José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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Porque el Espectador era lo peor que teníamos en Europa desde hacía tiempo.

– Veamos, ¿qué sabemos? -Montemayor manipulaba el pequeño teclado sobre sus piernas-. Sabemos que es varón, caucásico, alrededor de cuarenta años, atractivo, saludable, muy inteligente, con medios económicos altos… Un Nacho -resumió.

– Mis medios económicos son todavía bajos, dear professor -dijo Nacho.

– Y espero por tu bien que os separen otras diferencias -repuso Montemayor-. Posee una casa bastante equipada, con varias plantas y un sótano, o quizá dos niveles de sótanos. Lo más probable es que se encuentre en los alrededores de Madrid capital. Menos probable, en provincias limítrofes. Es fílico de Holocausto…

– Uno bien gordo. -Nacho asintió-. Usa cuerdas incluso para atarles la cabeza.

– Dejemos sus perversiones para después, querido discípulo. Primero, el alfa.

– All right. Y babea con tops negros, correas, G-strings…

Montemayor miraba a su compañero con expresión de reproche.

– G-strings -gruñó-. Tangas, coño. Habla en cristiano, joder.

– Sorry, daddy.

– No tiene pareja en la actualidad. Nacho y yo nos inclinamos más por un viudo que por un JD. Alcé la vista de la pantalla de mi notebook.

– ¿Un JD?

– «Jodido divorciado» -aclaró Nacho, y ambos rieron-. Demandas judiciales, peleas por custodias, pensiones astronómicas, ya sabes…

– Más bien creemos que su pareja desapareció del mapa.

– Más bien creemos que él la hizo desaparecer -matizó Nacho.

– No sabemos cuándo. Quizá fue su primera víctima. -Montemayor se encogió de hombros-. Le gustó y repitió. De hecho, su evolución muestra signos del «Berowne Perjuro» -citó en tono docto-. No sabemos cuándo comenzó, quizá desde muy joven, pero ha ido perfeccionando sus rituales y acelerando el ritmo. Puede que antes fuese itinerante e irregular. Ahora es un «Berowne», y tiene un único lugar, un «Reino». Pensamos que es su casa, y por eso creemos que está dividida en dos partes: una superior, para su conciencia; otra inferior, para los deseos.

Apunté el dato. Sabía que Montemayor aludía al estudio de Víctor Gens sobre la comedia de Shakespeare Trabajos de amor perdidos, donde un rey y tres de sus súbditos juran llevar una vida de castidad y estudios hasta que la intromisión de cuatro damas de la corte francesa los hace dar marcha atrás. El primero en decidir que deben romper el juramento es el personaje llamado Berowne, y Gens denominaba así al delincuente que, tras una etapa de represión, deja en libertad su psinoma sin que nada lo retenga. Con los tobillos cruzados, el notebook sobre los muslos, tecleé: «Es un Berowne: pasó por una etapa de represión de sus deseos de Holocausto. Ahora los concentra en una casa, probablemente zona inferior».

Interrumpí a Montemayor con suavidad y le pregunté si aquel dato podría estar relacionado con cierta preferencia por la filia de Mirada, que según Gens era la clave simbólica de aquella comedia. Aceptaron mi suposición.

– No obstante, es preciso valorar la importancia del contacto visual en este caso, Diana -precisó Montemayor-. No digo que no le guste que lo mires, pero su conciencia fue fulminada en algún punto por el psinoma, y eso ha incrementado de manera notable el concepto que posee de sí mismo como sujeto dominante.

– Y su ritmo depredador: diecinueve víctimas en ocho meses -agregó Nacho.

– Veinte, si contamos a Elisa -dijo Montemayor.

Estaba distraída pensando en repasar un viejo estudio de Moore sobre técnica de Mirada, y tuve que pedirles que repitieran el último dato. Sentí un escalofrío.

– Según mi información eran solo doce -dije. En el aire situado entre los perfiladores había aparecido una pantalla virtual con veinte naipes de una baraja de rostros.

– Interior decidió barrer los casos dudosos bajo la alfombra para no alarmar en exceso -explicó Montemayor-, pero lo cierto es que no son solo prostitutas o solo inmigrantes. Tenemos varias españolas, una turista francesa, una colegial polaca, una rusa…

– Muchas del Este, de todas formas -dijo Nacho-. Pero es bastante cosmopolita, aunque siempre las elige de piernas largas: tenemos incluso dos bailarinas. -Me miró lanzándome un guiño-. Tú tienes las piernas largas. Eso es un punto positivo.

– Le patearé las pelotas con mis piernas largas -repliqué, y Nacho se echó a reír-. ¿Por qué tantas extranjeras? ¿Podría ser extranjero?

Nacho meneó la cabeza.

– Desde luego, es hombre de mundo, pero de alguna manera parece resultar tranquilizador para las víctimas, por lo que sospechamos que habla castellano y probablemente inglés con naturalidad. Su pick-up es completamente espontáneo, nada de «entra ahí o disparo» o golpes en la cabeza, aunque en la etapa final, cuando las introduce en el coche, usa drugs: un espray anestésico muy efectivo que te deja olor a rosas.

– Por Dios, Nacho -cortó Montemayor-. ¿Puedes hablar en algún momento como Dios manda? «Su pick-up», «drugs»… -Me miró, cómicamente enfadado-. Lo siento, está así desde que vino de trabajar con el grupo de Berkeley este verano. A mí me dice «let's go» cada vez que le pregunto si nos vamos a almorzar…

– Cállate ya, Monte, jodido español son of a bitch -canturreó Nacho.

Sonreí como se esperaba de una damisela rodeada de caballeros con buen humor. Yo no conocía ni un solo perfi que no bromeara constantemente, quizá debido a que se pasaban la vida examinando el horror al microscopio. Bromeaban aún más que los forenses… y pensar eso me llevó a mi siguiente pregunta.

– ¿Creéis que tiene conocimientos forenses?

Montemayor alzó las cejas y Nacho resopló.

– Acabaríamos antes si te dijéramos qué es lo que no sabe -respondió el primero, muy serio-. Está al tanto de las novedades en recogida de muestras, utiliza los mejores sistemas de degradación de ADN y borrado dactilar, escanea el cuerpo al final… ¿Qué más quieres? Domina la informática, posee conocimientos médicos…

– Como todo el mundo hoy día -apuntó Nacho-. El actual acceso a la información nos convierte a todos virtualmente en expertos de lo que queramos.

– Por lo tanto, eso no indica que sea médico o policía…

Los perfiladores cambiaron una mirada entre sí.

– En eBay venden degradantes de ADN de última generación -recordó Nacho.

– Un chaval de inteligencia media podría saber lo mismo que él si se lo propone, Diana -añadió Montemayor.

Estuve un rato tecleando, y al incorporarme sorprendí a Nacho mirándome los pechos, sueltos bajo mi camiseta de tirantes. Me sonrió sin rubor y le devolví la sonrisa. Fue como si quisiera decirme: «Trabajo y placer no son incompatibles».

– ¿Todo esto que me habéis explicado es la parte buena, o ya estamos en la muy mala? -pregunté.

Nacho se removió provocando reflejos opalinos en su aterciopelado traje.

– Ni siquiera hemos empezado con la mala, honey. ¿Tú qué dices, Monte?

– Digo que la parte mala comienza cuando sabes que es experto en psinomas.

– ¿Qué?

Ambos me miraban asintiendo en silencio. Montemayor cerró la carpeta con los rostros de las víctimas usando un puntero y la dejó flotar en el aire.

– Estamos convencidos de que conoce el mundo de los cebos y nos elude, Diana. Desde luego, con él no funcionan los trucos clásicos. Veamos, por ejemplo, el vestuario. Ya sabes que el fílico de Holocausto realiza la captura en el momento de elección. Eso está demostrado. El acecho puede demorar, pero la captura siempre sucede de inmediato a la elección, y por tanto la apariencia de la víctima es clave, ¿vale? -Asentí. Ya conocía ese dato-. Pero no todas las apariencias son holocáusticas puras. La francesa, Sabine Bernard, vestía este abrigo… -Montemayor movió el puntero sobre la carpeta. En la penumbra de la habitación, uno de los cuartos de trabajo de los perfis en Los Guardeses, se formó la imagen de un maniquí con abrigo. Monte lo hizo girar en las tres dimensiones-. Observa las áreas descartadas por el estudio cuántico. Este abrigo no engancha a un Holocausto, apunta más a un Aspecto. Otro ejemplo: la estudiante de intercambio alemana Silke-Hedrun Lang. Vestía ropa casual y el pantalón era muy holgado, tal que así. -Señaló los puntos rojizos sobre el borde del pantalón fantasma que había sustituido al abrigo-. Esa borrosidad sexual de cintura para abajo gusta a uno de Caída. Pero Nadia Jiménez, la prostituta a la que secuestró un mes después, iba casi desnuda, con una especie de top de colores y gafas de diseño, el disfraz que atrae a los de Exhibición. El fílico de Holocausto no se siente tentado por las piernas desnudas.

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