Y si bien él sí reconocía sus impulsos, nunca los había materializado. En parte por miedo, pensaba. No quería que sus compañeros de trabajo supieran que era homosexual. Ellos eran su familia, su auténtica familia. No quería hacer nada que lo distanciase de ellos. Ahora, jubilado, seguía siendo virgen. Resultaba curioso, pero le costaba establecer una correspondencia entre esa palabra y un hombre de casi setenta años. Describía a jóvenes de ambos sexos a un paso de nuevas experiencias, no a personas mayores. La verdad era que aún se sentía con energía, y a veces todavía pensaba que podría ser -¿agradable?, ¿interesante?- iniciar una relación, pero ése era el problema: no sabía por dónde empezar. No era una novia ruborizada en espera de ser desflorada. Era un hombre con cierto conocimiento de la vida, tanto del lado bueno como del malo. Ya era demasiado tarde, pensaba, para entregarse a alguien con mayor experiencia en cuestiones de sexo y amor.
Cerró herméticamente la botella de vino tinto y la dejó en el frigorífico. Era un truco que había aprendido en la bodega del barrio, y daba resultado siempre y cuando se acordase de dejar el vino a temperatura ambiente durante un rato antes de volver a beber al día siguiente. Apagó las luces, echó el doble cerrojo de las puertas delantera y trasera, y se acostó.
Al principio incorporó el ruido a su sueño, como hacía a veces cuando sonaba el despertador y estaba tan profundamente dormido que en sus sueños empezaban a sonar campanas. En este sueño, una copa de vino caía de la mesa y se hacía añicos contra el suelo. Pero no era su copa de vino, ni era exactamente su cocina, aunque se parecía. Ahora era más amplia y los rincones oscuros se extendían hasta el infinito. Las baldosas del suelo eran las baldosas de la casa donde se había criado, y su madre estaba cerca. La oía cantar, pese a que no la veía.
Se despertó. Por un momento el silencio fue absoluto, y de pronto un levísimo ruido: una esquirla de vidrio bajo un pie, el chirrido de ésta contra una baldosa. Se levantó sigilosamente y abrió el armario junto a su cama. El revólver calibre 38 estaba en el estante, limpio y cargado. Descalzo, cruzó la habitación en ropa interior, y las tablas no crujieron. Conocía esa casa hasta el último detalle, cada una de sus grietas y sus junturas. Aunque era una casa antigua, podía recorrerla sin hacer el menor ruido.
Se detuvo en lo alto de la escalera y esperó. Volvía a reinar el silencio, pero adivinaba aún la presencia de otro. La oscuridad empezó a resultarle opresiva. De repente sintió miedo. Se planteó lanzar una advertencia e inducir así a escapar a quienquiera que estuviese allí abajo, pero sabía que le temblaría la voz y pondría de manifiesto su temor. Mejor seguir adelante. Estaba armado. Era un ex policía. Si se veía obligado a disparar, su propia gente cuidaría de él. A la mierda el otro.
Bajó a tientas por la escalera. La puerta de la cocina estaba abierta. Una única esquirla de cristal destelló a la luz de la luna. Jimmy notó que temblaba y empuñó el arma con las dos manos para sujetarla con pulso más firme. En la planta baja había sólo dos habitaciones: el salón y la cocina, comunicados por una puerta de dos hojas. Vio que esa puerta seguía cerrada. Tragó saliva, y le pareció percibir en la boca el sabor del vino de esa noche. Se había agriado, como el vinagre.
Sintió frío en los pies descalzos y dedujo que la puerta del sótano estaba abierta. Por allí había entrado el intruso, y quizá también salido después de romperse la copa. Jimmy hizo una mueca. Supo que eso era un deseo más que la realidad. Allí había alguien. Sentía su presencia. El salón era lo que tenía más cerca. Empezaría por allí, de manera que si había alguien no pudiese atacarlo por la espalda mientras registraba la cocina.
Miró por el resquicio de la puerta. Había dejado las cortinas descorridas, pero la farola estaba rota y sólo una tenue luz de luna se filtraba a través de los cristales, por lo que apenas se veía nada. Entró rápidamente y enseguida se dio cuenta de que había cometido un error.
Las sombras se alteraron, y recibió un fuerte portazo que le hizo perder el equilibrio. Mientras intentaba apuntar el arma y disparar sintió un escozor en las muñecas: la piel abierta, los tendones seccionados. La pistola cayó al suelo, salpicada por la sangre de sus heridas. Algo le golpeó una vez en la coronilla, luego otra vez, y mientras perdía el conocimiento, le pareció alcanzar a ver la hoja larga y plana de una navaja.
Cuando volvió en sí, estaba tumbado boca abajo en la cocina, con las manos atadas a la espalda, las piernas inmovilizadas y dobladas, los pies contra el trasero, sujetos a su vez a las cuerdas de las manos para impedirle el menor movimiento. Sintió el aire frío en la piel desnuda, pero no tanto como antes. Habían vuelto a cerrar la puerta del sótano, y ahora sólo llegaba una ligera corriente de aire por la rendija entre la puerta de la cocina y el suelo. Pero las baldosas estaban heladas. Se sintió débil. Tenía las manos y la cara pegajosas por la sangre, y le dolía la cabeza. Intentó pedir socorro hasta que la hoja de una navaja le rozó la mejilla. A su lado, la figura había permanecido tan callada e inmóvil que él ni siquiera percibió su presencia hasta que se movió.
– No -dijo una voz masculina que él no reconoció.
– ¿Qué quiere?
– Hablar.
– ¿Hablar de qué?
– De Charlie Parker. De su padre. De su madre.
Jimmy se movió y la sangre volvió a manar de la herida de la cabeza. Los hilillos le entraron en los ojos y le escocieron.
– Si quiere saber algo, hable con él usted mismo. No veo a Charlie Parker desde hace años, desde…
Le metieron una manzana en la boca, con tal fuerza y tan profundamente que no podía expulsarla ni partirla con los dientes. Miró a su agresor a la cara, y pensó que nunca había visto unos ojos tan oscuros e implacables. Éste sostuvo ante sus ojos un trozo de la copa rota. Jimmy apartó la mirada del cristal y la posó en el símbolo que parecía grabado a fuego en la piel del antebrazo de aquel hombre, para fijarla luego otra vez en el cristal. Había visto antes esa marca, y en ese momento supo a qué se enfrentaba.
Animal. Amale.
Anmael.
– Mientes. Ahora aprenderás lo que les pasa a los policías maricones que dicen mentiras.
Con una mano, Anmael agarró a Jimmy por la nuca, obligándolo a mantener la cabeza agachada, mientras con la otra hundía el pie roto de la copa en la piel entre sus omoplatos.
Contra la manzana, Jimmy empezó a gritar.
A Jimmy Gallagher lo encontró Esmeralda, la salvadoreña que iba a su casa dos veces por semana a limpiar. Cuando llegó la policía, la encontraron llorando pero por lo demás serena. Al parecer había visto a muchos muertos en su país y tenía una capacidad limitada para la conmoción. Aun así, no podía dejar de llorar por Jimmy, que siempre había sido bueno y amable con ella, siempre tan aficionado a la broma, y le pagaba más de lo necesario, con un aguinaldo en Navidad.
Fue Louis quien me lo comunicó. Vino al apartamento poco después de las nueve. La noticia había llegado ya a los informativos de la radio y la televisión, pese a que el nombre de la víctima estaba aún por confirmar; pero Louis no había tardado en averiguar que se trataba de Jimmy Gallagher. Permanecí callado durante un rato. Me sentía incapaz de hablar. Era el afecto hacia mi padre y mi madre, y una preocupación innecesaria por mí, lo que lo había inducido a guardar sus secretos. De todos los amigos de mi padre, Jimmy fue el más leal.
Me puse en contacto con Santos, el inspector que me había llevado a Hobart Street la noche que descubrieron el cadáver de Mickey Wallace.
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