Ahora que había llegado el momento, no sabía bien por dónde empezar.
– ¿Qué sabe de Caroline Carr?
– Prácticamente nada -contestó-. Era de lo que ahora es un barrio residencial de Hartford, Connecticut. Su padre murió cuando ella tenía seis años. No quedan parientes vivos. Si la hubiesen concebido para ser anónima, no habría podido pedirse más.
– Pero no era anónima. Alguien vino a buscarla.
– Eso parece. Su madre murió al incendiarse su casa. Posteriores investigaciones revelaron que el incendio podría haber sido provocado.
– ¿Podría haber sido?
– Un cigarrillo encendido en el fondo de un cubo de basura, con papeles apilados encima, y un fogón de gas que no estaba del todo apagado. Podría haber sido un accidente, sólo que ni Caroline ni su madre fumaban.
– ¿Una visita?
– Esa noche no tuvieron visitas, según Caroline. A veces su madre recibía a caballeros, pero la noche que murió sólo Caroline y ella dormían en la casa. Su madre bebía. Estaba dormida en el sofá cuando se declaró el incendio, y probablemente ya había muerto cuando la alcanzaron las llamas. Caroline escapó descolgándose de una ventana en el piso de arriba. Cuando nos conocimos, me dijo que vio a dos personas observar la casa desde el bosque mientras ardía: un hombre y una mujer. Estaban cogidos de la mano. Pero para entonces alguien había dado la voz de alarma; algunos vecinos corrían ya a ayudarla y los bomberos estaban en camino. Su mayor preocupación era su madre, pero la planta baja ya había sido engullida por el fuego. Cuando volvió a pensar en el hombre y la mujer, habían desaparecido.
»Me dijo que, según creía, el incendio lo había provocado la pareja del bosque, pero cuando intentó contar a la policía lo que había visto, ellos le quitaron importancia, considerando que no eran más que las imaginaciones de una joven sumida en el dolor. Pero Caroline volvió a verlos, poco después del funeral de su madre, y se convenció de que pretendían hacerle a ella lo mismo que a su madre; o de que, en realidad, el objetivo era ella desde el principio.
– ¿Y por qué lo pensó?
– Un presentimiento. Por la manera en que la miraron, la manera en que sintió que la miraban. Llámelo instinto de supervivencia. Fuera cual fuese la razón, se marchó del pueblo después del funeral de su madre, decidida a buscar trabajo en Boston. Allí alguien intentó tirarla al metro. Notó una mano en la espalda y se tambaleó al borde del andén hasta que una joven la agarró y la salvó. Cuando miró alrededor, vio a un hombre y una mujer marcharse hacia la salida. La mujer se volvió a mirarla, y Caroline dijo que la reconoció: era la que había visto en Hartford. La segunda vez que los vio fue en South Station, cuando subía a un tren con destino a Nueva York. Le pareció que la observaban desde el andén, pero no la siguieron.
– ¿Quiénes eran?
– Entonces no lo sabíamos, y aún ahora no lo sabemos con certeza. Bueno, sí sabemos cómo se llamaba el hombre que murió bajo las ruedas de un camión, y los chicos que su padre mató en Pearl River, pero en último extremo esos nombres no han servido de nada. La confirmación de sus identidades no aclaró en modo alguno por qué perseguían a Caroline Carr, o a usted.
– Mi padre creía que Missy Gaines y la mujer que mató a mi madre eran la misma persona -dije-. Por extensión, debía de creer que Peter Ackerman y el chico que murió con Missy Gaines también eran los mismos. ¿Cómo es posible?
– Desde que nos conocemos, hace ya años, tanto usted como yo hemos presenciado cosas extrañas -contestó Epstein-. ¿Quién sabe qué debemos creer y qué descartar? No obstante, contemplemos primero la explicación más lógica o verosímil: durante un periodo de más de cuarenta años alguien ha contratado a una pareja de sicarios, un hombre y una mujer, para asesinarlo a usted, o a las personas allegadas a usted, incluida la mujer que fue su madre natural. Cuando moría una pareja, al cabo de un tiempo la sustituía otra. Estos sicarios se distinguían por ciertas marcas en los brazos, una para el hombre y otra para la mujer, justo aquí. -Se señaló un punto a medio camino entre la muñeca y la sangría del codo en el antebrazo izquierdo-. Desconocemos la razón por la que se ha elegido a sucesivas parejas para esto.
»Las investigaciones en torno a Missy Gaines, Joseph Dryden y Peter Ackerman revelaron que todos habían llevado una existencia totalmente normal durante gran parte de sus vidas. Ackerman era un cabeza de familia, Missy Gaines una adolescente modélica, Dryden ya era un bala perdida, pero no peor que otros muchos. De pronto, en algún momento, su comportamiento se alteró. Se desligaron de la familia y los amigos. Buscaron a un miembro del sexo opuesto desconocido hasta entonces, crearon un vínculo e iniciaron la cacería. Al principio, buscaban aparentemente a Caroline Carr, y más tarde, en los casos de Gaines y Dryden, lo buscaban a usted. Así que ésta es la explicación lógica: parejas dispares, unidas sólo por su determinación de causarle daño a usted y a su familia, actuando bien por voluntad propia, bien conforme a los designios de otro.
– Pero usted no da crédito a la explicación lógica.
– Pues no.
Epstein echó un brazo atrás y, tras hurgar en el bolsillo de su abrigo, sacó una fotocopia que desplegó sobre la mesa. Era un artículo científico y mostraba un insecto volando: una avispa.
– ¿Qué sabe usted de las avispas, señor Parker?
– Que pican.
– Cierto. Algunas, el grupo más numeroso de los Hymenoptera, son también parasitarios. En los insectos huéspedes elegidos…, orugas, arañas…, ponen huevos externamente, que atacan al huésped desde fuera, o los introducen en el cuerpo del huésped. Al final, las larvas aparecen y consumen al huésped. Esta conducta es relativamente habitual en la naturaleza, y no sólo entre las avispas. El icneumón, por ejemplo, utiliza a las arañas y a los áfidos para incubar a sus crías. Cuando inyecta sus huevos, inyecta también una toxina que paraliza al huésped. Luego las crías consumen al huésped desde dentro, empezando por los órganos menos necesarios para la supervivencia, tales como la grasa y las entrañas, a fin de mantener vivo al huésped el máximo tiempo posible antes de avanzar finalmente hacia los órganos esenciales. Con el tiempo, sólo queda un cascarón vacío. La manera de consumir al huésped pone de manifiesto cierto entendimiento instintivo de que un huésped vivo es mejor que uno muerto, pero por lo demás es todo bastante primitivo, aunque no puede negarse que desagradable.
Inclinándose, golpeteó la fotografía de la avispa.
– Ahora bien, existe una araña tejedora de telas orbiculares llamada Plesiometa argyra, autóctona de Costa Rica. También ella es presa de una avispa, pero de un modo interesante. La avispa ataca a la araña y la paraliza temporalmente mientras deposita sus huevos en la punta del abdomen de la araña. Luego se va, y la araña recupera la movilidad. Continúa su vida como siempre, tejiendo sus telas, atrapando insectos, mientras las larvas de la avispa se adhieren a su abdomen y se alimentan de sus jugos a través de pequeñas picaduras. Esto prosigue durante un par de semanas, y después ocurre algo francamente extraño: se altera el comportamiento de la araña. De algún modo, por medios desconocidos, las larvas, valiéndose de secreciones químicas, obligan a la araña a modificar la construcción de sus telas. En lugar de una tela redonda, la araña teje una plataforma reforzada de menor tamaño. Una vez acabada, las larvas matan a su huésped y forman un capullo en la nueva tela, a resguardo del viento, la lluvia y las hormigas depredadoras, y se inicia así su siguiente estadio de desarrollo. -Se relajó un poco-. Suponga que sustituimos a las avispas por espíritus errantes, y a las arañas por humanos: quizás así empecemos a comprender cómo es posible que hombres y mujeres en apariencia corrientes, llegado un punto, cambien por completo, muñéndose lentamente por dentro a la vez que permanecen inalterados por fuera. Una teoría interesante, ¿no cree?
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