John Connolly - Los amantes

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Tusquets nos trae la nueva aventura de Charlie Parker, el detective imán para las desgracias, sobre todo las ajenas, que consigue, con cada libro, nuevos seguidores para su creador, el irlandés John Connolly.
Ya hemos hablado en Lecturalia de los libros anteriores de Parker, así que queda claro que esperamos, sobre todo yo, como agua de mayo cada nueva historia. Connolly ha alcanzado un equilibrio magistral entre el terror y la novela negra, con unos personajes principales de primer orden y unos secundarios más que bien definidos.
Si en la anterior entrega, Los hombres de la guadaña, todo el protagonismo era cedido a Louis y a Angel, tratando de cerrar historias anteriores al mismo tiempo que se convertía en el menos oscuro de sus libros, Connolly retoma con Los amantes la historia de Parker y su peculiar situación personal en la que, todo hay que decirlo, no está en su mejor momento, con la licencia de detective retirada, trabajando en un bar y alejado de lo que le queda de familia.
Los amantes nos lleva a la investigación por parte del detective de la historia de su propio padre, el cual, tras asesinar a una joven pareja, acabó suicidándose en su propia casa. A medida que revuelve el pasado de su padre toda la trama se complica y aparecen detalles que podrían estar conectados con quién es él en realidad y qué sucede a su alrededor, incluyendo el descubrimiento tanto de nuevos enemigos como de protectores en las sombras.
Impresionante la aparición de entidades que parecían haber abandonado la serie como la mujer y la hija de Parker, que dan al libro sus mejores momentos de terror, logrando crear la atmósfera oscura que mejor define estas novelas. Lástima que sean apenas unos momentos, la verdad.
En general el libro deja buenas sensaciones, pero parece más que Connolly ha decidido contarnos pequeñas perlas aclaratorias, definiendo bien el camino que quiere tomar más adelante en la narración. En ese sentido es muy parecido a Los hombres de la guadaña: la preparación y desarrollo se enfrentan a un final brusco, informativo y que deja con ganas de más. En ese sentido es inferior a libros anteriores como El ángel negro, mucho más completo en todos los sentidos. ¿Es esa la idea de Connolly? Lo cierto es que está explicando el mundo y sus personajes con detalle, posicionando las figuras para comenzar a jugar la partida final.
Los amantes es un libro cuyo atractivo estriba en las respuestas que da y las preguntas que plantea, necesario para los seguidores de Charlie Parker pero desaconsejable para iniciarse en la serie con él.

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– Nunca se me ha dado bien hablar con las mujeres -dijo Harbaruk cuando concluía la entrevista-. Aunque no lo parezca, así es.

Era una chica poco común, pensó. Parecía necesitar unos kilos más y tenía los brazos tan delgados que sin duda podría rodearle los bíceps en su punto más ancho con una mano, pero era indiscutiblemente guapa, y lo que al principio había tomado por fragilidad, hasta el punto casi de descartar la posibilidad de contratarla nada más verla, se revelaba ahora como algo más complejo e indescriptible. Se advertía en ella cierta fortaleza. Quizá no física -aunque empezaba a pensar que no era tan débil como aparentaba, y si algo se le había dado siempre bien a Ken Harbaruk era juzgar la fortaleza de un adversario-, sino más bien una férrea firmeza interior. Harbaruk intuyó que la chica había pasado épocas difíciles, pero no se había venido abajo.

– Pues conmigo no le ha costado mucho hablar -dijo ella.

Sonrió. Quería el empleo.

Harbaruk cabeceó, sabiendo que ella estaba adulándolo pero sonrojándose ligeramente de todos modos. Sintió el calor en las mejillas.

– Gracias por decirlo -contestó él-. Es una lástima que no todo en la vida pueda resolverse con una entrevista ante un refresco.

Se puso en pie y le tendió la mano. Ella lo imitó y se dieron un apretón.

– Parece buena chica. Hable con Shelley, aquella de allí. Es la encargada de la barra. Le asignará los turnos y ya veremos qué tal se llevan.

Ella le dio las gracias, y así fue como se convirtió en camarera del bar restaurante Sports de Ken Harbaruk, sede local de la Liga Nacional de Hockey, como anunciaba en enormes letras blancas y negras el rótulo encima de la puerta. A su lado, un jugador de hockey de neón lanzaba el disco y luego levantaba las manos en un gesto triunfal. El jugador iba vestido de rojo y blanco, en una insinuación de la ascendencia polaca de Ken. Siempre le preguntaban si era pariente de Nick Harbaruk, que había disfrutado de una carrera de dieciséis años, desde 1961 hasta 1977, incluidas cuatro temporadas con los Penguins de Pittsburgh en la década de 1970. No era pariente suyo, pero no le molestaba que se lo preguntasen. Se sentía orgulloso de los compatriotas polacos que habían triunfado sobre el hielo: Nick, Pete Stemkowski, John Miszuk, Eddie Leier entre los de otros tiempos, y Czerkawski, Oliwa y Sidorkiewicz entre los recientes. Había fotografías de ellos en la pared bajo uno de los televisores, parte de un pequeño santuario dedicado a Polonia.

El santuario se hallaba cerca de donde en ese momento la chica recogía vasos y tomaba nota de los últimos pedidos. Había sido una larga noche, y se había ganado a pulso hasta el último dólar en propinas. La blusa le olía a cerveza derramada y fritos, y le dolían las plantas de los pies. Sólo deseaba acabar, marcharse a casa y dormir. Al día siguiente libraba; sería el primer día desde su llegada que no trabajaba en la cafetería o en el bar, o en los dos sitios. Pensaba levantarse tarde y hacer la colada. Chad, el joven que la rondaba, la había invitado a salir, y ella, un tanto vacilante, había accedido a ir al cine con él, pese a que aún conservaba vivo el recuerdo de Bobby Faraday y de lo ocurrido. Pero se sentía sola, y se dijo que una película poco daño podía hacer.

Cuando empezaron los comentarios de después del partido, Ken puso las noticias en un intento de vaciar más deprisa el local. La chica valoraba en Ken el hecho de que para él la vida no se redujera a los deportes. Leía un poco y estaba al corriente de lo que pasaba en el mundo. Tenía opiniones sobre política, historia y arte. Según Shelley, tenía demasiadas opiniones y se mostraba demasiado dispuesto a compartirlas con los demás. Shelley, cincuentona, estaba casada con un vago afable que pensaba que el sol salía al despertar Shelley y la noche era la manera en que el mundo lamentaba verse privado de la voz de Shelley mientras dormía. Sentado delante de la barra, tomándose una cerveza sin alcohol, esperaba para llevarla a casa en coche. Shelley era rubia y trabajaba con ahínco, y por consiguiente no le gustaba ver a ninguna de sus chicas esforzarse menos que ella. Estaba tres noches detrás de la barra, a veces junto con Ken si había partido. Hasta entonces la chica había trabajado con ella cinco veces, y después de la experiencia de la primera noche, dio gracias por la relativa paz de la tercera noche, cuando Ken estuvo al frente y todo fue un poco más relajado, aunque también un poco menos eficaz y un poco menos rentable.

Sólo quedaban dos hombres en su zona, y se hallaban en tal estado de embriaguez que se habría visto obligada a cortarles el suministro de no haber sido porque el bar estaba a punto de cerrar. Advirtió que de un momento a otro pasarían de la melancolía a la malevolencia, y para ella sería un alivio cuando se fueran. Mientras recogía los vasos y las canastas vacías de alas de pollo de la mesa a su derecha, notó que alguien le tocaba la espalda.

– Eh -dijo uno de los hombres-. Eh, encanto. Sírvenos otra.

Ella hizo como si no lo oyera. No le gustaba que los hombres la tocasen así.

El otro se rió y cantó un fragmento de una canción de Britney.

– Eh.

Esta vez el hombre la tocó con más fuerza. Ella se volvió.

– Vamos a cerrar -dijo.

– De eso nada. -Consultó el reloj con un gesto ostensible-. Aún nos quedan cinco minutos. Puedes traernos dos cervezas más.

– Lo siento, chicos. Ya no os puedo servir.

Por encima de sus cabezas pasaron a dar otra noticia. Ella dirigió la mirada hacia el televisor. Se veían destellos de flashes y coches de policía. Aparecían fotografías superpuestas sobre las imágenes: un hombre, una mujer y una niña. Se preguntó qué les habría ocurrido. Intentó saber si era una noticia local, y al ver las siglas del Departamento de Policía de Nueva York en el flanco de uno de los coches, dedujo que no lo era. Aun así, no podía ser nada bueno, no si sacaban sus fotografías. La mujer y la niña habían desaparecido o muerto, tal vez el hombre también.

– ¿Cómo que no nos puedes servir? -oyó preguntar a sus espaldas.

Era uno de los dos borrachos, el más bajo y sin embargo más hostil. Vestía una camiseta de los Patriots manchada de ketchup y el jugo de las alitas de pollo, y tras unas gafas baratas se le veían los ojos vidriosos. Rondaba los treinta y cinco años y no llevaba alianza nupcial. Despedía un olor acre, presente desde el momento que llegó. Al principio ella pensó que era por falta de higiene, pero empezaba a sospechar que se debía a una sustancia que segregaba, un contaminante interno que se mezclaba con su sudor.

– Déjalo, Ronnie -terció su amigo, más alto y más gordo, y mucho más borracho-. Me voy a desaguar el canario.

Pasó a trompicones junto a ella, mascullando una disculpa. Llevaba una camiseta negra con una flecha blanca apuntada hacia su entrepierna.

En el televisor volvió a cambiar la imagen. La chica alzó la vista. Otro hombre, no el primero, apareció bajo el resplandor de las luces. Parecía confuso, como si hubiera salido de su casa esperando encontrar paz, no aquel caos.

Un momento, pensó. Un momento. Yo a ti te conozco. Yo a ti te conozco. Era un recuerdo antiguo que no conseguía situar del todo. Algo se removió dentro de ella. Oyó un zumbido en su cabeza. Intentó sacudírselo, pero el ruido aumentó de volumen. La boca se le llenó de saliva y la traspasó un creciente dolor entre los ojos, como si le clavaran una aguja en el cráneo a través del puente de la nariz. Sintió un hormigueo en las yemas de los dedos.

– Mírame cuando te hablo -dijo Ronnie, pero ella no le prestó atención. La asaltaban recuerdos fragmentarios, escenas de distintas películas antiguas proyectándose en su cabeza, sólo que en todas la protagonista era ella.

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