Timoteo empezó a gruñir de improviso. Se acercó de un salto a la hermética puerta con la cabeza torcida. Era seguro que había oído algo.
– Espero que no sean esos dos hombres que hayan vuelto ya -dijo Jorge. En seguida fijó sus sorprendidos ojos en Timoteo, iluminándolo con su linterna. ¡Estaba moviendo alegremente el rabo!
Un fuerte golpe dado en la puerta les hizo estremecer de alegría. Lo acompañaba la animosa voz de Dick.
– ¡Eh! ¡Julián! ¡Jorge! ¿Estáis ahí?
– ¡Guauuuuu! -ladró Timoteo, entusiasmado, mientras arañaba la puerta con sus patas delanteras.
– ¡Dick, abre la puerta! -gritó Julián lleno de alborozo-. ¡Pronto! ¡Ábrela!
CAPITULO XVI. Un plan y una difícil escapada
Dick manipuló en el cerrojo exterior hasta conseguir abrir la puerta. Rápidamente se metió en la cueva y vio en el fondo a Jorge y a Julián.
– ¡Hola! -dijo-. ¿Qué se siente cuando lo rescatan a uno?
– ¡Algo maravilloso! -gritó Julián, mientras Timoteo ladraba, como un loco, dando vueltas alrededor de los chicos.
Jorge se dirigió a Dick.
– ¡Buen trabajo! -le dijo-. ¿Cómo ha ido eso?
Dick les contó a los dos su aventura en pocas palabras. Cuando les dijo que había descendido por el pozo agarrado a una cuerda, los otros no acababan de creérselo. Julián abrazó a su hermano.
– ¡Eres un hombre de una pieza! -le dijo-. ¡De una pieza! Bueno, rápido. ¿Qué haremos ahora?
– Si es que esos hombres no se han llevado nuestro bote, lo mejor será embarcar cuanto antes y regresar a tierra firme -dijo Jorge -. No me agrada el trato con individuos que llevan revólveres. ¡Vamos ya! Subiremos por el pozo y cogeremos el bote.
Fueron en seguida a la caverna donde se encontraba el ojo del pozo y, uno a uno, fueron traspasando la pequeña abertura. Se encaramaron luego por la cuerda y pronto tomaron por la escalerilla de hierro. Julián los hizo subir uno a uno, porque no confiaba en la resistencia de la escalerilla y no sabía si podría ésta soportar el peso de los tres a la vez.
Poco después estaban en la superficie abrazando a Ana y oyendo sus exclamaciones de alegría. Apenas podía contener las lágrimas.
– ¡Vamos al bote! -dijo Jorge, al cabo de un minuto-. ¡Rápido! ¡Esos hombres pueden volver en seguida!
Fueron todos corriendo a la caleta. Allí estaba la embarcación, bien adentrada, fuera del alcance de las olas. Pero la impresión que recibieron al llegar allí fue tremenda: ¡los individuos aquellos se habían llevado los remos!
– ¡Los muy ladinos! -dijo Jorge, abatida-. ¡Saben que no podemos salir de aquí sin los remos! Por eso, en vez de molestarse en remolcar el bote y sacarlo de la isla han preferido llevarse los remos. Ahora sí que llevamos las de perder. No podemos salir de aquí.
Todos se sintieron grandemente decepcionados. Estaban a punto de echarse a llorar. Hasta entonces todo había ido bien: el rescate de Julián y Jorge había sido perfecto. Pero ahora parecía que la suerte cambiaba de signo.
– Tenemos que resolver este contratiempo -dijo Julián, sentándose en un sitio desde donde se dominaba toda la extensión de la caleta, por si podía divisar algún barco que pasara cerca-. Esos individuos se han marchado. Probablemente fletaran un barco para traerlo hasta aquí, cargarlo con el oro y escapar luego. Tardarán algún tiempo en volver, porque supongo que fletar un barco no es cosa de un momento, siempre y cuando no tengan un barco de su propiedad.
– Y durante todo ese tiempo nos tendremos que quedar aquí, sin poder pedir ayuda, porque nos han robado los remos -dijo Jorge-. Y no tenemos siquiera la esperanza de que pase algún barco de pesca porque ahora no salen: la marea no es propicia. ¡Todo lo que nos queda que hacer es esperar pacientemente a que regresen esos individuos y se lleven mi oro! No podemos hacer nada.
– Sin embargo, me está dando vueltas por la cabeza un plan que podría darnos buen resultado; esperad, esperad, no me interrumpáis. Estoy pensándolo.
Los otros esperaron pacientemente mientras Julián fruncía el ceño, pensativo. Al poco rato se volvió a ellos, sonriente.
– Creo que tenemos un arduo trabajo por delante -dijo-. ¡Escuchad! Esperemos aquí pacientemente hasta que los hombres vuelvan. Y ellos ¿qué es lo que probablemente harán? Apartarán las piedras que han puesto a la puerta de los sótanos y se meterán en la escalinata. En seguida se dirigirán a la cueva donde nos encerraron, creyendo que aún estaremos allí, y se meterán en ella tan satisfechos. Pues bien: ¿qué os parece si uno de nosotros se escondiera allá abajo para, una vez dentro, encerrar allí a los dos individuos? Entonces podríamos marcharnos de la isla utilizando su lancha motora, o nuestro mismo bote, si es que ellos vuelven con los remos, y pedir luego ayuda.
Ana pensó que Julián había tenido una idea excelente. Pero Dick y Jorge no estaban tan convencidos.
– Deberíamos ir abajo y cerrar la puerta de nuevo para que crean que aún estamos dentro -dijo Jorge -. Y suponte que el que vaya a encerrar a esos hombres no lo consiga. Porque creo que habría que hacerlo todo con demasiada rapidez. Lo más probable es que atrapen al que vaya abajo para tal menester, lo encierren y suban luego a buscar a los demás.
– Creo que tienes razón -dijo Julián, reflexionando intensamente-. Pero supongamos que Dick, o quienquiera que vaya a los sótanos para llevar a cabo el plan, no logra encerrar a esos dos, y que ellos suben a la superficie para buscarnos. No tiene importancia. Mientras estén abajo podemos taponar la entrada de los sótanos con grandes piedras, lo mismo que hicieron ellos. Entonces sí que no podrán salir de allá abajo de ninguna manera.
– Sí, pero ¿y Dick? También tendrá que quedarse allí con ellos -dijo Ana, rápidamente.
– No te preocupes: subiré por el pozo -dijo Dick con vehemencia-. Yo seré el que baje a los sótanos a encerrar a ésos. Procuraré por todos los medios conseguirlo. Y si tengo que huir de ellos, nada más fácil que meterme en el pozo y llegar hasta arriba. Esos individuos no conocen esa salida. O sea que, aunque no queden encerrados en la celda, quedarán presos por todos los sótanos.
Los niños pensaron detenidamente el plan de Julián y decidieron que era lo mejor que podían hacer. Entonces Jorge propuso que lo inmediato era comer. Estaban todos muertos de hambre, ahora que la pesadilla y la emoción del rescate habían pasado ya.
Recogieron algo de comida de la habitación-refugio y se pusieron a vigilar la orilla, acechando el regreso de los dos hombres. Un par de horas después pudieron ver que se acercaba una especie de queche pesquero a motor, que producía el clásico sonido de "chug, chug, chug".
– ¡Ya están ahí! -exclamó Julián, excitado-. Ése debe de ser el barco donde piensan embarcar los lingotes. ¡Fijaos! ¡Los individuos se han metido en una lancha motora! ¡Van a desembarcar de nuevo en la isla! ¡Rápido, Dick! ¡Métete en el pozo y ve a los sótanos.
Dick echó a correr en dirección al pozo. Julián se volvió a los otros.
– Tendremos que escondernos allá, tras aquellas rocas. No es que crea que esos hombres se vayan a dedicar ahora a darnos caza, pero todo podría ser. ¡Vamos! ¡Rápido!
Se escondieron tras las rocas y pudieron ver como la lancha motora atravesaba la bahía en dirección a la caleta. Oyeron voces de hombres hablando unos con otros.
Esta vez parecía que había más de dos individuos en la embarcación. Los hombres abandonaron la caleta y empezaron a trepar por las rocas que bordeaban el castillo.
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