Timoteo empezó de pronto a ladrar furiosamente. Volvió la espalda a los chicos y asomó la nariz por la puerta. ¡Qué modo de ladrar!
– ¡Basta ya, Tim ! -dijo Julián-. ¿Qué es lo que has oído? ¿Es que Dick y Ana regresan ya?
– ¡Dick! ¡Ana! ¿Sois vosotros? ¡Corred! ¡Hemos encontrado los lingotes! ¡Los hemos encontrado! ¡Venid rápido!
Timoteo dejó de ladrar y empezó a gruñir. Jorge estaba perpleja.
– ¿Qué le pasará a Tim? -preguntó-. No creo que él se ponga a gruñirles a Dick y a Ana.
El sobresalto que se llevaron al momento fue mayúsculo. Una voz de hombre resonaba a lo largo del oscuro pasadizo, produciendo multitud de ecos.
– ¿Quién está ahí?
Jorge agarró el brazo de Julián, aterrorizada. Timoteo aumentó los gruñidos. Tenía el pelo del cuello completamente erizado.
– ¡Cállate ya, Tim ! -susurró Jorge, mientras apagaba la linterna. Pero Timoteo no quería a todas luces callarse. Siguió emitiendo gruñidos que parecían pequeños truenos.
Los chicos pudieron ver el débil resplandor de una linterna que iba acercándose a un recoveco del pasadizo. A poco, la luz los enfocó directamente. El hombre que llevaba la linterna se detuvo, sorprendido.
– Bien, bien, bien -se oyó que decía-. ¡Mira quién hay aquí! ¡Dos niños en los sótanos de mi castillo!
– ¿Qué dice usted? ¿Su castillo? -gritó Jorge .
– Sí, pequeña, este castillo es mío porque estoy en tratos para comprarlo -dijo la voz. Entonces se oyó otra voz que hablaba ásperamente.
– ¿Qué estáis haciendo aquí abajo? ¿Qué significa eso de gritar: ¡Dick, Ana! y de decir que habéis encontrado los lingotes?
– No contestes -susurró Julián a Jorge. Pero los ecos tomaron su voz y la aumentaron desorbitadamente a través de los pasadizos. "¡No contestes!… ¡No contestes!"
– Ah, ¿conque no quieres que conteste? -dijo el segundo hombre, acercándose a los chicos. Tim empezó a enseñarle los dientes, pero él no parecía tener miedo del perro. Se acercó a la puerta de la cueva e iluminó el interior con su linterna. Lanzó un silbido.
– ¡Jake! ¡Mira esto! -dijo-. Tenías razón. El oro está aquí. Y ¡qué fácil será llevárnoslo! Todo en lingotes. A fe que es la cosa más agradable que me ha ocurrido en la vida.
– El oro es mío -dijo Jorge, hecha una furia-. La isla y el castillo son propiedad de mi madre, y todo lo que pueda haber en ellos. Este oro lo trajo aquí y lo escondió un antepasado mío antes de que se hundiera el barco. No es de ustedes ni nunca lo será. En cuanto llegue a casa le contaré a mis padres que lo he encontrado y entonces ¡pueden estar seguros de que jamás le venderán el castitillo ni la isla! Han sido ustedes muy listos estudiando el plano que había dentro del cofre. Pero más listos hemos sido nosotros. ¡Lo hemos encontrado primero!
Los hombres escuchaban en silencio la fuerte y airada voz de Jorge. Uno de ellos se echó a reír.
– No eres más que una niña -dijo-. Supongo que no pretenderás poder estorbar nuestros designios. Vamos a comprar esta isla y todo lo que hay en ella. Y nos haremos con el oro en cuanto se haya firmado el contrato. Y, aunque por cualquier causa no pudiésemos comprar la isla, a nosotros nos da igual. Nos quedaremos con el oro de todas formas. Nada más fácil que fletar un barco, traerlo aquí y embarcar el oro con la ayuda de un bote. No te preocupes, nosotros conseguiremos nuestro propósito.
– ¡No lo conseguiréis! -dijo Jorge, acercándose a la puerta-. Ahora mismo voy a ir a mi casa a contarle a mis padres todo lo que usted acaba de decir.
– No, pequeña, no vas a ir a tu casa -dijo el primer hombre, poniendo las manos en los hombros de Jorge y empujándola duramente contra la rocosa pared-. Y, a propósito, si no quieres que me cargue a ese desagradable perro ten la bondad de decirle que se largue.
Jorge, vio, aterrorizada, que el hombre tenía un revólver en la mano. Llena de pánico, cogió a Timoteo por el collar y lo apretujó contra ella.
– Quieto, Tim. No te preocupes. Todo va bien.
Pero el can sabía sobradamente que las cosas no iban bien. Algo desagradable estaba ocurriendo. Empezó a gruñir furiosamente.
– Ahora, escúchame -dijo el hombre, después de cruzar unas breves y apresuradas palabras con su compañero-. Si te portas sensatamente, nada desagradable te ocurrirá. Pero si te empeñas en fastidiarnos lo vas a pasar muy mal. Ahora vamos a hacer lo siguiente: nos vamos a marchar en nuestra lancha motora, dejándoos bien seguros aquí. Traeremos un barco y volveremos para llevarnos el oro. Ahora que sabemos dónde está el tesoro no vale la pena gastarse dinero en comprar la isla.
– Y vas a escribir una nota a tus compañeritos que están arriba, diciéndoles que habéis encontrado el oro y que vengan aquí a comprobarlo -dijo el otro hombre-. Luego os dejaremos aquí encerrados con los lingotes: podéis entre tanto disfrutar de su vista si es que os agrada. Os dejaremos comida y bebida suficiente para pasar el tiempo hasta que volvamos. Aquí tienes una pluma. Escribe una nota a Dick y a Ana, estén donde estén, y mándale al perro que se la lleve. Venga.
– No quiero -dijo Jorge, con expresión furiosa-. No me podéis obligar a hacer una cosa así. No quiero que Dick y Ana vengan aquí, para que los hagáis prisioneros. Además no estoy dispuesta a dejar que se queden ustedes con mi tesoro. Lo hemos descubierto nosotros.
– Mataré al perro si no haces lo que te han dicho -dijo el otro hombre de pronto. Jorge sintió angustia en su corazón. Estaba aterrorizada.
– No, no -dijo desesperadamente.
– Ya te lo he dicho: si no quieres que lo mate, escribe la nota -dijo el hombre, mostrándole papel y pluma-. Venga. Yo te diré lo que tienes que escribir.
– ¡No puedo hacerlo! -sollozó Jorge-. No puedo decirles a Dick y a Ana que vengan aquí para que luego los encerréis.
– Muy bien: entonces, mato al perro -dijo el hombre, apuntando su arma hacia el pobre Timoteo. Jorge abrazó a Timoteo profiriendo un grito.
– ¡No, no! ¡Escribiré el mensaje! ¡No lo mate, no lo mate!
La muchachita cogió el papel con mano temblorosa y miró al hombre.
– Escribe esto -ordenó él-. "Queridos Dick y Ana: Hemos encontrado el tesoro. Venid cuantos antes a verlo." Y ahora firma con tu nombre.
Jorge escribió todo lo que el hombre le había dictado. Luego firmó con su nombre. Pero en vez de Jorge puso Jorgina. Ella sabía que Dick y Ana se darían cuenta en seguida de que esa firma no era suya, o bien de que algo raro estaba pasando. El hombre cogió el papel y lo metió bajo el collar de Timoteo. El perro no cesaba de gruñir, cada vez más fuerte, pero Jorge le ordenó que no mordiese a nadie.
– Ahora, mándale que vaya adonde están tus amiguitos -dijo el hombre.
– Ve adonde están Dick y Ana -ordenó Jorge -. Ve, Tim. Tienes que encontrar a Dick y a Ana. Cuando los encuentres, déjales este papel.
A Timoteo no le agradaba, en verdad, dejar a su amita: pero en la voz de Jorge había un acento de imperiosa necesidad. El can la miró por última vez y luego desapareció por el pasadizo. Se acordaba bien del camino. Subió rápidamente por los rocosos escalones de la entrada y pronto estuvo al aire libre. Al llegar al patio central del castillo se detuvo y empezó a olfatear. ¿Dónde estarían Dick y Ana?
Encontró las huellas y empezó a seguirlas, siempre con la nariz pegada al suelo. Poco después estaba ya con los dos chicos. Dick estaba ya mucho mejor y se había levantado. De su mejilla apenas salía sangre.
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