En cuanto llegó a un punto donde ya no se le veía desde la puerta echó a correr. Resbaló y cayó pesadamente, hundiéndosele los brazos hasta los codos en la nieve helada, empapándosele los pantalones. Gimoteó mientras se ponía en pie y se sacudía la ropa. En ese momento oyó un sonido a sus espaldas. Aunque un poco ahogado por la bruma, era claramente identificable.
Era el sonido de la puerta trasera al abrirse.
Volvió a correr. Vio el coche. Encontró las llaves en el bolsillo y pulsó el botón de apertura una vez para encender los faros. Al instante se paró en seco y sintió un nudo en el estómago.
Había una criatura, una niña pequeña, al otro lado del coche, mirándolo a través de la ventanilla del acompañante. Tenía la mano izquierda abierta contra el cristal y con el dedo índice de la derecha trazaba dibujos en el vaho. Mickey no le veía bien la cara, pero presentía que no la habría visto mejor aunque hubiese estado sólo a unos centímetros de ella. Era tan insustancial como la bruma que la rodeaba.
– No -dijo Mickey-. No, no.
Sacudió la cabeza. De detrás de él llegaron los crujidos de la nieve dura bajo unos pies, los de una figura invisible que se acercaba. Mientras los oía tuvo la impresión de que si desandaba el camino hasta la parte de atrás de la casa sólo encontraría las huellas de sus propios pasos.
– Dios mío -susurró Mickey-. Dios mío, Dios mío.
Pero la niña se retiraba ya entre la bruma y los árboles, levantando la mano derecha en un gesto burlón de despedida. Michael aprovechó la oportunidad y emprendió una última carrera hacia el coche. Abrió la puerta, entró, cerró de un portazo y pulsó el seguro interno. Pese al miedo, no le temblaron los dedos cuando arrancó y salió al camino, sin mirar a derecha ni izquierda, sólo al frente. Llegó a la carretera a toda velocidad y dio un volantazo a la derecha, cruzó el puente en dirección a Scarborough, y los haces de los faros dibujaron su propio contorno en la bruma al intentar traspasarla. Aparecieron casas y, más allá, a su debido tiempo, las luces tranquilizadoras de los establecimientos comerciales de la Interestatal 1. Sólo al llegar a la gasolinera a su derecha aminoró la marcha. Entró en el aparcamiento y pisó el freno; se reclinó en el asiento y trató de respirar acompasadamente.
El semáforo del cruce cambió de color. Al volverse, fijó su atención en la ventanilla del acompañante, y lo que en un primer momento le parecieron formas caprichosas en el vaho adquirió de pronto una imagen nítida.
En la ventanilla, alguien había escrito:
NO SE ACERQUE A MI PAPÁ
Mickey mantuvo la mirada fija en las palabras por un momento, luego pulsó el botón para bajar la ventanilla y destruir el mensaje. Cuando tuvo la certeza de que había desaparecido, volvió a su motel y se fue derecho al bar. Sólo después de un vodka doble reunió valor para empezar a poner al día sus notas, y necesitó otro doble para vencer el temblor de la mano.
Esa noche, Mickey Wallace no durmió bien.
No encontré la tarjeta de Wallace hasta que abrí la puerta de atrás al día siguiente por la tarde para sacar la basura. Estaba en el portal, adherida al cemento helado. La miré, volví a entrar y marqué su número de móvil desde el despacho.
Contestó cuando sonó el timbre por segunda vez.
– Mickey Wallace.
– Soy Charlie Parker.
Tardó un momento en volver a hablar, y cuando lo hizo, parecía nervioso, aunque, como buen profesional, enseguida recobró la compostura.
– Señor Parker, me disponía a llamarle. Me preguntaba si ha pensado en mi propuesta.
– He estado dándole vueltas -respondí-. Me gustaría quedar con usted.
– Estupendo. -Sorprendido, aumentó una octava el tono de su voz, pero de inmediato recuperó su timbre habitual-. ¿Dónde y cuándo?
– ¿Por qué no se pasa por aquí? Pongamos dentro de una hora. ¿Sabe dónde vivo?
Siguió un breve silencio. -No. ¿Puede darme indicaciones? Mis indicaciones fueron complicadas y minuciosas. Me pregunté si se molestaba siquiera en anotarlas.
– ¿Le ha quedado claro? -pregunté al terminar.
– Sí, creo que sí. -Le oí tomar un sorbo de algo.
– ¿Quiere volver a leérmelas?
Wallace se atragantó. Cuando acabó de toser, contestó:
– No es necesario.
– Bueno, si tan seguro está…
– Gracias, señor Parker. No tardaré en llegar.
Colgué. Luego recorrí el camino de acceso y encontré las huellas de las ruedas bajo los árboles. Si era Wallace quien había aparcado allí, se había marchado con mucha prisa. Había conseguido remover hielo y nieve hasta dejar la tierra al descubierto. Regresé a la casa y esperé leyendo el Press-Herald y el New York Times hasta que oí entrar un coche por el camino y apareció el Taurus azul de Wallace. No aparcó en el mismo sitio que la noche anterior, sino que siguió derecho hasta la casa. Lo vi apearse, coger la cartera del asiento del acompañante y palparse los bolsillos para comprobar si llevaba un bolígrafo de reserva. Una vez confirmado que todo estaba en orden, cerró el coche con llave.
En el camino de acceso de mi casa. En Maine. En invierno.
Sin aguardar a que llamara a la puerta, abrí y le asesté un puñetazo en el estómago. Se dobló y cayó de rodillas. Entre arcadas, agachó la cabeza.
– Levántese.
Se quedó en el suelo. Apenas podía respirar y pensé que iba a vomitar en mi porche.
– No me pegue más -dijo. Era un ruego, no una advertencia, y me sentí como un grano de arena en el ojo de un perro.
– No le pegaré.
Lo ayudé a ponerse en pie. Se recostó contra la barandilla del porche, apoyando las manos en las rodillas, y esperó a recuperarse. Arrepentido de mi comportamiento, me quedé frente a él. Dejándome arrastrar por la ira me había desahogado con un hombre que no era un rival para mí.
– ¿Está bien?
Asintió, pero tenía un color grisáceo.
– ¿Y eso por qué?
– Creo que ya lo sabe. Por husmear en mi propiedad. Por ser tan tonto como para permitir que se le cayera una tarjeta cuando estuvo aquí.
Se sujetó a la barandilla.
– No se me cayó.
– ¿Pretende decirme que la dejó voluntariamente en mi porche trasero, tirada en el suelo? Resulta poco creíble.
– Le he dicho que no se me cayó. Se la pasé por debajo de la puerta a la mujer que estaba anoche en su casa, pero ella me la devolvió.
Desvié la mirada. Vi los árboles esqueléticos entre las coníferas y el frío resplandor de los canales en las marismas entre la nieve helada. Vi un único cuervo negro perdido en el cielo gris.
– ¿Qué mujer?
– Una mujer con un vestido veraniego. Intenté hablar con ella, pero no quiso.
Lo observé. Era incapaz de mirarme a la cara. Me ofrecía una versión de la verdad, pero había ocultado un elemento crucial. Pretendía protegerse, pero no de mí. Mickey Wallace estaba muerto de miedo. Lo noté por cómo se le iban los ojos una y otra vez hacia la ventana del salón. No sé qué esperaba ver, pero en todo caso se alegraba de que no apareciera.
– Cuénteme qué pasó.
– Vine aquí a la casa. Pensé que fuera del bar estaría usted más dispuesto a conversar.
Supe que mentía, pero no iba a echárselo en cara. Quería oír qué contaba sobre lo sucedido la noche anterior.
– Vi una luz y rodeé la casa hasta la puerta trasera. Dentro había una mujer. Pasé la tarjeta por debajo de la puerta, y ella me la devolvió. Luego…
Se interrumpió.
– Siga -insté.
– Oí la voz de una niña -continuó-, pero venía de fuera. Creo que en algún momento la mujer se reunió con ella, pero como no miré, no estoy del todo seguro.
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