John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Ángel y él estaban tan cerca que casi podían tocarse.

– Yo voy a la de tres, y tú a la de cuatro -susurró Louis. La pequeña diferencia de tiempo los convertiría en un blanco más difícil si la carretera estaba vigilada, ya que el segundo hombre captaría la atención, apartándola del primero, sembrando confusión suficiente para darles una mínima ventaja. Levantó los dedos índice y medio de la mano derecha, formando una V-. Yo voy por la izquierda, tú por la derecha. No pares hasta llegar a los árboles.

Ángel asintió. Permanecieron agachados hasta el linde del bosque, y entonces Ángel vio a Louis mover los labios al contar. Uno. Dos.

Tres.

Louis echó a correr hacia la carretera. Un segundo después, Ángel estaba también en movimiento, alejándose de su compañero, avanzando de nuevo en zigzag, pero no con la misma intensidad que antes, concentrado en dejar atrás cuanto antes la carretera, donde sería más vulnerable.

Ni siquiera llegaron allí donde el terraplén empezaba a ascender. La primera bala levantó una nube de polvo a escasos centímetros de los pies de Ángel. La segunda y la tercera se incrustaron en la carretera, y después el fuego a discreción se convirtió en una descarga cerrada, obligándolos a retroceder hacia el bosque. Se echaron cuerpo a tierra y devolvieron el fuego con las Steyr, apuntando hacia los fogonazos, en ráfagas breves a fin de ahorrar munición. Louis vio correr una silueta agachada, vestida con una guerrera verde de combate. Disparó, pero el hombre siguió adelante. Estaba fuera del reducido alcance de las Steyr.

– No dispares más -indicó a Ángel cuando los dos agotaron sendos cargadores, y Ángel obedeció al instante, volviendo a cargar con la cara apretada contra el suelo.

El tiroteo desde el otro lado de la carretera no cesó, y sin embargo los disparos no se oían más cerca. Los agresores se contentaban con arrancar corteza de los árboles detrás de ellos -tan alto por encima de sus cabezas que difícilmente causarían el menor daño siempre y cuando Ángel y Louis permaneciesen a ras de suelo-, o con levantar nubes de polvo y grava en la superficie de la carretera. Lentamente, los dos se pusieron a cubierto entre los árboles.

Sólo entonces se interrumpió el fuego, aunque todavía les zumbaban los oídos por el ruido. Ahora ya los veían: una hilera de tres hombres envueltos en ponchos con capucha, apenas visibles en el bosque al otro lado de la carretera. Uno sostenía el fusil cruzado ante el pecho mientras los otros, apoyados contra los árboles a su izquierda y derecha, mantenían los suyos apuntados hacia sus blancos. No parecía preocuparles que Ángel y Louis los viesen. Entonces aparecieron más hombres procedentes del norte y el sur, siguiendo la carretera, y ocuparon posiciones entre los árboles. Algunos incluso parecían sonreír. Era un juego, y estaban ganando. Ángel soltó la Steyr y levantó la Glock, pero Louis tendió la mano para indicarle que no abriera fuego.

– No -dijo.

«Se han apostado a lo largo de la carretera», pensó Louis. «Sabían de dónde veníamos y han deducido por dónde saldríamos. Quizá la línea era más abierta un poco más al este o el oeste, pero sabían que enseguida podían reforzarla.»

En algún lugar al otro lado de la carretera oyó crepitar una radio, pero el sonido quedó ahogado por el ruido de un vehículo que se acercaba, y un camión de plataforma apareció desde el sur y se detuvo a diez o quince metros de donde se hallaban arrodillados Ángel y Louis. Vieron las siluetas de dos hombres en la cabina. El camión permaneció al ralentí. Nadie se movió.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -preguntó Ángel.

Pero Louis no contestó. Hacía cálculos mentales: tiempos, distancias, armas. Evaluó las probabilidades de matar a los dos hombres del camión si, al amparo del bosque, se encaminaban hacia el sur. No era imposible, pero las probabilidades de escapar de los perseguidores que de forma ineluctable irían detrás de ellos eran menos favorables: casi nulas, pensó.

Aun así, esa situación no podía prolongarse indefinidamente. Estaban conteniéndolos con algún fin. Se preguntó si se acercaban ya otros hombres por detrás, atajándoles la huida. Eran como zorros que, al escapar de los cazadores, descubren obstruida la entrada a su guarida y se ven obligados a volverse y plantar cara a los perros.

– Volvemos atrás -dijo.

– ¿Cómo?

– Han cerrado el paso en la carretera, de momento. También saben dónde estamos, y eso no es bueno. Seguiremos en el bosque mientras podamos. Hay una casa al nordeste. Se veía en las fotografías vía satélite. Tal vez allí podamos echarle mano a un coche o una furgoneta, o al menos a un teléfono.

– Podríamos llamar a la policía para que vengan a rescatarnos -dijo Ángel-. Les diremos que hemos venido a matar a alguien por equivocación.

Empezó a llover. Las gruesas gotas producían un ruido sordo en las hojas por encima de ellos. Pese a que el sol ya casi había salido, el cielo seguía nublado y oscuro. La lluvia arreció y enseguida quedaron calados, pero los hombres que vigilaban desde el bosque no se movieron. El agua resbalaba sobre sus impermeables y ponchos. Iban preparados para el mal tiempo. Iban preparados para todo.

Poco a poco, Ángel y Louis retrocedieron y se adentraron entre los árboles.

Ten í a una hemorragia interna masiva. El cerebro se le hab í a inflamado dentro del cr á neo provoc á ndole m á s p é rdida de sangre. Lucharon por é l, intentando prevenir una hernia, porque eso habr í a acabado con su vida. Extrajeron fragmentos de hueso, y un co á gulo, y la bala. Al final, todo ese trabajo dejar í a s ó lo una lev í sima cicatriz, oculta bajo el pelo.

Y mientras hac í an lo posible por salvarlo, Louis estaba sentado junto a un lago, rodeado de á rboles. En la otra orilla ve í a la casa donde se hab í a criado. Ahora se hallaba vac í a, en estado ruinoso. Aqu é lla ya no era su casa. No pod í a volver all í , y por tanto no hab í a vida entre sus paredes. No hab í a vida en ninguna parte. En el bosque reinaba el silencio y ning ú n pez nadaba en el lago. Permaneci ó inm ó vil en aquel lugar muerto, y esper ó .

Al cabo de un rato, un hombre sali ó de la oscuridad del bosque por el este. Le hab í a desaparecido el rostro, y los dientes quedaban a la vista en su boca sin labios. No ten í a ojos con los que ver, pero volvi ó la cabeza hacia Louis. Debido a las heridas faciales parec í a sonre í r. Quiz á sonre í a. Deber siempre sonre í a, incluso cuando mat ó a la madre de Louis.

Por el oeste apareci ó una luz, y el Hombre Quemado ocup ó su lugar junto al agua, formando palabras con los labios, hablando mudamente de la rabia y la c ó lera a su hijo.

El norte: la casa. El sur: Louis. El este: Deber. El oeste: el Hombre Quemado. Los puntos cardinales.

Pero Louis no era el sur. Oy ó pasos a su espalda, y una mano le roz ó la nuca con delicadeza. Intent ó volverse, pero no pudo.

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