Matando a Melody McReady en un estanque de Idaho, hundi é ndole la cabeza bajo el agua mientras ella se sacud í a y las ú ltimas burbujas de ox í geno sal í an a la superficie…
Dici é ndole a Wade Pearce que cerrara los ojos y abriera la boca, prometi é ndole algo agradable, una gran sorpresa, y de pronto meti é ndole el arma entre los dientes y apretando el gatillo, porque se hab í a equivocado respecto a é l. Pens ó que tal vez Wade era el otro - ¿ qu é otro?-, pero no lo era, y é l empez ó a hacer preguntas sobre Melody, su novia, y ella adivin ó sus sospechas…
Bobby Faraday, arrodillado en el suelo ante ella, sollozando, rog á ndole que volviera con é l, mientras ella, a sus espaldas, se acercaba a la alforja de é l, cog í a la cuerda y le colocaba el lazo alrededor del cuello con suavidad. Bobby no la dejaba en paz. No paraba de hablar. Era d é bil. Ya hab í a intentado besarla, abrazarla, pero ahora su contacto la repel í a porque sab í a que no era el que estaba destinado a ella. Ten í a que hacerlo callar, impedirle llevar a cabo sus deseos. As í que ci ñó la cuerda, y Bobby -tan fuerte y en forma- forceje ó con ella, pero ella era fuerte, muy fuerte, m á s fuerte de lo que nadie habr í a imaginado…
Una mano en un fog ó n, y el suave silbido mientras el gas empezaba a salir, como hab í a salido d é cadas antes en una casa propiedad de una tal Jackie Carr; esperando la chica a que murieran los Faraday, al lado de una ventana abierta justo lo suficiente para que ella pudiera tomar bocanadas de aire nocturno. Y de pronto un ruido en el dormitorio, el cuerpo desplom á ndose en el suelo: Kathy Faraday, casi vencida por los efluvios, intentando arrastrarse hasta la cocina para apagar el fog ó n, su marido ya muerto junto a ella. La chica se hab í a visto obligada a sentarse sobre la espalda de Kathy, tap á ndose la boca para protegerse de las inhalaciones, hasta asegurarse de que la mujer ya no…
Dejando se ñ ales; grabando un nombre -su nombre, su verdadero nombre-en lugares donde otros pudieran encontrarlo. No, otros no: el Otro, su Amado, el que a su vez la amaba a ella.
Y la muerte: la muerte mientras las balas penetraban en ella y ca í a al agua fr í a; la muerte mientras el Otro se desangraba sobre ella, mientras ella se desmoronaba en el asiento del coche y su cabeza acababa apoyada en el regazo de é l. La muerte, una y otra vez, y sin embargo el eterno retorno…
Una mano le tiró del brazo.
– Tú, mala puta, te he dicho…
Pero Emily no lo escuchaba. Aquéllos no eran sus recuerdos. Pertenecían a otra, una que aún no era ella y sin embargo estaba dentro de ella, y por fin comprendió que la amenaza de la que había huido durante tanto tiempo, la sombra que había convertido su vida en tormento, no era una fuerza externa, una agencia existente fuera de ella. Había estado en su interior desde el principio, aguardando el momento de aflorar.
Emily se llevó las manos a la cabeza y se presionó el cráneo a los lados con los puños. Apretó los párpados y los dientes mientras se resistía a las nubes cada vez más espesas, intentando en vano salvarse, aferrarse a su identidad, pero era demasiado tarde. Estaba produciéndose la transformación. Ya no era la chica que en otro tiempo creyó ser, y pronto dejaría de existir para siempre. Se representó la imagen de una mujer ahogándose, tal como se había ahogado Melody McReady luchando para no caer en el olvido, y ella era esa mujer y a la vez la que la mantenía hundida, obligándola a permanecer bajo el agua. La mujer moribunda salió a la superficie por última vez y alzó la vista, y en sus ojos apareció reflejado un ser viejo y terrible, una criatura negra y asexuada con alas oscuras que se desplegaban en su espalda, obstruyendo el paso de toda luz, una cosa tan horrenda que casi era hermosa, o tan hermosa que no tenía cabida en este mundo.
Ello.
Y Emily murió bajo su mano, ahogándose en unas aguas negras, perdida para toda la eternidad. Siempre había estado perdida, desde el mismísimo instante de su nacimiento, cuando ese espíritu extraño y errante eligió su cuerpo como morada, escondiéndose en las sombras de su conciencia, esperando a que la verdad acerca de sí mismo saliera a la luz.
Ahora la criatura en la que se había convertido contempló al hombrecillo que la sujetaba del brazo. Ya no comprendía lo que le decía, sus palabras eran un simple zumbido en los oídos. Daba igual. Sus palabras carecían de importancia. Lo olió y percibió dentro de él la malevolencia causante del hedor que exudaban sus poros. Un maltratador de mujeres. Un hombre rebosante de odio y apetitos extraños y violentos.
Sin embargo no lo juzgó, del mismo modo que no habría juzgado a una araña por devorar a una mosca, o a un perro por devorar un hueso. Eso formaba parte de su naturaleza, y ella encontraba su eco dentro de sí misma.
El hombre le apretó aún más el brazo. Espumarajos de saliva escapaban de su boca, pero ella sólo veía el movimiento de sus labios. Él hizo ademán de levantarse, pero se detuvo. Pareció comprender que algo había cambiado, que lo que consideraba una situación habitual de pronto se había vuelto atrozmente ajena. Ella se desprendió de la mano de aquel hombre y se arrimó a él. Le cogió la cara entre las palmas de las manos y se inclinó para besarlo, plantando la boca abierta en la suya, indiferente al sabor amargo, al aliento fétido, a los dientes podridos y a las encías amarillentas. Él forcejeó un momento, pero nada pudo hacer ante la fuerza de aquella mujer. Ella exhaló dentro de él, con la mirada fija en la suya, mostrándole lo que sería de él después de la muerte.
Shelley no la vio irse, ni Harbaruk, ni ninguno de los otros que trabajaban con ella. Si los recuerdos de esa noche se hubiesen rebobinado y proyectado en una pantalla para que todos ellos vieran lo sucedido, en el momento de marcharse la chica habrían visto una masa grisácea cruzar el bar, una forma vacía con un vago parecido a un ser humano.
El hombre corpulento de la camiseta con la flecha regresó del lavabo. Su amigo estaba sentado donde lo había dejado, de espaldas a la barra, con la mirada perdida, fija en la pared.
– Ya es hora de irse, Ronnie -dijo. Le dio una palmada en la espalda, pero su amigo no se movió-. Eh, Ronnie.
Se situó ante él y enmudeció. Pese a su estado de ebriedad, comprendió que su amigo no tenía salvación.
Ronnie lloraba lágrimas de sangre y agua, y movía los labios formando las mismas palabras una y otra vez. Se le habían reventado los capilares de los ojos y los tenía totalmente enrojecidos, dos soles negros idénticos recortándose contra sus cielos. Aunque hablaba en susurros, su amigo lo oía.
– Lo siento -decía Ronnie-. Lo siento, lo siento, lo siento…
A una señal de Epstein, la mujer había servido más café, de nuevo con un poco de leche para mí y solo para él. Entre nosotros seguían los dos símbolos.
– ¿Qué significan? -pregunté.
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