– Está hablando de una conspiración.
– Estoy hablando de protección. Estoy hablando de gente con intereses creados en mantener a Parker en la calle.
– ¿Por qué?
– Lo ignoro. Puede que sea porque aprueban lo que hace.
– Pero ha perdido la licencia de investigador privado -adujo Mickey-. No puede tener un arma de fuego.
– No puede portar legalmente un arma de fuego en el estado de Maine. Pero puede dar por hecho que tiene armas almacenadas en algún sitio.
– Lo que quiero decir es que si existía una conspiración para protegerlo, algo ha cambiado.
– No tanto como para que acabe entre rejas, que es lo que se merece. -Tyrrell golpeteó la mesa con el dedo índice para dar mayor énfasis.
Mickey se reclinó. Había llenado páginas y páginas de anotaciones. Le dolía la mano. Observaba a Tyrrell, que mantenía la mirada fija en su tercer whisky. Le habían servido generosamente, copas como no había visto en ningún bar. Si él hubiese consumido semejante cantidad de alcohol, ya estaría dormido. Tyrrell permanecía recto, pero se encontraba en las últimas. Mickey no iba a sacarle nada más de provecho.
– ¿Por qué lo odia tanto?
– ¿Eh? -Tyrrell levantó la vista. Pese a los vapores de la embriaguez progresiva, le sorprendió una pregunta tan directa.
– A Parker. ¿Por qué lo odia tanto?
– Porque es un asesino.
– ¿Sólo por eso?
Tyrrell parpadeó lentamente.
– No. Porque hay algo en él que no cuadra, no cuadra en absoluto. Es como… Es como si no tuviera sombra, o imagen en el espejo. Parece normal, pero si uno lo mira con atención, no lo es. Es una aberración, una abominación.
Dios santo, pensó Mickey.
– ¿Va usted a misa? -preguntó Tyrrell.
– No.
– Pues debería. Un hombre ha de ir a misa. Le ayuda a verse a sí mismo en perspectiva.
– Lo tendré en cuenta.
Tyrrell alzó la mirada, su semblante transformado. Mickey se había extralimitado.
– No se pase de listo conmigo, muchacho. Fíjese en usted, escarbando en la inmundicia, esperando embolsarse unos dólares a costa de la vida de un hombre. Es un parásito. No cree en nada. Yo sí creo. Creo en Dios, y creo en la ley. Distingo el bien del mal, la bondad de la maldad. He vivido siempre conforme a esos principios. He limpiado esta ciudad distrito a distrito, eliminando de raíz a aquellos que se pensaban que por ser representantes de la ley estaban por encima de la ley. Pues bien, yo les demostré su error. Nadie debe estar por encima de la ley, y menos los policías, da igual si llevan la placa ahora o si la llevaron hace diez años, hace veinte. Encontré a los que robaban, a los que se aprovechaban de los camellos y las fulanas, a los que administraban su versión de justicia callejera en callejones y apartamentos vacíos, y les pedí cuentas. A la hora de rendirlas, no dieron la talla.
»Porque hay un proceso en marcha. Hay un sistema de justicia. Es imperfecto, y no siempre funciona como debería, pero es lo mejor que tenemos. Y cualquiera, cualquiera que se aparte de ese sistema para erigirse en juez, jurado o verdugo de los demás es enemigo de ese sistema. Parker es enemigo de ese sistema. Sus amigos son enemigos de ese sistema. Por culpa de sus actos, otros consideran aceptable actuar de la misma manera. Su violencia engendra más violencia. No pueden llevarse a cabo acciones malvadas en nombre del bien común, porque el bien se deteriora. Se corrompe y contamina por lo que se ha hecho en su nombre. ¿Lo entiende, señor Wallace? Ésos son hombres grises. Cambian los límites de la moralidad a su conveniencia y emplean los fines para justificar los medios. Para mí, eso es inadmisible, y si tiene usted una pizca de decencia, opinará lo mismo que yo. -Apartó el vaso bruscamente-. Ya hemos terminado.
– Pero ¿y si los otros no actúan, si no pueden actuar? -preguntó Mickey-. ¿Vale más dar rienda suelta al mal que sacrificar una pequeña parte del bien para plantarle cara?
– ¿Y eso quién lo decide? -preguntó Tyrrell. Se tambaleó un poco mientras se ponía el abrigo, pugnando por encontrar los agujeros de las mangas-. ¿Usted? ¿Parker? ¿Quién decide cuál es el nivel aceptable del bien que ha de sacrificarse? ¿Cuánto mal ha de cometerse en nombre del bien antes de que se convierta él mismo en mal?
Se palpó los bolsillos y oyó complacido el tintineo de las llaves. Mickey confió en que no fuesen llaves de coche.
– Vaya a escribir su libro, señor Wallace. Yo no lo leeré. Dudo mucho que tenga algo que decirme que no sepa ya. Pero le daré un consejo de balde. Por muy malos que sean los amigos de Parker, él es peor. Yo me andaría con cuidado al preguntar por ellos, y tal vez preferiría dejarlos fuera de la historia por completo, pero Parker es letal porque se cree parte de una cruzada. Espero que lo presente como el canalla que es, pero yo no le daría la espalda en ningún momento.
Tyrrell formó una pistola con la mano, apuntó a Mickey y dejó caer el pulgar como el percusor contra la recámara. A continuación salió del bar con paso un tanto vacilante, no sin antes estrecharle la mano a Hector una vez más. Mickey guardó el cuaderno y el bolígrafo y fue a pagar la cuenta.
– ¿Es usted amigo del capitán? -preguntó Hector mientras Mickey calculaba la propina y la anotaba a mano en la cuenta a fines tributarios.
– No -contestó Mickey-, no lo creo.
– El capitán no tiene muchos amigos -dijo Hector, y en el tono de su voz se percibió algo, acaso lástima.
Mickey lo miró con interés.
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a que aquí vienen policías a todas horas, pero él es el único que bebe solo.
– Fue inspector de Asuntos Internos -señaló Mickey.
Hector cabeceó.
– Lo sé, pero no es eso. Sencillamente es… -Hector buscó la palabra-. Sencillamente es un capullo -concluyó, y luego reanudó la lectura de su revista de culturismo.
En su habitación, mientras los detalles seguían frescos en su memoria, Mickey pasó a limpio sus notas de la entrevista con Tyrrell. El asunto del chulo era interesante. Buscó el nombre de Johnny Friday en Google, junto con los detalles facilitados por Tyrrell, y encontró unos cuantos artículos contemporáneos, así como otro más extenso, escrito para un periódico de reparto gratuito, titulado «Johnny Friday: la vida brutal y el final atroz de un proxeneta». Lo acompañaban dos fotos de Friday. La primera lo mostraba tal como era en vida, un negro enjuto, alto, de mejillas hundidas y ojos desproporcionadamente grandes. Rodeaba con los brazos a un par de chicas en ropa interior de encaje, las dos con sendas franjas negras sobre los ojos para preservar su anonimato. Mickey se preguntó dónde estarían ahora. Según el artículo principal, las jóvenes que mantenían una relación profesional con Johnny Friday vivían condenadas a existencias desdichadas.
La segunda foto, tomada en la mesa del depósito de cadáveres, mostraba el alcance de las lesiones infligidas a Friday en el transcurso de la paliza que le costó la vida. Mickey supuso que la fotografía se había publicado a petición de la familia de Friday; eso, o por decisión de la policía a fin de difundir un mensaje. Estaba irreconocible. Tenía el rostro hinchado y cubierto de sangre; la mandíbula, la nariz y un pómulo rotos, y le habían hecho saltar unos cuantos dientes de las encías. Además, había sufrido heridas internas generalizadas: una costilla rota le había perforado un pulmón por dos sitios, y se le había reventado el bazo.
El nombre de Parker no se mencionaba, como era de esperar, pero una «fuente policial» había declarado al autor del artículo que tenían un sospechoso, aunque aún sin pruebas suficientes para presentar cargos. Michael calculó las probabilidades de que esa fuente fuese Tyrrell y decidió que eran alrededor del cincuenta por ciento. Si lo era, significaba que ya hacía una década albergaba serios recelos sobre Parker, y acaso justificados. Tyrrell no le inspiraba mucha simpatía a Mickey, pero sin duda el asesino de Johnny Friday era un hombre peligroso, alguien capaz de una gran violencia, un individuo rebosante de rabia y odio. Mickey intentó cotejar esa imagen con la del hombre que había conocido en Maine y con lo que había oído decir a otros sobre él. Se frotó el vientre, aún sensible, al recordar el puñetazo que había recibido en el porche delantero de la casa de Parker, así como el destello que había asomado brevemente a sus ojos. Sin embargo, no hubo más golpes, y la cólera desapareció de su semblante casi tan rápido como había aparecido, dando paso a una expresión, creyó Mickey, de vergüenza y pesar. En ese momento no le concedió importancia -ocupado como estaba en no echar las tripas-, pero, al reflexionar sobre ello más tarde, vio claramente que si bien Parker no ejercía aún pleno control sobre su ira, sí había aprendido a contenerla en cierta medida, aunque no de manera tan inmediata como para librar a Mickey de un hematoma en el abdomen. Pero si Tyrrell no se equivocaba, ese hombre tenía las manos manchadas con la sangre de Johnny Friday. No era sólo un homicida, sino también un asesino, y Mickey se preguntó cuánto había cambiado realmente en los años transcurridos desde la muerte de Johnny Friday.
Читать дальше