Lo que más me desconcertó fue que había cálculo y control bajo su frenesí. Me cogió de las solapas de la cazadora y me arrastró hacia el interior del cuarto, tirando de mí y empujándome contra la pared. Sin concederme tregua, me hizo girar y me arrojó sobre la cama, se sentó a horcajadas sobre mi vientre y cerró los dedos en mi garganta. Apretó, pero no con mucha fuerza. Y sin embargo, al ver sus ojos enrojecidos y rabiosos, sentí que allí, dentro de su mirada, yo ya había sido estrangulada varias veces.
– ¡Cabrona! -susurraba entre dientes, la voz ronca-. ¡Voy a matarte!
No me defendí, solo abrí la boca en busca de aire. Entonces me soltó, pero descargó sobre mí una lluvia de golpes con las palmas de las manos abiertas. Usé los brazos para protegerme, y en un momento dado aproveché mi rostro oculto y el decorado de la cama en que yacía para alzar la voz sin brusquedad, en un tono de congoja:
– Vamos, sigue, adelante, me lo merezco.
Se quedó como congelada, los puños en el aire, resoplando como un caballo. Yo había usado una rápida técnica de Amor, donde el texto reclama justo lo contrario de lo que pretendes conseguir, como el hábil discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de César. No era la filia de Vera, pero sabía que ciertos gestos de la máscara de Amor podían frenar o aumentar la violencia de algunos psinomas durante unos cuantos segundos. Odiaba emplear una máscara con mi hermana, si bien lo prefería a tener que responder físicamente a su terrible ataque.
– Ahora, ¿podemos hablar? -Coloqué las manos sobre la cabeza y atrapé mechones de mi liso cabello, para prolongar más su placer-. Por favor. ¿Hablamos?
Vera bajó los brazos y, aún sentada sobre mí, se desmoronó como un alud.
– ¿Qué me has hecho? ¿Cómo pudiste…? ¡Hija de puta! ¿Cómo has podido…?
La dejé llorar encorvada, la cabeza sobre mi hombro. Aquello me dolió más que sus golpes. La abracé casi con timidez, previendo un nuevo estallido.
– No quiero perderte, Vera -dije-. A ti no.
– Ya me has perdido -repuso con súbita frialdad. Se incorporó apartándose el pelo de la cara y reveló un rostro de pesadas ojeras marcado por el llanto y el insomnio. Se alisó la camiseta amarilla que le llegaba a los muslos, bajo los cuales se extendía una malla negra que también sobresalía por las mangas y acababa en las rodillas, donde comenzaban las cintas cruzadas de sus sandalias romanas. Y mientras hacía todo eso, no dejaba de hablar, gélida, furiosa-. Ahí te quedas, hermanita… Podrás dejar el trabajo, irte a follar con Miguel Laredo, tener hijos y llevarlos al cine… Podrás olvidarte de papá y mamá… Pero yo no voy a hacerlo, ni por cien Padillas que me despidieran… He descubierto que puedo seguir siendo cebo aunque me expulsen. Bonita profesión. No quiero dejarla. Oh, no. No ahora. Y tú no me lo vas a impedir tampoco -dijo, a punto de llorar de nuevo-. ¿Sabes? Desde la muerte del profesor Gens, tienes menos enchufes en el departamento que un palo de madera… Nadie va a hacerte caso, porque a nadie le importas ya. Estás fuera, out… Padilla me readmitirá. ¿Qué trabajo le cuesta? Si cazo, mejor para él. Si no, igual le da que pruebe. ¿Lo captas?
– ¿Quién te lo ha contado? ¿Padilla?
– ¡Me dijo hoy que le presionaste el lunes para que me echaran! -Lloró.
Me incorporé y quedé sentada en la cama. Me dolía el cuello, el pelo se me había soltado de la goma y creía que tenía sangre en el labio, pero no tenía. Vera lloraba contemplando el holorretrato roto a sus pies. Yo pensaba en varias posibles venganzas para hacer pagar a Padilla su traidora indiscreción, pero de pronto supe que había algo más. Lo había percibido en el temblor de las manos de Vera al alisarse la ropa, en su forma de acentuar «ahora» al decir: «No ahora», en sus brutales golpes… Algo que no era tan solo haber descubierto mi intriga. Aproveché la pausa para intervenir.
– ¿Qué ha ocurrido?
Habló sin mirarme, con una voz que era como un escalofrío.
– Tiene a Elisa… Desapareció anoche, durante su turno en el área de caza del Circo… Los análisis afirman que ha sido él. -Un sudor frío me bañó de pies a cabeza mientras la escuchaba, pero intenté disimular mi propio pánico para no incrementar el suyo.
– Puede haberle pasado otra cosa -mentí, deseando que supiera que mentía para tranquilizarla, ya que, de ese modo, quizá le hiciera creer en mi siguiente (y más grave) mentira-: además, en el peor de los casos, Elisa es un buen cebo. El Espectador no había caído en la trampa con ninguna de nosotras hasta ahora, así que no se esperará tener a un cebo… Si él la tiene, si es él, Elisa lo eliminará, seguro…
Lo más horrible fue comprobar que Vera fingía creerme, como en esos lentos stripteases de la máscara de Amor en que la presa se enganchaba pensando, precisamente, que intentábamos engañarla.
– Sí, desde luego. Eli va a joder a ese cabrón… pero no la dejaré sola.
– No siempre ha secuestrado a otra chica cuando ya tiene a una-objeté.
– Si lo ha hecho una vez, puede repetirlo.
– Comprendo -dije titubeante. Pero lo único que comprendía era que no iba a poder detenerla en esa ocasión, y ello me hacía sentir insegura y entregada a todo lo que dijera, lo cual me llevó a su vez a reaccionar con rabia-. Pero no debiste entrar en casa sin avisarme, de todos modos. Sé que te di los códigos de la puerta, pero este es un piso de cobertura… Has cometido un error grave.
El reproche no era, desde luego, la mejor forma de calmarla. Vera, que se había agachado a recoger los trozos del retrato, volvió a indignarse.
– Esta casa ya no es tu cobertura. Has dejado el trabajo, ¿no? Pronto te largarás de aquí. Además, quería que supieras que no me has engañado. Esta mañana le dije a Padilla que, hasta que Elisa no regresara sana y salva, yo iba a volver a las áreas cada noche, le gustara o no. Me dijo: «Díselo a tu hermana, es ella la que no quiere que trabajes». Y aquí estoy, por eso he venido. -Sorbió por la nariz mientras se pasaba la manga por la cara-. Puedes estar segura de que saldré todas las noches hasta que ese cabrón me elija también, o hasta que Elisa regrese, te lo juro… -Se le quebró la voz.
– Has roto el retrato de papá y mamá -la interrumpí, sin saber por qué, tan estúpidamente indignada como ella.
– Tú los has pisoteado -replicó-. A ellos y a su recuerdo.
La acusación me hizo reaccionar. Hablé con repentina calma.
– No, yo no los he pisoteado. A nuestros padres los mataron delante de nosotras, Vera, cuando tú tenías cinco años y yo doce. A nosotras nos hicieron tantas cosas que ni siquiera las recordamos. Pasamos meses enteros en el hospital, y esa etapa sí la recuerdo. Tú tenías los tímpanos perforados y no me oías. Los médicos me explicaron que te los habían roto a golpes. Dormías la mayor parte del día, pero yo procuraba sentarme junto a ti para que me vieras al despertar, y cuando despertabas, te hablaba, aunque sabía que no podías oírme. ¿Sabes lo que te decía? Te decía que no había podido ayudarte entonces, pero que juraba por la memoria de nuestros padres que jamás, jamás iba a permitir que alguien volviera a hacerte daño. Te juraba que mataría a quien te tocara. No, no lo mataría. Me lo comería vivo. Y he tratado de cumplir mi juramento. -Hice una pausa-. Te jugué una mala pasada el lunes, lo sé, pero volveré a hacerlo siempre que piense que estás en peligro. Haré cualquier cosa si pienso eso, Vera. Cualquier cosa. No solo por ti, también por papá y mamá.
Vera había recogido todos los trozos del retrato y en aquel momento los dejó sobre la mesilla cuidadosamente. Luego se volvió y cogió su chaqueta de lana, que había arrojado sobre la silla de enea. No habló hasta que no se la puso y extendió con un cabeceo su largo y lindo pelo castaño oscuro por la espalda. Al mirarme, me apenó ver cuánta soledad había en sus ojos.
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