de él. Louis no se movió. Sabía lo que vendría a continuación. Al cabo de un momento sintió en la espalda el contacto del doble cañón-. ¿Sabes qué es esto, hijo?
– Sí.
– Bien. Pues suelta el arma. Tu amigo puede hacer lo mismo.
Louis obedeció, dejó caer la Steyr pero acercó la mano derecha a la Glock que llevaba al cinto. Aparecieron unos dedos pequeños que se llevaron la Steyr, y acto seguido hicieron lo mismo con el arma de Ángel.
– Como muevas la mano un centímetro más, hijo, te aseguro que no vivirás para sentir la próxima gota de lluvia en la cara.
Louis detuvo la mano en el acto. Lo cachearon bruscamente y le quitaron la Glock. La misma voz preguntó a Ángel dónde tenía la pistola, y él contestó enseguida y sin mentir. Mirando de reojo a su izquierda, Louis vio a un joven alto registrar a Ángel y retirar la pistola de su cintura. Habían quedado desarmados.
Oyó unas pisadas que retrocedían detrás de él. Se volvió despacio. Ángel miraba ya a los dos hombres que habían salido de detrás de la leñera. Uno de ellos, sesentón, se protegía de la lluvia con un sombrero de piel de ala ancha. El más joven, el que los había cacheado, rondaba los treinta años y tenía la cabeza al descubierto. Llevaba el pelo al cepillo y la lluvia resbalaba como lágrimas por su rostro intensamente pálido y surcado de venas azules. Parecía no tener retina en el ojo izquierdo, que era todo blanco, igual que su piel, como si algo venenoso se hubiese filtrado desde ésta en el globo ocular, despojándolo de color. Los dos iban armados, el mayor con una escopeta de cartuchos, el más joven con una carabina de aire comprimido. Entre los dos había una niña de no más de siete u ocho años con un impermeable de Mickey Mouse y unas botas de vivo color rojo, atuendo que en ese contexto quedaba fuera de lugar. A sus pies se hallaban las armas que acababan de quitarles a Ángel y Louis. No parecía alarmada por las armas, ni por el hecho de que los dos hombres que la acompañaban tuviesen encañonados a los visitantes.
– Deberíais haberos quedado en Nueva York -dijo el viejo.
– ¿Cómo sabe usted que venimos de Nueva York? -preguntó Ángel.
– Rumores. Esperaban vuestra visita. La única duda era cuándo.
– ¿Quiénes?
– El señor Leehagen y sus hombres.
– ¿Trabaja usted para Leehagen?
– Por aquí todo el mundo trabaja para el señor Leehagen, de una manera o de otra. Si no te paga él directamente, vives de lo que paga a otros. -Miró a la niña-. Vete con la abuela, cariño.
La niña sorteó las piernas del más joven y fue a buscar refugio en la casa, brincando y chapoteando en los charcos que se formaban en el suelo irregular. Subió por los peldaños del porche y se quedó junto a su abuela, que le rodeó los hombros con mano protectora. La pequeña sonrió a la mujer y luego batió palmas en un gesto de placer y emoción. Ángel se preguntó quién sería el padre. No creía que fuera el más joven de los dos hombres, el individuo pálido del ojo descolorido. Era demasiado guapa para ser de él, demasiado vivaz. Él parecía un cadáver que aún no se había dado cuenta de que estaba muerto.
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