Después de un rato, que a los chicos les pareció una eternidad, regresó el hombre, reuniéndose con su compañero. Cuchichearon algo entre ellos y en seguida tomaron el camino de la caleta. Dick oyó como ponían en marcha la lancha motora.
– Ahora ya podemos salir sin que nos vean, Ana -dijo-. ¡Caramba! ¡Qué frío hace aquí dentro! Estaba deseando poder tomar el sol cuanto antes.
Salieron de su escondrijo y se pusieron a calentarse bajo los ardientes rayos del sol veraniego. Pudieron ver cómo se alejaba de la orilla la lancha motora.
– Bien: por lo pronto se han marchado -dijo Dick-. Y no nos han cogido nuestro bote, a pesar de que dijeron que lo harían. Si pudiéramos rescatar a Julián y a Jorge sería la solución. Como Jorge rema muy bien, ella nos podrá llevar en nuestro bote a tierra firme.
– ¿Por qué no vamos a poder rescatarlos? -gritó Ana, optimista-. Podemos meternos en los sótanos por la escalera y abrir el cerrojo de la puerta de aquella cueva, ¿verdad?
– No, no podemos -dijo Dick-. ¡Fíjate!
Ana miró donde indicaba su hermano. Pudo ver que los dos hombres habían cubierto la entrada de los sótanos con enormes piedras. Habían empleado todas sus fuerzas en la empresa. Era inútil pensar en sacarlas de allí.
– No podemos quitarlas -dijo Dick-. Ellos tienen más fuerza que nosotros y se han asegurado de que sean bastante pesadas. Y no tenemos la menor idea de dónde está la otra entrada. Sólo sabemos que está cerca de la torre.
– Intentemos encontrarla -dijo Ana, vehementemente. Se acercaron rápidamente a la torre, pero a todas luces podía notarse que, si en tiempos podía haberse entrado por allí a los sótanos, ahora era imposible. La entrada había desaparecido. El castillo, al desplomarse poco a poco, había dejado todo aquello lleno de pesadas piedras, amontonadas de tal manera, que era ilusorio pensar en apartarlas. Los niños dejaron pronto la búsqueda.
– ¡Dios mío! -dijo Dick-. ¡No puedo soportar la idea de que Julián y Jorge estén allá abajo encerrados y que nosotros no podamos hacer nada para ayudarlos! ¡Oh, Ana! ¿No se te ocurre ninguna idea?
Ana se sentó sobre una piedra y empezó a pensar intensamente. Estaba muy preocupada. De pronto sus ojos parecieron animarse y se dirigió a Dick.
– ¡Dick! Yo supongo… yo supongo que quizá pudiésemos rescatarlos si entrarnos por el pozo, ¿verdad? -preguntó-. Ya sabes que pasa por los sótanos y que en el tubo hay una abertura muy grande, por donde nos podíamos asomar y ver la luz del día. ¿Te acuerdas? Lo que hace falta es que quepamos por la rendija que deja aquella piedra que está incrustada dentro del pozo, aquella donde me senté cuando estábamos escondidos.
Dick reflexionó sobre lo que su hermana le había dicho. Rápidamente se dirigieron al pozo y se asomaron…
– Pues, sí, creo que tienes razón -dijo Dick al final-. Creo que, si nos estrujamos un poco, podremos pasar. El pozo está muy cerca de aquella cueva. Lo que no sé es hasta dónde llegará la escalerilla que hay dentro.
– Oh, Dick, intentémoslo -dijo Ana-. ¡Es nuestra única oportunidad!
– Bien: habrá que intentarlo -dijo Dick-. Pero tú no, Ana. No me gusta la idea de que te puedas caer al fondo del pozo. A lo mejor la escalerilla se interrumpe a mitad del camino: todo podría ser. Tú te quedarás aquí, y yo me las arreglaré como mejor pueda.
– Ten mucho cuidado -dijo Ana, ansiosamente-. Llévate una cuerda, no vaya a ser que la necesites de pronto y tengas que volver a subir.
– Buena idea -dijo Dick.
Fue a la habitación que les servía de refugio y cogió una de las cuerdas que habían traído. Se la arrolló a la cintura. Luego volvió con Ana.
– ¡Todo va estupendamente! -dijo con voz animada-. No te preocupes por mí, que no va a pasar nada.
Ana se había puesto algo pálida. Tenía un miedo terrible a que Dick pudiese caer al fondo del pozo. Lo observó mientras él iba bajando por la escalerilla, acercándose a la gran piedra que interrumpía el camino. Dick se contrajo todo lo que pudo para poder pasar por el hueco que dejaba la piedra, pero ello resultaba extremadamente difícil. Al final logró pasar y desde entonces Ana no lo volvió a ver. Pero sí oyó que le decía:
– La escalerilla es muy larga, Ana. No ha pasado nada. ¿Me oyes?
– ¡Sí! -gritó Ana, asomada al pozo. Pudo oír el eco de Su voz, que resultaba muy extravagante-. Ten cuidado, Dick. Espero que la escalerilla llegue hasta el fondo.
– ¡Creo que así es! -gritó Dick desde las profundidades. De pronto profirió una fuerte exclamación.
– ¡Vaya! ¡Justo ahora se termina! No sé si es que se acaba aquí o que está rota. Tendré que usar la cuerda.
Hubo un silencio mientras Dick se dedicaba a desenrollar la cuerda. Ató firmemente un cabo al travesaño que le pareció más sólido.
– ¡Ahora seguiré bajando por la cuerda! -le gritó a Ana-. No te preocupes, que todo va bien. ¡Allá voy!
A partir de entonces Ana no pudo ya enterarse de lo que Dick le decía, a causa de los enormes ecos, que deformaban enteramente la voz. Sin embargo, aunque no entendiera nada, se tranquilizaba oyéndolo. Le gritó a su hermano para ver si él podría enterarse de lo que ella le decía.
Dick siguió resbalando por la cuerda a la que estaba asido fuertemente con las manos, las rodillas y los pies. Menos mal que, en gimnasia, era uno de los primeros del colegio. No sabía si estaba llegando ya a la altura de los sótanos. Éstos parecían haberse alejado inexplicablemente. Se las arregló para encender la linterna y ponérsela entre los dientes, porque las manos las necesitaba para asirse a la cuerda. La luz iluminó las paredes del pozo. No tenía la menor idea de si estaba todavía por encima de los sótanos o ya debajo. Y, por supuesto, no pensaba de ninguna manera llegar hasta el fondo del pozo.
Le pareció que había rebasado ya el nivel de los sótanos y retrocedió, no sin esfuerzo, ascendiendo un buen trozo de la cuerda. Con gran contento notó que no se había equivocado. La abertura del pozo la tenía ahora justo delante de su cabeza. Trepó algo más y se columpió en la dirección de la abertura. Consiguió asir el borde.
Traspasar la abertura era un cometido difícil, pero, afortunadamente, Dick abultaba poco. Al final pudo poner los pies en los sótanos, con gran alivio de su corazón. ¡Por fin había llegado! Ahora no tenía más que seguir las señales dejadas por Julián con la tiza, hasta llegar a la puerta de la cueva en donde probablemente habían encerrado a Julián y a Jorge.
Iluminó las paredes con la linterna. Efectivamente, allí estaban las señales hechas con la tiza. ¡Bien! Metió la cabeza en la abertura del pozo y gritó:
– ¡Ana! ¡Ya he llegado! Ten cuidado, no vaya a ser que aquellos hombres vuelvan.
Luego empezó a seguir las señales con el corazón latiéndole apresuradamente. Al cabo de un rato llegó a la puerta de la cueva donde estaba encerrado el oro. Como había supuesto, era totalmente imposible que Julián y Jorge hubiesen podido escapar. La cueva estaba cerrada a cal y canto, con el cerrojo de la puerta bien echado. Empeñarse en abrirla a golpes o empujones hubiera sido inútil.
Los de dentro estaban nerviosos y exhaustos. No habían probado nada de la comida y bebida que el hombre les había dejado. Timoteo estaba con ellos, echado en el suelo con la cabeza entre las patas, resentido con Jorge porque no lo había dejado atacar y morder a aquellos tipos. Pero Jorge sabía que lo hubieran matado al menor intento.
– Por lo menos, Dick y Ana han tenido bastante sentido común para no acercarse por aquí y dejar que los aprisionaran a ellos también -dijo Jorge-. Seguramente han comprendido que algo había salido mal al ver que en el mensaje yo firmaba Jorgina en vez de Jorge. ¿Qué estarán haciendo ahora? Seguramente se habrán escondido en algún sitio.
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