»Después del funeral, Epstein se puso en contacto conmigo. Él no asistió. Creo que era un acto demasiado público para él, y prefirió permanecer en segundo plano. Vino aquí, a esta casa, se sentó en la silla donde ahora estás sentado tú, y me preguntó qué sabía acerca de los homicidios. Yo le conté lo mismo que te he contado a ti, todo. Luego se marchó y no volví a verlo, ni siquiera hablé con él hasta que tú viniste con tus preguntas. Y después se presentó Wallace, y pensé que debía informar a Epstein. Por Wallace no me preocupé mucho: hay formas de resolver estas cosas, y supuse que era posible ahuyentarlo si surgía la necesidad. En cambio tú…, sabía que volverías una y otra vez, que se te había metido entre ceja y ceja la idea de husmear en la tierra y no pararías hasta encontrar los huesos. Epstein me dijo que su gente ya había tomado medidas para detener a Wallace, y que yo debía contarte lo que sabía. -Se reclinó en su silla, agotado-. Así que ahora ya lo sabes todo.
– ¿Y te lo has callado todo este tiempo?
– Ni siquiera hablé de ello con tu madre, y si he de serte sincero, digamos que me alegré cuando me anunció que te llevaba a Maine. Me dio la sensación de que así ya no tendría que responsabilizarme de ti, de que podría convencerme de que lo había olvidado todo.
– ¿Me lo habrías contado si yo no hubiese venido a preguntar?
– No. ¿Para qué? -De pronto pareció pensárselo mejor-. Mira, no lo sé. He leído sobre ti, y he oído las historias sobre la gente que has encontrado, y los hombres y mujeres que has matado. En todos esos casos había algo extraño. Quizás en los últimos dos años he pensado que debías estar enterado para…
Se esforzó por encontrar las palabras adecuadas.
– ¿Para qué?
Decidió que ya las tenía, aunque no quedó del todo satisfecho.
– Para que estuvieses preparado cuando volviesen -dijo.
Recibí la llamada en el móvil poco antes de las doce de la noche. Jimmy había ido a prepararme la cama en la habitación de invitados, y yo, sentado a la mesa de la cocina, intentaba aún asimilar lo que me había contado. Ya no sentía el suelo sólido bajo mis pies, y temía no ser capaz de sostenerme al levantarme. Quizá debería haber puesto en duda la historia de Jimmy, o al menos mostrarme escéptico en cuanto a algunos detalles hasta poder investigarlos más detenidamente yo mismo, pero no lo hice. En el fondo de mi alma sabía que todo lo que me había contado era verdad.
Consulté el identificador de llamadas antes de contestar, pero no reconocí el número.
– ¿Diga?
– ¿Señor Parker? ¿Charlie Parker?
– Sí.
– Soy el inspector Doug Santos de la Sesenta y ocho. ¿Podría decirme dónde se encuentra ahora?
La Sesenta y ocho incluía Bay Ridge, donde yo vivía antes con mi familia. La noche que murieron Susan y Jennifer, los primeros en llegar al lugar del crimen fueron los agentes de esa comisaría, junto con Walter Cole.
– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué pasa?
– Por favor, limítese a contestar a mi pregunta.
– Estoy en Brooklyn, en Bensonhurst.
Cambió el tono de su voz. Mientras en un primer momento habló con sequedad y eficiencia, de pronto se advirtió en sus palabras un mayor apremio. Yo ignoraba cómo había ocurrido, pero tenía la sensación de haberme convertido en posible sospechoso en cuestión de segundos.
– ¿Podría facilitarme una dirección? Me gustaría hablar con usted.
– ¿De qué se trata, inspector? Es tarde y he tenido un día muy largo.
– Preferiría hablar con usted en persona. ¿Cuál es la dirección?
– Un momento.
Jimmy acababa de volver del cuarto de baño. Enarcó una ceja en un gesto interrogativo cuando yo tapé el micrófono del teléfono con la mano.
– Es un policía de la Sesenta y ocho. Quiere hablar conmigo. ¿Tienes inconveniente en que lo reciba aquí? Algo me dice que quizá necesite una coartada.
– No hay problema -contestó Jimmy-. ¿Sabes el nombre?
– Santos.
Jimmy movió la cabeza en un gesto de negación.
– No lo conozco. Ya es tarde, pero si quieres, puedo hacer alguna que otra llamada y averiguar qué ocurre.
Di la dirección a Santos. Me dijo que llegaría en menos de una hora. Entretanto, Jimmy se dispuso a telefonear a sus propios contactos, aunque Walter Cole seguía siendo una opción si él no sacaba nada en claro. Tiró a la basura la botella de vino vacía mientras hacía la primera llamada, que le bastó para averiguar algo. Cuando colgó, estaba alterado.
– Ha habido un asesinato -dijo.
– ¿Dónde?
– No te va a gustar. En Hobart 1219. Hay un muerto en la cocina de tu antigua casa. Puede que tengas sentimientos encontrados cuando sepas quién es: Mickey Wallace.
Santos llegó media hora después. Era alto y moreno, y no debía de tener mucho más de treinta años. Poseía la expresión ávida de alguien decidido a ascender en el escalafón tan deprisa como fuese humanamente posible, sin importarle mucho pisotear los dedos a los demás en el camino. Se llevó una decepción al descubrir que yo tenía coartada para toda la noche, y encima una coartada corroborada por un policía. Así y todo, aceptó un café, y si bien no se mostró precisamente cordial, se relajó lo suficiente para no ocultar el hecho de que yo ya no era un sospechoso potencial.
– ¿Usted conocía a ese hombre? -preguntó.
– Se proponía escribir un libro sobre mí.
– ¿Y a usted eso qué le parecía?
– No me hacía mucha gracia. Intenté disuadirlo.
– ¿Le importaría decirme cómo?
Si Santos hubiese estado provisto de antenas, habrían empezado a vibrar. Aunque yo no hubiese matado personalmente a Wallace, podría haber buscado a alguien que lo hiciera por mí.
– Le dije que no cooperaría. Me aseguré de que ninguna persona cercana a mí cooperase tampoco.
– Por lo visto no captó la indirecta. -Santos tomó un sorbo de café. Pareció sorprenderle gratamente el sabor-. Muy bueno el café -dijo a Jimmy.
– Blue Mountain -contestó Jimmy-. Sólo el mejor.
– ¿Ha dicho usted que antes trabajaba en el Distrito Noveno? -preguntó Santos.
– Así es.
Santos volvió a dirigirme su atención.
– Su padre trabajó también en el Noveno, ¿no?
Casi admiré la capacidad de Santos para documentarse a toda prisa. A menos que hubiera estado haciendo indagaciones ya antes, alguien debía de haberle dado por teléfono los principales detalles de mi expediente de camino a Bensonhurst.
– Exacto -respondí.
– ¿Y a qué ha venido? ¿A recordar viejos tiempos?
– ¿Tiene eso algo que ver con el caso?
– No lo sé. ¿Lo tiene?
– Oiga, inspector -dije-. Yo quería que Wallace dejara de fisgar en mi vida, pero no deseaba su muerte. Y si hubiera contratado a un asesino, no habría sido para matarlo en la habitación donde murieron mi mujer y mi hija, y me habría asegurado de estar muy lejos cuando eso ocurriese.
Santos asintió.
– Supongo que tiene razón. Sé quién es usted. Por más cosas que cuenten, me consta que tonto no es.
– Todo un halago -contesté.
– Lo es, ¿verdad? -Suspiró-. He hablado con unas cuantas personas antes de venir aquí. Me han asegurado que no es su estilo.
– ¿Le han dicho cuál es mi estilo?
– Me han dicho que no me conviene saberlo, y les he creído, pero todos coinciden en que su estilo no tiene nada que ver con lo que le han hecho a Mickey Wallace. -Esperé-. Lo han torturado con una navaja -explicó Santos-. No ha sido un trabajo muy sutil, pero sí eficaz.
Supongo que alguien quería obligarlo a hablar. En cuanto ha dicho lo que sabía, lo han degollado.
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