Y marzo esperaba aún entre bastidores, un mes espantoso, de hielo goteante y nieve fundiéndose y los últimos vestigios del invierno acechando desapaciblemente en lugares oscuros. Luego abril, y luego mayo. El verano, y el calor, y los turistas.
Pero de momento allí estaba el invierno, sin el menor anuncio de la primavera. Allí estaban el hielo y la nieve, y las huellas de antiguas pisadas en el agua cristalizada como recuerdos no deseados que se resistían a extinguirse. La gente se acurrucaba y esperaba a que terminase el asedio. Pero aquel día, el día en que Nathan habló del crudo invierno, trajo algo extraño y distinto a esa parte del mundo.
Trajo la bruma.
Las trajo a ellas.
Llevaba días, semanas, haciendo un frío atroz, excesivo incluso para esa época del año. Había nevado un día tras otro, y después, justo la víspera de San Valentín, las nevadas dieron paso a una lluvia gélida que inundó las calles y convirtió la nieve acumulada en rugosas placas de hielo. Pasados unos días cesó la lluvia, pero el frío continuó, hasta que por fin cambió el tiempo y subieron las temperaturas.
Y la bruma se elevó de los campos blancos como humo de leña verde transportado por corrientes de aire que nadie sentía, de modo que semejaba casi un ser vivo, una pálida aparición con un objetivo no revelado ni conocido. Ya no se distinguían las formas de los árboles; los bosques se desvanecían en medio de la niebla. Ésta no remitió ni se debilitó, sino que pareció más densa y profunda conforme avanzaba el día, humedeciendo los pueblos y las ciudades y cayendo como una llovizna sobre las ventanas, los coches y las personas. Al anochecer, la visibilidad se reducía a unos pasos, y en las autopistas los rótulos intermitentes prevenían sobre la velocidad y la distancia prudencial.
Y la bruma seguía. Se adueñó de la ciudad convirtiendo las luces más intensas en espectros de sí mismas, aislando a quienes transitaban por las calles de los que al igual que ellos andaban de un sitio para otro, y todos se sentían solos en el mundo. Esto en cierto modo acercó más a quienes tenían familia y seres queridos, ya que buscaban consuelo mutuo, un punto de contacto en un mundo que de pronto les resultaba desconocido.
Quizá por eso regresaron, ¿o acaso creía yo que nunca se habían marchado? Yo los había dejado en libertad, a los fantasmas de mi mujer y mi hija; les había pedido perdón por mis flaquezas y, tras reunir todo lo que conservaba de sus vidas -ropa y juguetes, vestidos y zapatos-, lo había quemado en mi jardín. Las había dejado marchar, seguir las corrientes de las marismas hasta adentrarse en el mar que esperaba más allá, y la casa me pareció distinta cuando volví a poner los pies en ella, impregnado del olor a humo y a cosas perdidas: más ligera, por así decirlo, como si se hubiese reestablecido cierto orden, o como si la brisa, al penetrar por las ventanas abiertas, hubiese disipado un olor a viejo, a rancio.
Eran mis fantasmas, claro. A mi manera, los había creado yo. Les había dado forma atribuyéndoles mi rabia y mi dolor y mi sentimiento de pérdida, de modo que se convirtieron para mí en seres hostiles, tras desaparecer todo lo que en otro tiempo amé en ellas y llenarse el vacío de todo aquello que aborrecía en mí mismo. Y ellas adoptaron esa forma y la aceptaron, porque era su modo de regresar a este mundo, mi mundo. No estaban preparadas para replegarse en las sombras de la memoria, para abandonar su lugar en esta vida.
Y yo no entendí por qué.
Pero ésas no eran ellas. Ésas no eran la esposa a quien yo había amado, por deficiente que fuera ese amor, ni la hija a quien yo en otro tiempo adoré. Había vislumbrado imágenes de ellas tal y como eran en realidad, antes de permitir su transformación. Vi a mi esposa muerta adentrarse con un niño en la espesura de un bosque, la pequeña mano de éste en la de ella, y supe que él no le tenía miedo. Ella era la Señora del Verano y lo llevaba a reunirse con aquellos a quienes había perdido, acompañándolo en su último viaje entre matorrales y árboles. Y para que no tuviese miedo, para que no se sintiese solo, había alguien más con él, una niña casi de su misma edad que brincaba bajo la luz del sol invernal mientras esperaba la llegada de su compañero de juego.
Ésas eran mi esposa y mi hija. Ésa era su verdadera forma. Lo que yo liberé entre humo y llamas fueron mis fantasmas. Lo que regresó con la bruma fueron los fantasmas de ellas.
Esa noche trabajé. No me tocaba, pero Al y Lorraine, dos de los camareros habituales que vivían juntos casi desde que trabajaban en el Bear, se vieron envueltos en una colisión en la Interestatal 1, no lejos de Scarborough Downs, y los trasladaron al hospital por precaución. Como no había nadie más para sustituirlos, tuve que pasar otra noche en la barra. Estaba aún cansado de la noche anterior, pero no me quedaba más remedio que seguir en la brecha. Supuse que podría sacarle a Dave un día libre en compensación, lo que me proporcionaría unas cuantas horas más en Nueva York la semana siguiente, pero de momento allí estábamos sólo Gary, Dave y yo, sirviendo cervezas y hamburguesas e intentando mantenernos a flote.
Mickey Wallace tenía la intención de volver a hablar con Parker en el Bear ese día, pero un percance en el aparcamiento del motel lo indujo a replanteárselo. Cuando salió poco después de las tres de la tarde, el hombre que estaba sentado ante la barra cuando fue la vez anterior al bar, el que coqueteaba con la pelirroja menuda, le esperaba junto a su propio coche. Debido a la niebla, cada vez más espesa, tanto el coche como aquel tipo apenas podían verse. Éste, que no se identificó pero que si Mickey no recordaba mal se llamaba Jackie, le dejó claro que desaprobaba su intromisión en la vida de Parker, y lo amenazó, si persistía en ello, con presentarle a dos caballeros que eran más grandes y menos razonables que él, Jackie, y que plegarían a Mickey para meterlo en una caja de embalaje, rompiéndole brazos y piernas si era necesario a fin de encajarlo, y luego lo enviarían por correo al rincón más remoto de África por la ruta más lenta y tortuosa posible. Cuando Mickey preguntó a Jackie si lo mandaba Parker, Jackie contestó que no, pero Mickey no supo si creerle. En cualquier caso daba igual. Mickey también era muy capaz de jugar sucio. Telefoneó al Bear para asegurarse de que Parker aún estaba en el trabajo, y cuando le preguntaron si quería hablar con él, contestó que no hacía falta, que ya pasaría a verlo en persona.
Cuando oscureció en la ciudad, y mientras la bruma era aún densa sobre la tierra, Mickey tomó el coche para ir a Scarborough.
Pasaban de las ocho cuando Mickey atravesó la niebla hacia la casa en lo alto de la colina. Sabía que Parker no regresaría hasta la una o las dos de la mañana y la casa contigua se hallaba a oscuras. En ella vivía un matrimonio de ancianos, los Johnson, pero por lo visto no estaban. ¿Cómo llamaban a la gente que se marchaba a Florida cuando arreciaba el frío? ¿Aves? No, aves migratorias, eso era.
Aunque hubiesen estado en casa, no se habría abstenido de llevar a cabo sus planes. Simplemente le habría supuesto un paseo más largo. Estando ellos ausentes podía aparcar el coche cerca de la casa sin necesidad de mojarse o enfriarse los pies, ni arriesgarse a que un agente de policía curioso le preguntase qué hacía paseando por un camino de las marismas en la oscuridad del invierno.
Ya había pasado frente a la casa del sujeto un par de veces a plena luz del día, pero no se atrevió a acercarse a mirar por miedo a ser visto. Ahora que ya no ejercía de detective, Parker salía menos, pero Mickey no pudo permitirse el lujo de observar la casa durante el mínimo tiempo necesario para establecer sus rutinas. Eso ya llegaría.
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