– Intento llevar un negocio, Charlie -dijo Dave-. Me estás dejando colgado.
– No estamos tan desbordados, Dave -aduje-. Gary puede ocuparse de la entrega de Nappi, y yo ya estaré de regreso a tiempo para el camión de la semana que viene. Tenemos existencias de sobra de algunas de las cerveceras artesanales, así que podemos dejar que se agoten.
– ¿Y qué pasará mañana por la noche?
– Nadine ha pedido turnos extra. Deja que cargue ella con parte del peso.
Dave hundió la cara en las manos.
– Te odio -dijo.
– No, no me odias.
– Sí. Tómate tu semana libre. Si seguimos aquí cuando vuelvas, estarás en deuda conmigo. Me deberás tiempo por un tubo.
Esa noche no contribuyó a levantarle el ánimo a Dave. Alguien intentó robar la cabeza de oso ornamental del comedor, y no nos dimos cuenta de que había desaparecido hasta que el ladrón se disponía a salir del aparcamiento con la cabeza asomando por la ventanilla del acompañante. Nos invadieron unos cuantos aficionados a los cócteles, de manera que incluso Gary, que al parecer conocía mejor los cócteles que los demás, se vio obligado a recurrir a la chuleta escondida detrás de la barra. Unos estudiantes pidieron una ronda tras otra de bombas de cereza y bombas Jäger, y un empalagoso olor a Red Bull impregnó el ambiente. Cambiamos quince barriles, tres veces más que una noche cualquiera, aunque lejos del récord de veintidós.
Y también se respiraba el sexo en el aire. Al fondo había una cincuentona que no habría sido más depredadora si hubiese tenido garras y dientes afilados como cuchillas, y pronto se reunieron con ella otras dos o tres para formar una manada. Los camareros las llamaban las «Elixir», por una vendedora de artículos de higiene dental semimítica que, según contaban, había atendido a sucesivos hombres en el aparcamiento en el transcurso de una noche. Al final atrajeron a un par de jugadores de International Players of the World, hombres muy machos cuyo aftershave libró una guerra de fragancias con el olor residual a Red Bull. En un momento dado me planteé darles un manguerazo a todos para enfriarlos, pero antes de que surgiera la necesidad se marcharon en busca de un rincón más oscuro de la ciudad.
A la una, los quince empleados estaban agotados, pero nadie quería irse aún a casa. Después de limpiar los surtidores de cerveza y aprovisionar las neveras preparamos hamburguesas y patatas fritas, y casi todos tomaron una copa para distenderse. Desconectamos el sistema por satélite que proporcionaba música al bar, y pusimos, en orden aleatorio, una lista de canciones suaves grabadas en una iPod: Sun Kil Moon, Fleet Foxes, la reedición de Pacific Ocean de Dennis Wilson. Por fin, la gente empezó a marcharse, y Dave y yo comprobamos que todo estuviera desconectado en la cocina, apagamos las últimas velas, nos aseguramos de que no quedaba nadie en los lavabos, metimos el dinero en la caja fuerte y cerramos la puerta. Nos despedimos en el aparcamiento y, antes de irse cada uno por su lado, Dave repitió que me odiaba.
Al abrir la puerta de mi casa me detuve en el umbral y agucé el oído. Seguía alterado desde mi encuentro con Mickey Wallace y su historia de las dos figuras que había entrevisto. Yo había dejado marchar a esos fantasmas. La casa ya no era su sitio. Sin embargo, cuando la recorrí tras marcharse Wallace, no sentí miedo, ni verdadera intranquilidad; nunca había experimentado esa clase de sensaciones. De hecho, la casa estaba tranquila y percibí su vacío. Aquello que había estado allí, fuera lo que fuese, se había ido.
El piloto de mi contestador automático parpadeaba. Pulsé el botón y oí la voz de Jimmy Gallagher. Parecía un poco bebido, pero el mensaje era claro y sencillo, y no podía haber sido más oportuno.
«Charlie, ven a verme», decía. «Te contaré lo que quieres saber.»
Tres pueden guardar un secreto
si dos de ellos están muertos.
Almanaque del pobre Richard,
Benjamin Franklin (1706-1790)
Jimmy Gallagher debía de estar pendiente de mi llegada, ya que abrió la puerta antes de que llamase. Me lo imaginé por un momento sentado junto a la ventana, su rostro reflejándose ya en el cristal debido a la creciente oscuridad, tamborileando con los dedos en el alféizar, buscando impaciente con la mirada a aquel cuya visita esperaba, pero al entrar no vi en sus ojos la menor impaciencia, ni miedo ni preocupación. A decir verdad, me pareció más relajado que nunca. Llevaba una camiseta y un pantalón tostado con manchas de pintura bajo una sudadera de los Yanquees con capucha y calzaba mocasines. Parecía un veinteañero que de pronto, al despertar de una siesta, hubiera descubierto que había envejecido cuarenta años y, sin embargo, se viera obligado aún a seguir vistiendo la misma ropa de antes. A mí siempre me había parecido un hombre para quien la apariencia lo era todo, ya que lo recordaba invariablemente con chaqueta y una camisa limpia y almidonada, y a menudo una elegante corbata de seda. Ahora se había despojado de toda formalidad y me pregunté, a medida que avanzaba la noche y escuchaba los secretos que salían de él a borbotones, si esos rigores que se imponía en el vestir eran sólo parte de las defensas erigidas para protegerse no únicamente a sí mismo y su propia identidad, sino también el recuerdo y la vida de aquellos que le importaban.
No dijo nada cuando me vio. Se limitó a abrir la puerta, a asentir una vez y a darse media vuelta para llevarme a la cocina. Cerré y lo seguí. En la cocina ardían un par de velas, una en el alféizar y otra en la mesa. Junto a la segunda vela había una botella de buen vino tinto -quizá muy bueno-, un decantador y dos copas. Jimmy tocó el cuello de la botella con ternura, acariciándolo como si fuera una mascota querida.
– He estado esperando un pretexto para abrirla -dijo-. Pero hace tiempo que no tengo muchos motivos de celebración. Básicamente voy a funerales. Cuando uno llega a mi edad, es lo normal. Este año ya he ido a tres. Todos policías, y todos muertos de cáncer. -Dejó escapar un suspiro-. Yo no quiero irme de esa manera.
– Eddie Grace está muriéndose de cáncer.
– Eso he oído. He pensado en ir a verlo, pero Eddie y yo… -Cabeceó-. Lo único que teníamos en común era tu padre. Cuando él se fue, Eddie y yo no tuvimos ya ninguna razón para tratarnos.
Me acordé de lo que me dijo Eddie justo antes de irme: que toda la vida de Jimmy Gallagher había sido una mentira. Quizás Eddie se refería, aunque veladamente, a la homosexualidad de Jimmy. Pero ahora me constaba que había otras mentiras que descubrir, aunque fuesen mentiras por omisión. No obstante, Eddie Grace no era quién para juzgar cómo debía vivir un hombre su vida, no como había juzgado a Jimmy. Todos mostramos una cara al mundo y mantenemos otra oculta. No podríamos sobrevivir de otra manera. Mientras Jimmy se desahogaba y me revelaba poco a poco los secretos de mi padre, llegué a entender por qué Willy Parker se había desmoronado bajo semejante peso, y sólo sentí pena por él y por la mujer a quien había traicionado.
Jimmy extrajo un sacacorchos de un cajón y cortó cuidadosamente el plomo de la botella antes de insertar la punta del sacacorchos en el tapón. Le bastó con dos golpes de muñeca y un único tirón para desprender el corcho con un satisfactorio y etéreo estampido. Lo miró para asegurarse de que no estaba seco ni en mal estado, y lo tiró a un lado.
– Antes olfateaba los corchos -explicó-, pero una vez alguien me comentó que no indican nada sobre la calidad del vino. Una lástima. Me gustaba lo que eso tenía de ritual, hasta que me enteré de que uno quedaba como un ignorante.
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