– Ha sido una mala muerte -contestó-. Alguien se lo ha tomado con calma a la hora de matarlo. He intentado llamarle, pero tenía el móvil apagado.
Me dijo que habían llevado el cadáver de Jimmy al depósito del forense jefe en el hospital Kings County de Clarkson Avenue, en Brooklyn, y le propuse quedar allí.
Santos fumaba un cigarrillo en la acera cuando el taxi se detuvo ante el depósito.
– No es usted un hombre fácil de localizar -comentó-. ¿Es que ha perdido el móvil?
– Algo así.
– Cuando acabemos aquí, tenemos que hablar.
Tiró la colilla, y lo seguí al interior del edificio. Él y otro inspector llamado Travis permanecieron a ambos lados del cadáver mientras el ayudante del forense retiraba la sábana. Yo estaba al lado de Santos. Él observaba al ayudante. Travis me observaba a mí.
Ya habían lavado a Jimmy, que presentaba múltiples incisiones en la cara y el tronco. Uno de los cortes, en la mejilla izquierda, era tan profundo que le vi los dientes a través de la herida.
– Dele la vuelta -indicó Travis.
– ¿Puede echarme una mano? -pidió el ayudante-. Pesa mucho.
Travis llevaba unos guantes de plástico azules, al igual que Santos. Yo llevaba las manos descubiertas. Observé a los tres mientras movían el cuerpo de Jimmy, colocándolo primero de costado y luego boca abajo.
Le habían grabado la palabra MARICA en la espalda. Algunos de los cortes eran más irregulares que otros, pero todos eran profundos. Debió de haber gran profusión de sangre, y mucho dolor.
– ¿Con qué se lo hicieron?
Fue Santos quien contestó.
– Las letras, con el pie roto de una copa de vino, y el resto con algún tipo de navaja. No encontramos el arma, pero presentaba heridas poco comunes en el cráneo.
Ladeó la cabeza de Jimmy con delicadeza y apartó el pelo en la coronilla para revelar en el cuero cabelludo un par de contusiones superpuestas, de forma cuadrada. Santos cerró el puño derecho y simuló descargar dos golpes en el aire.
– Para esto, deduzco que se usó un cuchillo grande de algún tipo, quizás un machete o algo parecido. Pensamos que el asesino golpeó a Jimmy un par de veces con la empuñadura para derribarlo, luego lo ató y se puso manos a la obra con el filo del arma. Al lado de su cabeza había manzanas con marcas de dientes. Por eso nadie oyó ningún grito.
No hablaba con indiferencia, ni su actitud traslucía insensibilidad. Más bien parecía cansado y triste. Aquél era un ex policía, y uno a quien muchos recordaban con afecto. A esas alturas los detalles del asesinato, la palabra grabada en la espalda, ya se habrían dado a conocer.
La pesadumbre y la ira por su muerte se verían ligeramente atenuadas por las circunstancias. El asesinato de un maricón: así lo llamarían algunos. ¿Quién sabía que Jimmy Gallagher era de la otra acera?, preguntarían. Al fin y al cabo, habían bebido con él. Habían compartido comentarios sobre las mujeres con que se cruzaban. Él mismo había salido con alguna. Y durante todo ese tiempo había escondido la verdad. Y algunos dirían que siempre lo habían sospechado y se preguntarían qué había hecho él para acabar así. Correrían rumores: había hecho una proposición a quien no debía; había tocado a un niño…
Vaya, conque un niño.
– ¿Parten ustedes de que es un crimen homófobo? -pregunté.
Travis se encogió de hombros y habló por primera vez:
– Podría tratarse de eso. En cualquier caso tendremos que hacer preguntas que a Jimmy no le habrían gustado. Será necesario averiguar si había amantes o aventuras pasajeras, o si estaba metido en algo extremo.
– No aparecerán amantes -afirmé.
– Se le ve muy seguro de eso.
– Lo estoy. Jimmy vivió como avergonzado, siempre con miedo.
– ¿De qué?
– De que alguien se enterase. De que sus amigos lo supiesen. Eran todos policías, y de la vieja escuela. No debía de dar por hecho ni mucho menos que la mayoría lo apoyase. Pensaba que se burlarían o le darían la espalda. No quería ser el hazmerreír de todos. Antes que eso prefería estar solo.
– Pues si no guarda relación con su estilo de vida, ¿por qué ha acabado así?
Me detuve a pensar por un momento.
– Manzanas -dije.
– ¿Cómo? -preguntó Travis.
– Ha dicho que encontraron manzanas a su lado. ¿Más de una?
– Seis. Tal vez el asesino pensó que Jimmy las partiría a mordiscos al cabo de un rato.
– O tal vez se detenía después de cada letra.
– ¿Por qué?
– Para hacer preguntas.
– ¿Sobre qué?
Fue Santos quien contestó.
– Sobre él -dijo, señalándome-. Cree que esto tiene que ver con el caso de Wallace.
– ¿Y usted no?
– Wallace no tenía la palabra «marica» grabada en la piel -dijo Santos, pero me di cuenta de que desempeñaba el papel de abogado del diablo.
– Los dos fueron torturados para obligarlos a hablar -afirmé.
– Y usted los conocía a los dos -añadió Santos-. ¿Por qué no vuelve a contarnos qué está haciendo en Nueva York?
– Intento averiguar por qué mi padre mató a dos adolescentes en un coche en 1982 -respondí.
– ¿Y Jimmy Gallagher sabía la respuesta?
No contesté. Me limité a cabecear.
– ¿Qué cree que le dijo a su asesino? -preguntó Travis.
Miré las heridas infligidas en su cuerpo. Yo habría hablado. Es un mito que los hombres son capaces de soportar la tortura. Tarde o temprano todos se vienen abajo.
– Cualquier cosa con tal de que acabaran -dije-. ¿Cómo murió?
– Por asfixia. Le metieron una botella de vino en la boca, empezando por el cuello. Eso da peso a la tesis de la homofobia: el uso de un objeto… ¿Cómo se dice?…, fálico. O así es como lo presentarán.
Era un acto de venganza, de humillación. Habían dejado a un hombre honorable desnudo y atado, con una marca en la espalda que sería un baldón para él entre sus compañeros de la policía, ensombreciendo el recuerdo de la persona que habían conocido. Entonces pensé que aquello no había sido por lo que Jimmy Gallagher sabía o no sabía. Lo habían castigado por guardar silencio, y nada de lo que pudiera decir lo habría librado de ese final.
Santos hizo una seña al ayudante del forense. Entre los tres colocaron otra vez a Jimmy boca arriba y le taparon la cara; luego lo devolvieron a su lugar entre los cadáveres numerados. Allí lo dejamos, tras la puerta cerrada.
Fuera, Santos encendió otro cigarrillo. Ofreció uno a Travis, que aceptó.
– Es consciente, supongo, de que si está en lo cierto y esto no es un caso de homofobia -dijo-, ese hombre murió por usted. ¿Qué nos oculta?
¿Y ya qué más daba? Todo se acercaba a su final.
– Eche un vistazo a los expedientes de los homicidios de Pearl River -sugerí-. El chico que murió tenía una marca en el antebrazo. Parecía grabada a fuego en la piel. Esa marca es la misma que se encontró en la pared de Hobart Street, pintada con la sangre de Wallace. Deduzco que en casa de Jimmy encontrarán una marca parecida en algún sitio.
Travis y Santos cruzaron una mirada.
– ¿Dónde estaba? -pregunté.
– En su pecho -contestó Santos-. Dibujada con sangre. Nos han advertido que debemos mantenerlo en secreto. Supongo que se lo cuento porque… -Se paró a pensar-. En fin, no sé por qué se lo cuento.
– Entonces, ¿a qué ha venido todo eso ahí dentro? Ustedes no creen que haya sido un caso de homofobia. Les consta que está relacionado con la muerte de Wallace.
– Sólo queríamos oír antes su versión de la historia -dijo Travis-. A eso se llama «investigar». Nosotros hacemos preguntas, usted no las contesta, nosotros nos quedamos frustrados. Por lo que me han contado, con usted ésa es la pauta establecida.
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