Ross cerró los ojos y esperó a que Brad continuase.
– A esa tal Gaines la mató el padre de Charlie Parker. A la otra mujer se la cargó el compañero de su padre dieciséis años antes.
Por fin, a su pesar, entregó las hojas. Ross examinó el símbolo de la primera, el aparecido en el cadáver de Melody, y lo comparó con el símbolo de las muertes anteriores.
– Demonios -exclamó.
Brad se sonrojó, pese a que sabía que no era el culpable de lo que vendría a continuación.
– Lo que viene es aún peor. Mira la segunda hoja. Eso apareció grabado en un árbol cerca del cadáver de un chico llamado Bobby Faraday.
Esta vez Ross juró más enérgicamente.
– La tercera marca se encontró en la madera junto a la puerta trasera de la casa de la familia Faraday. Se dio por supuesto que se habían suicidado, pero el jefe, un hombre llamado Dashut, parecía tener sus dudas. Tardaron cinco días en descubrirla.
– ¿Y nos llega ahora?
– La policía del estado no la envió. Por allí son muy territorialistas. Al final, Dashut se cansó al ver que no avanzaban y pasó por encima de ellos.
– Busca todos los informes que encuentres sobre la chica esa, la McReady, y sobre los Faraday.
– Ya los he pedido -contestó Brad-. Deberían llegar en menos de una hora.
– Ve a esperarlos.
Brad obedeció.
Ross dejó las hojas al lado de un juego de fotografías que tenía en la mesa desde esa mañana. Procedentes del escenario del crimen de la noche anterior en Hobart Street, mostraban el símbolo dibujado en la pared de la cocina con la sangre de Mickey Wallace.
A Ross le habían informado del asesinato una hora después de descubrirse el cadáver de Wallace, y había pedido que le hicieran llegar, antes de las nueve de la mañana siguiente, las fotografías y las copias de toda la documentación relacionada con el caso. En cuanto vio el símbolo, procedió a borrar el rastro. Tras recibirse ciertas llamadas en One Police Plaza, el símbolo se limpió de la pared de la cocina. Cuantos habían pasado por el lugar del hecho recibieron aviso de que el símbolo era vital para el caso, y toda mención a él fuera del equipo de investigación inmediato acarrearía acciones disciplinarias y, en último extremo, el despido sin recurso de apelación. Se extremaron aún más las medidas de seguridad en torno a todos los expedientes policiales relacionados con los homicidios de Pearl River, la mujer tiroteada en Gerritsen Beach y la muerte accidental de Peter Ackerman en el cruce de la calle Setenta y ocho con la Primera Avenida nueve meses antes. Dichas medidas impedían el acceso a esos expedientes sin el permiso expreso del agente especial Ross y los subcomisarios de Operaciones e Inteligencia del Departamento de Policía de Nueva York, pese a que todos los informes pertinentes habían sido meticulosamente «esterilizados» después de los sucesos de Pearl River para asegurar que toda correspondencia que pudiera surgir en fecha posterior se remitiese a la oficina del comisario y, tras su creación, a la Unidad Cinco. Cualquier indagación referente a ellos activaría una alerta.
Ross sabía que la muerte de un periodista, aunque ya no ejerciese como tal, atraería a otros periodistas como moscas, y las circunstancias de la muerte de Wallace, asesinado en una casa donde una década antes se habían cometido dos asesinatos de gran resonancia pública, despertarían aún mayor atención. Era importante mantener el máximo secreto en la investigación, pero no podía ser totalmente hermética, o los periodistas más suspicaces empezarían a percibir un intento de encubrimiento. Por consiguiente se decidió, de común acuerdo con One Police Plaza, que se presentaría a los medios una conveniente «fachada» de colaboración, y una serie de comunicados extraoficiales controlados con rigor difundirían información suficiente para mantener a raya a los medios sin llegar de hecho a divulgar nada que pudiera poner en peligro la marcha de la investigación.
Ross resiguió con los dedos el símbolo fotografiado en la pared; luego abrió varias carpetas en su escritorio y sacó copias de cuatro fotografías distintas. Pronto tenía la mesa cubierta de variaciones de las mismas imágenes, símbolos grabados a fuego en la carne, labrados en la madera y tallados en la piedra.
Ross volvió la silla hacia la ventana y contempló la ciudad. Al mismo tiempo marcó un número utilizando una línea segura. Contestó una mujer.
– Póngame con el rabino, por favor -dijo Ross.
En cuestión de segundos Epstein estaba al aparato.
– Soy Ross.
– Esperaba su llamada.
– ¿Ya se ha enterado, pues?
– Recibí una llamada anoche para ponerme sobre aviso.
– ¿Sabe dónde está Parker?
– Anoche el señor Gallagher lo acogió en su casa.
– ¿Eso es de dominio público?
– No ha llegado a los medios. El señor Gallagher tomó la precaución de quitar la matrícula cuando se dio cuenta de que podía verse obligado a llevar a cabo un rescate.
Ross sintió alivio. Sabía que, a falta de una pista en Nueva York, los periodistas ya habían intentado localizar a Parker a través del bar de Maine donde trabajaba. Había telefoneado a la delegación de Portland para pedir que unos agentes se acercaran a la casa de Parker, y por tanto estaba enterado ya de la presencia de dos coches y una unidad de televisión aparcados delante. Por otra parte, el dueño del Great Lost Bear había informado a un agente de que se había visto obligado a colgar un cartel en su puerta: PERIODISTAS NO. A fin de asegurarse de que se cumplía su orden, había apostado en la entrada a dos hombres corpulentos, proporcionándoles previamente unas camisetas encargadas deprisa y corriendo donde se leía el rótulo PERIODISTAS NO. Según el agente en cuestión, dichos hombres aguardaban para iniciar su trabajo cuando él visitó el bar. Eran sin lugar a dudas, dijo, dos de los individuos más grandes que había visto en la vida.
– ¿Y ahora qué?
– Parker se ha ido de casa de Gallagher esta mañana -informó Epstein-. Ignoro dónde está.
– ¿Ha hablado usted con Gallagher?
– Dice que no sabe adónde ha ido Parker, pero ha confirmado que Parker ya lo sabe todo.
– Eso significa que irá a buscarlo a usted.
– Estoy preparado.
– Voy a enviarle cierto material. Es posible que le resulte interesante -dijo Ross.
– ¿Qué clase de material?
– ¿Recuerda el símbolo que se descubrió en los cadáveres de las mujeres del riachuelo de Shell Bank y Pearl River? Tengo otras tres versiones delante, una de dos años atrás, las otras de hace unos meses. En todos los casos se trata de muertes violentas.
– La mujer está dejando avisos, señales para el Otro -explicó Epstein.
– Y ahora su opuesto ha dejado su nombre en sangre en la casa de Charlie Parker, así que está haciendo lo mismo.
– Manténgame informado, por favor.
– Descuide.
Se despidieron y colgaron. Ross volvió a llamar a Brad y le ordenó que solicitara el rastreo del teléfono móvil de Parker y que destinara a dos hombres a la protección del rabino Epstein.
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