– No era un cuatro por cuatro cualquiera. Era nuestro cuatro por cuatro.
Su hermano acariciaba tiernamente el capó del cuatro por cuatro y cabeceaba. Tras una última mirada de desesperación a Jackie, Tony se acercó a él.
– ¿Ha quedado muy mal?
– La tapicería está hecha trizas, Tony. También la chapa tiene algún que otro agujero. Los faros están rotos. Es un desastre. -Estaba al borde del llanto.
Tony dio a su hermano unas palmadas en el hombro.
– Ya lo arreglaremos. No te preocupes. Lo dejaremos como nuevo.
– ¿Sí? -Paulie levantó la vista esperanzado.
– Mejor que nuevo. ¿Verdad, Jackie?
Jackie, presintiendo que la tormenta empezaba a amainar, suscribió la opinión.
– Si alguien puede hacerlo, sois vosotros.
Después de retirar cuidadosamente los cristales, Paulie se subió a la cabina y arrancó el motor. Lo dejó encendido durante un minuto hasta asegurarse de que no había sufrido daños. Tony se quedó junto a Jackie. Willis aún respiraba, pero a duras penas. Tony lo miró. Jackie tuvo la impresión de que quería terminar el trabajo.
– ¿Crees que Parker se cabreará con nosotros? -preguntó.
Los Fulci admiraban a Parker. No querían que se enfadara.
– No -contestó Jackie-. Ni siquiera creo que se sorprenda.
Tony se animó. Paulie y él echaron el cuerpo de Harding a la caja de la furgoneta del muerto; luego ataron las manos y las piernas a Willis con alambre de embalar que encontraron en la cabina y lo dejaron allí, inconsciente, junto al cadáver. A continuación, Jackie se adentró en el bosque con la furgoneta y la dejó allí, donde no se veía desde la carretera.
– ¿Crees que esos dos eran parientes? -preguntó Paulie a su hermano mientras esperaban a Jackie-. Parecían parientes.
– Quizá -respondió Tony.
– Es una pena que fueran tan gilipollas -dijo Paulie.
– Sí -coincidió Tony-. Una pena.
Había una radio en el salpicadero de la furgoneta. Cobró vida cuando Jackie Garner acababa de esconder el vehículo en el bosque. -Willis -dijo una voz-. Willis, ¿estás ahí? Corto. Por un momento Jackie pensó no contestar, pero de pronto se dijo: «Bah, ¿y por qué no?». Había visto en alguna película que el protagonista descubría los planes de los malos haciéndose pasar por otro al teléfono o por la radio. No vio por qué no iba a darle resultado a él.
– Aquí Willis. Corto.
Un silencio precedió a la respuesta.
– ¿Willis?
– Sí, soy yo. Corto.
– ¿Quién habla?
«Maldita sea», pensó Jackie, «esto es más difícil de lo que parece en las películas. Tendría que aprender a no meterme donde no me llaman.»
– Lo siento -dijo-. Se ha equivocado de número.
Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía decir? Apagó la radio y corrió a reunirse con los Fulci. Éstos alzaron la vista, sorprendidos al ver correr a Jackie.
– Hora de marcharse -anunció Jackie-. Llegan visitas.
Seguían vivos.
Eso fue lo primero que pensó Ángel en cuanto llegaron a los árboles: no habían muerto. La carrera a través del claro entre el granero y el bosque había sido una de las experiencias más aterradoras de su vida. Esperaba en todo momento el impacto, el instante en que su cuerpo se sacudiría alcanzado por el primer balazo, una sensación parecida a un golpe de puño de un avezado luchador, seguida de un dolor intenso y después…, ¿qué? La muerte, instantánea o lenta. Otra herida, Louis arrastrándolo por la hierba húmeda mientras se desangraba a borbotones, dejando un rastro oscuro conforme lo abandonaba la vida, sabiendo que esta vez no habría una segunda oportunidad, que moriría allí, y que quizá Louis moriría con él.
Así que había corrido con todas sus fuerzas, resistiendo la reacción instintiva de encogerse lo máximo posible, consciente de que si lo hacía perdería velocidad. Encogerse o ir más deprisa, ésa era la alternativa. Al final optó por la velocidad, tensando todos los músculos del cuerpo, contrayendo el rostro en espera de las balas que de un momento a otro empezarían a volar inevitablemente. Sabía que la bala lo alcanzaría antes de oír la detonación, por lo que el silencio, tan sólo roto por los sonidos de la respiración y las pisadas, no le servía de consuelo.
Los dos atravesaron en zigzag la franja de campo abierto, cambiando con brusquedad de ritmo y dirección para confundir a cualquiera a punto de disparar. La hilera de árboles estaba cada vez más cerca, tan cerca que, incluso en la penumbra, Ángel distinguía detalles de la corteza y las hojas. Más allá, el bosque se desdibujaba entre las sombras y la oscuridad. Allí podía haber ocultos un sinfín de hombres, siguiendo con la mira el blanco móvil o manteniéndola fija en un punto en espera de que el blanco se aproximara. Quizás Ángel vería el fogonazo entre las sombras antes de morir, el último destello de luz antes de sobrevenirle las tinieblas finales.
Cinco metros. Tres. Uno. De pronto se hallaban en el bosque. Se echaron cuerpo a tierra entre los arbustos y, despacio, se alejaron a rastras del lugar donde habían caído, procurando hacer el menor ruido posible, eludiendo los matorrales que podían moverse y delatar su posición. Ángel lanzó una mirada a Louis, que estaba a unos tres metros a su derecha. Louis levantó la palma de la mano para indicarle que debían detenerse. Algo voló a gran altura por encima de sus cabezas en la oscuridad, pero ninguno de los dos alzó la vista para seguir su trayectoria. Simplemente esperaron, con la atención puesta en el bosque que se extendía ante ellos, los ojos adaptados ya a la escasa luz.
– No han disparado -dijo Ángel-. ¿Cómo es que no han disparado?
– No lo sé.
Louis escudriñó el bosque en busca de algún movimiento, cualquier señal de que los observaban. No vio nada, pero sabía que en algún sitio había hombres. Estaban jugando con ellos.
Indicó a Ángel con una seña que debían seguir adelante. Al amparo de los árboles avanzaron despacio y con cautela, moviéndose cada uno por turno y deteniéndose luego para cubrir al otro, conscientes de que no sólo debían permanecer atentos a lo que tenían delante sino también a lo que podía aparecer por detrás. No vieron nada. Daba la impresión de que en el bosque no había nadie, pero ninguno de los dos se engañó con la idea de que su presencia había pasado inadvertida. Habían dejado los cadáveres en el maletero de su coche para que ellos los encontraran, y habían inutilizado el coche. Eso era un mensaje. Estaban vivos pero sólo al arbitrio de otros.
Louis volvió a pensar en la mujer tras la ventana. ¿Fue demasiada coincidencia que se asomara justo en el momento en que Ángel y él miraban la casa? Quizá les habían permitido verla, y ellos habían reaccionado tal como los otros habían previsto: habían abortado el plan y regresado a su vehículo, pero para entonces ya se había activado la trampa. Ahora no les quedaba más remedio que seguir moviéndose y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Por tanto, continuaron a través del bosque sin bajar la guardia en ningún momento, volviéndose una y otra vez, vigilando, aguzando el oído. Cuando apenas habían recorrido un kilómetro, estaban agotados, pero para entonces el bosque ya era menos espeso, y frente a ellos veían un espacio abierto. Un terraplén ascendía hacia la carretera interior de circunvalación. Al otro lado había más bosque.
Todavía ocultos, se detuvieron. La carretera se elevaba ante ellos como el lomo erizado de un animal. No vieron señales de movimiento. Louis olfateó el aire, intentando detectar el menor olor a humo de tabaco o comida arrastrado por la brisa que delatara la presencia de hombres en las inmediaciones. Nada.
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