Los matojos de plantas eran tan espesos y espinosos que impedían absolutamente el paso. Julián se alegró entonces de haber traído a la isla toda suerte de utensilios. Cogió un hacha pequeña, que le venía a las mil maravillas para deshacerse de las espinosas ramas y cortar los troncos de la espesa maleza que taponaba la madriguera.
Empezaron a trabajar con todas sus fuerzas, y a poco la maleza había ya casi desaparecido. Pero para quitarla del todo hubieron de emplear bastante tiempo porque las plantas eran muy espinosas y resistentes. Las manos de los niños estaban magulladas, pero al final consiguieron su objetivo despejando totalmente la entrada de la madriguera. Julián enfocó el interior con la linterna.
Dio un grito de sorpresa.
– ¡Ya sé lo que ha ocurrido! ¡Éste es el pozo! Los conejos tienen su madriguera en un agujero de al lado, y Timoteo, después de escarbar con todas sus fuerzas para agrandarlo, se ha caído dentro.
– ¡Oh, no! ¡Oh, no! -gritó Jorge, llena de consternación-. ¡Oh, Tim, Tim ! ¿Te encuentras bien?
Un lejano lamento llegó a sus oídos. Evidentemente, Timoteo estaba por allá dentro. Los niños se miraron unos a otros.
– Sólo podemos hacer una cosa -dijo Julián-. Coger las palas y despejar la boca totalmente. Luego podemos echar una cuerda para salvar a Timoteo.
Todos se pusieren a trabajar con las palas, aunque esta vez no tenían que desplegar tanta energía como al principio. La boca del pozo estaba medio taponada por una gran piedra que probablemente había caído de la ruinosa torre. El tiempo y la maleza habían hecho lo demás.
Entre todos pudieron, al fin, levantar la piedra. Debajo de ella encontraron una tapa de madera carcomida que indudablemente sirvió en sus tiempos para cubrir la entrada del pozo. Estaba tan deteriorada que no había podido impedir la caída de Timoteo.
Julián levantó la vieja tapa y entonces los chicos pudieron mirar el interior del pozo. Era muy profundo y estaba muy oscuro. No se podía ver el fondo. Julián cogió una piedra y la echó dentro. Todos aguzaron el oído para escuchar cómo caía en el agua. Pero no oyeron nada. ¡Tal vez el pozo estaba seco o bien el agua era tan profunda que no se podía oír el impacto de la piedra!
– Debe de estar muy profunda el agua. Por eso no hemos oído la piedra -dijo Julián-. Pero ¿y Timoteo? ¿Dónde estará?
Encendió la linterna, enfocó la sima y… ¡allí estaba Timoteo !
Por lo visto, mucho tiempo atrás había caído otra gran piedra en el interior del pozo y había quedado incrustada a mitad de camino y ésta había servido de sustentación al pobre can, que miraba hacia arriba muerto de miedo. No podía comprender de ninguna manera qué es lo que había ocurrido.
Había una escalerilla de hierro sujeta al borde del pozo. ¡Jorge empezó a bajar por ella antes de que nadie pudiera impedírselo! Fue descendiendo sin preocuparle lo más mínimo el que la vieja escalera pudiera romperse. Llegó junto a Timoteo. Se lo echó al hombro, sujetándolo con una mano, y volvió a la superficie ayudándose con sólo la otra. Los otros tres tiraron de ella para ayudarla a salir. Cuando lo hubo hecho, Timoteo empezó a cabriolar a su alrededor y a lamerla, muy agradecido de lo que había hecho por él.
– Bien, Tim -dijo Dick-. No has podido cazar ningún conejo, pero a cambio nos has hecho un gran favor: ¡has descubierto el pozo! Sólo nos queda investigar un poco más y en seguida encontraremos la entrada de los sótanos.
Se pusieron con gran ímpetu a despejar de plantas y tierra el suelo de los alrededores del pozo. Arrancaron una buena cantidad de piedras que estaban incrustadas en la tierra y continuaron excavando por debajo. Estaban afanados en encontrar el auténtico suelo.
Ana encontró de pronto la entrada. Fue una casualidad. Estaba cansada y se había sentado en el suelo. Empezó a remover la tierra con las manos y de pronto sus dedos tocaron algo duro y frío. Y lo que había tocado no era ni más ni menos que una argolla de hierro. Dio un grito que hizo sobresaltarse a los otros.
– ¡Aquí hay una piedra que tiene una argolla de hierro! -gritó Ana, excitadísima. Los demás se agolparon a su alrededor. Julián manipuló con la pala unos momentos y despejó aquello de tierra y maleza hasta que la piedra quedó al descubierto. Efectivamente: tenía una argolla. Y cuando en una piedra hay una argolla es señal de que tirando de ella la piedra ha de moverse. ¡Seguramente se trataba de la piedra que tapaba la entrada de los sótanos!
Los chicos tiraron de la argolla por turno, pero la piedra no se levantaba. Entonces Julián sacó una cuerda y la ató a la argolla. Tiraron de la cuerda todos a la vez y con todas sus fuerzas. La piedra se movió algo.
– ¡Todos a una otra vez! -gritó Julián. Y otra vez tiraron.
La piedra esta vez se levantó del todo. Los chicos se precipitaron unos contra otros como fichas de "dominó" y cayeron sucesivamente al suelo. Timoteo se lanzó hacia el agujero y empezó a ladrar como un loco, como si creyese que todos los conejos del mundo estaban metidos en aquel sitio. Julián y Jorge se levantaron y se dirigieron a examinar qué había dejado la piedra al descubierto. Contemplaron el interior con los ojos brillantes de alegría. ¡Habían encontrado, por fin, la entrada de los sótanos! Casi a raíz de tierra arrancaban unos pétreos escalones, excavados en la misma roca, formando una escalera que desaparecería en la oscuridad.
– ¡Vamos adentro! -dijo Julián encendiendo la linterna-. ¡Hemos encontrado lo que queríamos! ¡Ahora, a los sótanos!
Los escalones eran resbaladizos. Timoteo bajaba el primero de todos, sin estar muy seguro de dónde ponía los pies. Julián iba detrás de él. Luego iba Jorge, después Dick y, por último, Ana. Estaban todos tremendamente emocionados. ¡No dudaban ni un momento de que iban a encontrar de un momento a otro montones de barras de oro!
Los escalones se perdían en la oscuridad. El olor era nauseabundo y Ana estaba un poco descompuesta.
– Espero que el aire de los sótanos esté más puro que el de aquí. No es nada raro que los pasadizos subterráneos huelan de esta manera. Si alguien se marea, que lo diga y volveremos a la superficie.
Pero, aunque todos estaban algo mareados, nadie dijo nada. Estaban metidos de lleno en una aventura tan excitante que no valía la pena atormentarse por pequeños detalles.
Por fin terminó la escalera. Julián pisó el último escalón y avanzó unos pasos iluminando todo el derredor con la interna. El lugar parecía fantástico y sobrenatural.
Los sótanos del castillo Kirrin eran un subterráneo excavado en las mismas rocas de que estaba formado el subsuelo. Fueran cuevas naturales o bien hechas por mano de hombre, los chicos no podían saberlo.
Lo único cierto era que aquel subterráneo era altamente sobrecogedor, oscuro y lleno de resonancias. Una vez que Julián suspiró, los ecos resonaron a través de la rocosa caverna con extraños ruidos.
– ¿Verdad que suena muy raro? -preguntó Jorge, alzando la voz. No bien lo hubo dicho, sus palabras se oyeron una y otra en vez todas direcciones. "Suena muy raro… suena muy raro… suena muy raro."
Ana cogió la mano de Dick. Estaba muy asustada. No le agradaban los ecos, al fin y al cabo. Sabía muy bien que estaban solos; pero los ecos le producían la sensación de que había por allí mucha gente escondida.
– ¿Dónde creéis que estarán los lingotes? -inquirió Dick. Al momento las cavernas repitieron la última palabra: "¡Lingotes, lingotes, lingotes!"
Julián se echó a reír y su risa se dividió en muchas risas que resonaban incluso de diferente manera. Los sótanos la devolvían multiplicada a los oídos de los muchachos. Era algo realmente extraño, porque parecían provenir de personas diferentes.
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