– Está bien. Te tomo la palabra. Yo nunca me convenceré de que él actuara con aquella precipitación, sin plan, sin organización, pero quién sabe, quizá tengamos menos en común de lo que tú crees. Yo apostaba por otra persona desde el principio, pero si todo el mundo quiere que el culpable sea Daniel… -Una pequeña inclinación hacia atrás de su cabeza, como un encogimiento-. No hay mucho que yo pueda hacer. -Apagó la colilla y se puso en pie-. Ten -dijo, rebuscando algo en el bolsillo de su chaqueta-. He pensado que te gustaría tener esto.
Me deslizó algo sobre la mesa; resplandeció a la luz del sol y yo lo cogí como por acto reflejo, con una sola mano. Era un minicasete, del tipo que se utiliza en Operaciones Secretas para grabar las escuchas a través de teléfonos.
– Ésta eres tú tirando tu carrera al retrete. Según parece, tropecé con un cable mientras hablaba contigo por teléfono ese día y desconecté algo. La cinta oficial contiene unos quince minutos de nada, pero detecté el problema y volví a establecer la conexión. Los técnicos pretenden descuartizarme por hacer un mal uso de sus artilugios, pero tendrán que ponerse a la cola.
No era su estilo, le había dicho yo a Sam la noche anterior; no era el estilo de Frank endilgarme las culpas. Y antes de eso, en el origen de todo: Lexie Madison era responsabilidad de Frank desde que la había modelado de la nada y siguió siéndolo cuando apareció muerta. No era que él se sintiera culpable por todo aquel espantoso desaguisado ni nada parecido. Una vez que Asuntos Internos lo dejara en paz, probablemente jamás volvería a pensar en aquello. Pero algunas personas se preocupan por los suyos, implique eso lo que implique.
– No hay copias -añadió-. No tendrás problemas.
– Cuando he dicho que te parecías mucho a Daniel -expliqué-, no tenía intención de insultarte.
Vi un destello inextricable en sus ojos mientras asimilaba mis palabras. Tras un dilatado instante, asintió.
– De acuerdo -dijo.
– Gracias, Frank -le dije, y cerré mi mano sobre la cinta-. Gracias.
– ¡Caray! -exclamó Frank de repente. Alargó la mano, por encima de la mesa, y me agarró la muñeca-. ¿Qué es esto?
El anillo. Se me había olvidado; mi cabeza aún se estaba acostumbrando a él. Tuve que esforzarme por no soltar una risita al ver la cara que ponía. Nunca había visto a Frank Mackey verdaderamente patidifuso hasta entonces.
– Me gusta como me queda -dije-. ¿Y a ti?
– ¿Es nuevo? ¿O se me había pasado por alto antes?
– Bastante nuevo -contesté-, sí.
Aquella sonrisa vaga y maliciosa, la lengua estirándole el moflete; de repente me miró con ojos como platos y rebosantes de energía, listo para retumbar.
– ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó-. Ahora mismo no sé cuál de los dos me ha sorprendido más. Tengo que confesar, con la mano en el corazón, que me quito el sombrero ante tu Sammy. Deséale buena suerte de mi parte, ¿quieres? -Soltó una carcajada-. ¡Que me aspen si no acabas de alegrarme el día! ¡Cassie Maddox se casa! ¡Dios Santo! ¡Deséale a ese hombre suerte en mi nombre!
Y salió corriendo escaleras abajo, riéndose a carcajada limpia.
Permanecí en el futón mucho rato, dándole vueltas a la cinta en mis manos e intentando recordar qué más había grabado en ella, qué había hecho aquel día, además de lanzarme en picado y atreverme a que a Frank me despidiera. Resacas, cafés y Bloody Marys y todos atosigándonos. La voz de Daniel, en el dormitorio en penumbra preguntándome: «¿Quién eres?». Y Fauré.
Creo que Frank esperaba que yo destrozara aquella cinta, que la desenrollara y la desmenuzara en una trituradora casera (yo no tengo, pero me apuesto lo que sea a que él sí). Sin embargo, me subí a la encimera de la cocina, cogí mi caja de zapatos de «Cosas Oficiales» del armario y la guardé dentro, junto con mi pasaporte, mi certificado de nacimiento, mi historial médico y los extractos de mi Visa. Quiero volver a escucharla algún día.
Pocas semanas después de que concluyera la Operación Espejo, mientras andaba enredada con el papeleo y esperando a que alguien en alguna parte decidiera algo, Frank me telefoneó:
– Tengo al padre de Lexie al otro lado del teléfono -me informó-. Quiere hablar contigo.
Un clic y luego nada, salvo una lucecilla roja parpadeando en mi teléfono, una llamada en espera de ser respondida.
Yo ocupaba una mesa en la brigada de Violencia Doméstica. Era la hora de la comida de un día veraniego con un plácido cielo azul; todo el mundo había salido a tumbarse en el parque de Stephen's Green con las mangas remangadas, con la esperanza de broncearse ni que fuera un poco, pero yo evitaba a Maher, que no dejaba de acercar su silla a la mía y preguntarme con un guiño de complicidad qué se sentía al disparar a alguien, de manera que la mayoría de los días me inventaba cualquier excusa -papeleo urgente por atender- y luego comía muy tarde.
Al final había sido así de sencillo: a medio mundo de distancia, un policía muy joven llamado Ray Hawkins había acudido a trabajar una mañana y se había olvidado las llaves de su casa. Su padre se había acercado a la comisaría para llevárselas. El padre era un detective retirado y por deformación profesional había echado un vistazo al panel de anuncios que había tras el mostrador (avisos, coches robados, personas desaparecidas) mientras le entregaba las llaves y le recordaba que comprara pescado para cenar de camino casa. Y entonces había dicho: «Espera un segundo: yo he visto a esa chica en alguna parte». Tras lo cual, habían retrocedido algunos años en los expedientes de personas desaparecidas hasta que aquella cara había vuelto a aparecer, por última vez.
Su nombre era Grace Audrey Corrigan y era dos años menor que yo. Su padre se llamaba Albert. Regentaba una pequeña explotación ganadera llamada Merrigullan en algún lugar de las inmensas llanuras sin nombre de la Australia Occidental. Hacía trece años que no la veía.
Frank le había explicado que yo era la detective que más tiempo se había ocupado del caso, la que lo había resuelto. Su acento era tan marcado que tardé un rato en que se me acostumbrara el oído. Esperaba que me formulara un millón de preguntas, pero no me preguntó nada, no al principio. En su lugar, me contó cosas: todo lo que yo nunca me habría atrevido a preguntarle. Su voz, profunda y bronca, la voz de un hombre corpulento, avanzaba lentamente, con largas pausas, como si no estuviera acostumbrado a hablar, pero habló durante largo rato. Llevaba ahorrando palabras durante trece años, esperando que aquel día llegara por fin.
Gracie había sido una buena niña, aclaró, cuando era pequeña. Afilada como un cuchillo, lo bastante lista como para ir a la clase de los niños que le doblaban la edad, pero no le gustaba estudiar. Una persona hogareña, explicó Albert Corrigan; con sólo ocho años le había explicado que en cuanto cumpliera los dieciocho se casaría con un buen ganadero para poder hacerse cargo de la granja y ocuparse de él y de su madre cuando envejecieran.
– Lo tenía todo planeado -me explicó. A través de todo se percibían los resquicios de una sonrisa anciana en su voz-. Me indicó que en cuestión de unos años yo debería empezar a prestar atención en a quién contrataba, buscar a alguien con quien ella pudiera casarse. Me aclaró que le gustaban los hombres altos, con el pelo rubio, y que no le importaba que gritasen, pero le desagradaban los borrachos. Gracie siempre supo lo que quería.
Pero cuando tenía nueve años, su madre sufrió una hemorragia al dar a luz al hermanito de Grace y se desangró antes de que el doctor tuviera tiempo de llegar.
– Gracie era demasiado pequeña para asimilar algo así -continuó su padre. Supe por la caída simple y pesada de su voz que había reflexionado sobre aquello un millón de veces, que era una idea que se le había estancado en el pensamiento-. Me di cuenta en cuanto se lo dije. Su mirada: era demasiado niña para escuchar aquello. La partió en dos. De haber sido un par de años mayor, quizá lo hubiera encajado bien. Pero después de aquello cambió. No hubo ningún cambio en particular. Seguía siendo una niña estupenda, hacía sus deberes y demás, y no era respondona. Se hizo cargo de la casa… aunque el estofado que había visto cocinar a su madre tantas veces en una cocina más alta que ella no le saliera de rechupete. Sin embargo, nunca más volví a saber qué le rondaba por la cabeza.
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