– Ahí. En algún sitio.
– Deduzco que no es donde deberían estar, ¿me equivoco?
El Detective cabeceó.
– Ésos nunca están donde deberían estar.
Aquellos dos hombres se llamaban Willis y Harding. Casualmente, compartían el mismo nombre de pila: Leonard. Ésa era la razón por la que de niños se peleaban como perro y gato en su pueblo, un pueblo pequeño en un estado grande, la clase de sitio donde tenía su importancia quién era Leonard Primero y quién Leonard Segundo.
Con el tiempo, resultó que los dos chicos estaban bastante igualados en todo, y en su momento surgió entre ellos un lazo de amistad, un lazo que se consolidó finalmente cuando mataron a un tal Jessie Birchall a patadas frente a un bar en Homosassa Springs, Florida, por tener la osadía de insinuar que Willis no debería haber tocado el culo a la prometida de Jessie cuando ésta iba al lavabo de mujeres. Al ser interrogada por la policía, la prometida en cuestión declaró que no recordaba nada del aspecto de los dos jóvenes, pese a que uno de ellos le había pegado con fuerza suficiente para romperle el pómulo izquierdo cuando ella intervino en defensa de su prometido. Este olvido no fue del todo ajeno al hecho de que, mientras Jessie Birchall se asfixiaba en una mancha roja entre la basura del suelo de cemento del aparcamiento, Willis, con la sangre del moribundo aún caliente en las manos, le había susurrado algo a la chica al oído durante treinta segundos, tiempo de sobra para que ella supiese qué le ocurriría exactamente si consideraba oportuno compartir con la policía lo que había presenciado. De hecho, Jessie Birchall tampoco le gustaba tanto, o al menos no como para padecer lo que Willis proponía. Ella sólo tenía dieciocho años, y ya encontraría otros prometidos.
Con el tiempo, Willis y Harding acabaron en la nómina de Arthur Leehagen, un hombre cuyos métodos ilegales de ganar dinero corrían, de manera fluida aunque discreta, paralelos a sus negocios más legítimos. Willis y Harding, como varios de los empleados más especializados de Leehagen, contribuían esencialmente en el desarrollo de las primeras de dichas actividades, aunque habían demostrado su utilidad también en las segundas siempre que surgían problemas. Cuando el cáncer empezó a brotar como flores de color rojo oscuro, fue a Willis y Harding a quienes mandaron a hablar con los afectados más iracundos, los que amenazaban en voz alta con entablar demanda o denunciar el hecho a la prensa. Si bien a veces bastaba con una visita, en alguna que otra ocasión se vieron obligados a esperar frente a las puertas de un colegio para sonreír a las madres que recogían a sus hijos, o a sentarse en lo alto de las gradas durante los ensayos de las animadoras, contemplando cómo se levantaban aquellas minifaldas, comiéndose con los ojos aquellos muslos y pechos. Y si el entrenador decidía preguntarles qué se habían creído que hacían allí…, en fin, también él tenía hijos. Como Willis se complacía en decir, había de sobra para todos, chicos y chicas por igual, y él no tenía manías. Y si llamaban a la policía, pues resultaba que Willis y Harding trabajaban para el señor Leehagen, y allí eso equivalía a inmunidad diplomática.
Y si alguien, ya fuera por obstinación o estupidez, desoía esas advertencias, pues…
Willis y Harding casi podrían haber sido de la misma familia, porque guardaban cierto parecido. Los dos eran altos y fibrosos, de pelo rubio pajizo tirando a rojo y tez clara salpicada de pecas que en algunos puntos se agrupaban formando en la cara manchas oscuras como las sombras proyectadas por las nubes. Pero nadie les había preguntado nunca si eran parientes. A decir verdad, nadie les preguntaba gran cosa. Los habían contratado precisamente porque eran hombres a quienes no parecía prudente hacerles preguntas. Rara vez hablaban, y cuando lo hacían, era en susurros y con un tono muy discreto, dando la impresión de que su voz contradecía el contenido de sus palabras, y sin embargo a quienes los oían no les cabía la menor duda acerca de su sinceridad. Corría el rumor de que eran homosexuales, pero en realidad eran omnisexuales. La intimidad entre ellos nunca había llegado a lo físico, aunque por lo demás los dos saciaban de buena gana sus apetitos siempre que surgía la ocasión. Habían compartido hombres y mujeres, a veces juntos, a veces por separado, y los objetos de su atención se habían sometido a veces por propia voluntad, a veces no.
Esa mañana, cuando clareó y la lluvia cesó por un rato, viajaban en la furgoneta, Willis al volante y Harding vuelto hacia la ventana, lanzando al aire plácidamente el humo de un cigarrillo, vestidos ambos con vaqueros, camisas azules y botas de faena negras. Su función principal en la operación consistía en vigilar el puente del lado norte y sus inmediaciones, así como patrullar por la carretera circular exterior de la finca de Leehagen no fuera que, por algún milagro, los dos hombres atrapados consiguieran atravesar el primer cordón.
Al lado tenían las armas que habían utilizado para matar a Lynott y Marsh. Otros se habían ocupado del segundo par de hombres. Willis había sentido una maligna satisfacción al saber que Benton, pese a sus protestas, había quedado excluido. A Willis no le caía bien Benton: era un lugareño y nunca pasaría de matón de pueblo. Willis opinaba que a Nueva York tendrían que haberlos enviado a Harding y a él, no a Benton y los retrasados mentales de sus colegas, pero Benton era amigo de Michael Leehagen, y el hijo del viejo había decidido darle una oportunidad de demostrar su valía. Y Benton algo sí había demostrado, eso desde luego: había demostrado que era un gilipollas.
Ahora, una vez muertos los hombres apostados en los puentes, Willis y Harding ya no debían preocuparse por nuevas incursiones; aun así, pensaban permanecer en la carretera exterior, por si acaso. Ahora tenían la cabeza en otros asuntos. Al igual que otros empleados de Leehagen, Harding no entendía por qué no les permitían a ellos ocuparse sin más de los dos intrusos restantes. No veía sentido a pagar una suma considerable de dinero a un desconocido para hacerlo por ellos. En ningún momento se les pasó siquiera por la mente que el hombre llegado con la misión de matarlos tal vez tuviese razones personales para hacerlo.
Una palabra de Willis lo distrajo de sus cavilaciones.
– Mira.
Harding miró. En el arcén derecho, de cara hacia ellos, había aparcado un enorme cuatro por cuatro. Flanqueaban la carretera extensos pinares. Vieron a un hombre sentado en un tronco cerca del vehículo. Con las piernas estiradas ante él, se comía una chocolatina. A un lado tenía un cartón de leche. Parecía el hombre más feliz del mundo. Willis y Harding decidieron, los dos a una, que eso no podía seguir así.
– ¿Qué coño hace ése ahí? -dijo Willis.
– Vamos a preguntárselo.
Se detuvieron a unos tres metros del monster truck y salieron de la furgoneta sosteniendo las escopetas relajadamente en los brazos. El hombre los recibió con un gesto cordial.
– ¿Qué tal, chicos? -saludó-. Hace una mañana estupenda en las tierras del Señor.
Willis y Harding se quedaron pensativos por un momento.
– Éstas no son tierras del Señor -contestó Willis-. Son tierras de Arthur Leehagen. Aquí no entra sin permiso ni siquiera el Señor.
– ¿Ah, no? Yo no he visto ningún cartel.
– Pues tendrías que haberte fijado más. Están ahí mismo: en los dos pone «Propiedad privada», claro como el agua. Quizás es que no sabes leer.
El hombre dio otro bocado a su chocolatina.
– Vaya -dijo con la boca llena de cacahuetes y chocolate-, puede que estén y yo no los haya visto. Andaba muy ocupado mirando el cielo, imagino. Está precioso.
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