»Y si vuelve a ponerme la mano encima, nos veremos en los tribunales, pedazo de cabrón.
Dicho esto, Wallace dio media vuelta y regresó trabajosamente a su coche.
Y yo pensé: A la mierda.
Aimee Price vino a casa esa misma noche después de haberle dejado un mensaje en su despacho contándole buena parte de lo sucedido desde la aparición de Wallace en el Bear. Rechazó un café y preguntó si tenía una botella de vino abierta. No tenía, pero le abrí una con mucho gusto. Era lo mínimo que podía hacer.
– De acuerdo -dijo después de probar el vino cautamente y decidir que no iba a provocarle convulsiones-. Esto no es mi especialidad, así que he tenido que informarme, pero en rigor, desde el punto de vista jurídico, la situación es la siguiente. En principio, como sujeto de una biografía no autorizada sobre tu vida, puedes entablar demanda por diversas razones legales: difamación, apropiación indebida del derecho de publicidad, violación de información confidencial… Pero en tu caso la vía más probable sería intromisión en la vida privada. No eres un personaje público como puedan serlo un actor o un político, así que tienes cierto derecho a preservar tu vida privada. Hablamos del derecho a impedir que se hagan públicos datos privados que podrían resultar bochornosos si no guardan relación con asuntos de interés público; del derecho a impedir que se hagan declaraciones o insinuaciones falsas o engañosas sobre ti; y de la protección contra la intrusión que significa la intrusión física literal en tu entorno privado mediante el acceso a tu propiedad.
– Como ha hecho Wallace -apunté.
– Sí, pero él podría sostener que la primera vez pasó por aquí para hablar contigo y dejar su tarjeta, y la segunda vez, según lo que me has contado, ha sido por invitación tuya.
Me encogí de hombros. Tenía razón.
– ¿Y cómo ha ido la segunda visita? -preguntó.
– Podría haber ido mejor -respondí.
– ¿En qué sentido?
– Para empezar, si no le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
– Pero, Charlie, por favor. -Pareció sinceramente defraudada, y yo me avergoncé aún más de mi conducta. En un intento de compensar mis fallos, le conté mi conversación con Wallace de manera tan pormenorizada como la recordaba, omitiendo toda mención a la mujer y la niña que, según él, había visto.
– ¿Me estás diciendo que tu amigo Jackie también ha amenazado a Wallace? -preguntó.
– Yo no se lo pedí. Debió de pensar que me hacía un favor.
– Al menos demostró más contención que tú. Wallace podría haberte denunciado por agresión, pero imagino que no lo hará. Salta a la vista que quiere escribir ese libro, y eso puede estar por encima de cualquier otra consideración siempre y cuando no le causes un daño duradero.
– Se marchó por su propio pie -dije.
– Pues por poco que te conozca, puede considerarse afortunado.
Encajé el golpe. No estaba en posición de discutir.
– ¿Y eso en qué situación nos deja?
– No puedes impedirle que escriba el libro. Como él mismo ha dicho, gran parte del material pertinente es de dominio público. Lo que podemos hacer es solicitar, u obtener por otros medios, una copia del manuscrito y repasarlo con lupa buscando pruebas de difamación o de clara intromisión en la vida privada. Pediríamos entonces un mandamiento judicial para evitar la publicación, pero debo advertirte que en general los jueces son reacios a conceder esa clase de mandamientos en atención a la Primera Enmienda. Lo máximo a lo que podríamos aspirar es a una compensación económica. Es muy probable que el editor haya incluido una cláusula de garantía e inmunidad en el contrato de Wallace, si damos por supuesto que es fruto de un acuerdo formal. Por otra parte, si las cosas se han hecho correctamente, habrán contratado un seguro para ampararse ante el riesgo de difusión indebida de la obra en los medios. En otras palabras, no sólo nos será imposible evitar que este caballo salga desbocado, sino que. ni siquiera podremos cerrar del todo la puerta de la cuadra cuando se haya ido.
Me recliné en la silla y cerré los ojos.
– ¿Seguro que no quieres un poco de vino? -preguntó Aimee.
– Seguro. Si empiezo, quizá no pueda parar.
– Lo siento -dijo-. Hablaré con más gente y veré si queda algún otro camino, pero no me hago muchas ilusiones. Y otra cosa, Charlie.
Abrí los ojos.
– No vuelvas a amenazarlo. Basta con que mantengas las distancias. Si se acerca a ti, aléjate. No te dejes arrastrar a enfrentamientos. Y eso es aplicable también a tus amigos, por buenas que sean sus intenciones.
Lo que nos llevó a otro problema.
– Ya, bueno, eso precisamente podría traer más complicaciones -comenté.
– ¿Cómo?
– Ángel y Louis.
A Aimee le había contado lo justo sobre ellos para que no se llevara a engaño.
– Si Wallace empieza a escarbar, puede que sus nombres salgan a la luz -dije-. Y no creo que ellos vayan a tener muy buenas intenciones.
– No parece que anden dejando muchos rastros.
– Eso da igual. No va a gustarles, y menos a Louis.
– Pues prevenlos.
Me detuve a pensarlo.
– No -contesté-. Esperemos a ver qué pasa.
– ¿Crees de verdad que es lo más acertado?
– En realidad no, pero Louis es partidario de las medidas preventivas. Si le digo que quizá Wallace empiece a hacer preguntas sobre él, podría decidir que lo más conveniente es que no pregunte nada en absoluto.
– Haré como si no te hubiera oído -dijo Aimee. Apuró el vino de un trago y dio la impresión de que estaba tentada de tomar algo más con la esperanza de borrar mis palabras de su memoria-. Dios santo, ¿cómo has acabado con amigos así?
– No sabría decírtelo -contesté-, pero no creo que Dios haya tenido nada que ver.
Mickey Wallace se marchó de Portland al día siguiente por la mañana temprano. Bullía de rencor, poseído de una ira que apenas podía contener y que le era ajena, porque Mickey rara vez se enfurecía verdaderamente. Pero su encuentro con Parker, unido a los esfuerzos de aquel amigo suyo, el Neanderthal, por amedrentarlo lo habían transformado por completo. Estaba acostumbrado a los intentos de intimidación de los abogados, y lo habían inmovilizado contra una pared y amenazado con daños más graves al menos dos veces, pero hacía muchos años que nadie le daba un puñetazo como el de Parker. De hecho, la última vez que se vio envuelto en algo parecido a una pelea en serio aún estaba en el instituto, y en esa ocasión tuvo la suerte de saltarle un diente a su adversario de un golpe. Lamentó no haber sido capaz de hacer lo mismo con Parker, y cuando tomó el puente aéreo en Logan, imaginó situaciones alternativas, una en la que obligaba al detective a hincarse de rodillas y lo humillaba, no a la inversa. Se deleitó con esas fantasías por unos minutos y luego las apartó de su mente. Ya encontraría otras maneras de conseguir que Parker se arrepintiese, entre ellas, por encima de todo, acabar el libro en el que tenía puesto todo su empeño y del que, según pensaba, dependía su prestigio profesional.
Todavía lo inquietaba lo experimentado en casa de Parker durante aquella noche de bruma. Había esperado que la intensidad de su reacción, su miedo y su confusión disminuirían, pero no había sido así. Por el contrario, siguió durmiendo mal, y la primera noche después de aquel encuentro se despertó a las 4:03, convencido de que no estaba solo en la habitación del motel. Encendió la lámpara junto a la cama, y la bombilla de bajo consumo cobró vida lentamente, propagando la luz por casi toda la habitación pero dejando en penumbra los rincones, lo que le produjo la incómoda sensación de que la oscuridad retrocedía de mala gana ante la luz, ocultando la presencia que él había percibido en los lugares que la lámpara no iluminaba. Recordó a la mujer agazapada junto a la puerta de la cocina y a la niña deslizando el dedo por el cristal del coche. Debería haber podido ver sus caras, pero no las vio, y sospechaba que al menos debía dar gracias por ese pequeño acto de misericordia. Sus caras se le ocultaron por una razón. Porque el Viajante se las hab í a destrozado, é se era el motivo, porque no dej ó all í nada aparte de sangre y hueso y cuencas vac í as. Y t ú no quer í as ver eso, desde luego que no, porque esa imagen te habr í a acompa ñ ado hasta que tus ojos se cerrasen por ú ltima vez y cubriesen tu propia cara con la s á bana. Nadie ser í a capaz de contemplar ese grado de brutalidad sin quedar trastornado para siempre.
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