– ¿Entiendes lo que estoy intentando decirte, Elena? Si dejamos esto ahora, todo el esfuerzo realizado a lo largo de las últimas consultas será en vano. Como inflar un globo sin hacerle un nudo -dijo, pero no logró sorprenderme; yo ya estaba acostumbrada a sus metáforas-. Comprendo lo difícil que tiene que ser para ti recordar. Tienes un bloqueo en esa parte, es típico de algunos traumas, pero créeme si te digo que hemos dado varios pasos muy positivos. Ese suceso de tu adolescencia puede relacionarse con tus síntomas. Si dejas la terapia, tendrás que empezar desde cero en el futuro…
Tragué una bola de saliva y carraspeé.
– Lo sé -dije-. Pero no puedo seguir viniendo.
Valle me observaba con la cara apoyada en una mano.
– Podemos arreglarlo si es por dinero -propuso-. En serio. No me pagues hasta…
– No, no es eso. De verdad, le agradezco que me haya escuchado. Es que, sencillamente, no puedo venir más.
– Comprendo -admitió Valle sin insistir, y respiró hondo.
Tosí un poco, sintiendo que mis mejillas ardían (sabía que tenían que estar rojas), y miré de hito en hito a Valle mientras aguardaba a que me dejase marchar. No quería mostrarme brusca, pero la decisión estaba tomada. Ya no tenía por qué seguir acudiendo a su consulta, y, tal como había hecho con Álvarez y Padilla cuatro días antes, quería quemar todas mis naves para empezar una nueva vida. Por eso había pedido adelantar la cita a aquel jueves, para que «Elena» pudiera desaparecer también, y cuanto antes mejor. De modo que seguí aguardando, la mirada posada en algún lugar alrededor del rostro de Valle, aunque de vez en cuando examinándolo directamente a la luz de la pantalla de ordenador abierta sobre su mesa.
Arístides Valle era atractivo, pero sobre todo elegante y dulce. Tendría unos cuarenta años, complexión corpulenta y estatura media, con el pelo color ceniza cortado a cepillo. Su rostro ovalado, juvenil y carnoso, transmitía una apropiada sensación de calma inalterable, como un estanque que ninguna piedra pudiera perturbar más allá de unos cuantos segundos. Cuando hablaba, se inclinaba hacia delante, como si quisiera salvar la distancia que nos separaba y situarse a centímetros de mi cara. Vestía siempre conjuntos perfectos: en aquella ocasión camisa de tonos morados, pantalones a juego y corbata fucsia. Era un hombre culto, de ademanes suaves, desenvuelto, que parecía dotado de infinita paciencia para soportar los silencios. Yo había acudido a su consulta privada cuatro semanas atrás aduciendo dolores de cabeza e insomnio, y ahora, tras cuatro sesiones de charla durante las cuales había contado lo que lograba recordar sobre el horrible episodio que cambió mi vida (por supuesto, con nombres falsos y sin revelar nada más), había decidido abandonar. Me dio por pensar, mientras lo contemplaba, que el doctor Valle ya nunca conocería mi verdadero yo.
Si es que yo tenía algún «verdadero yo» al que poder llamar así.
De súbito Valle quebró el silencio, pero en un tono más campechano, como si se le hubiese ocurrido algo nuevo.
– ¿Puedo hacerte una pregunta, Elena?
– Claro.
– ¿Me has contado toda la verdad?
Parpadeé.
– ¿Cómo?
Mi sorpresa le satisfizo, en cierto modo. Se retrepó en el asiento y volvió a ajustarse las gafas. Al hablar, lo hizo casi con timidez, aunque en él parecía fingida.
– ¿Sabes? Llevo más de veinte años en este oficio, quince en España, antes casi cinco en Argentina, un período en los Estados Unidos… Esos de ahí son mis diplomas. -Hizo un ademán hacia la pared a su espalda y sonrió-. Pero nada de lo que he estudiado en mi vida, nada, óyeme bien, me ha ayudado tanto en mi profesión como mi infancia en un barrio pobre de Bogotá. Te aseguro que soy psicólogo desde mucho antes de que me dieran el título, porque en mi país había que ser un poco psicólogo desde niño para saber de quién podías fiarte, quién era sincero y quién intentaba hacerte daño. He visto mucha miseria y dolor… -Miró hacia el techo, titubeando antes de proseguir, y supe que iba a emplear otra metáfora-. Como esos pescadores de perlas asiáticos, que pueden bucear mucho tiempo sin oxígeno porque los entrenan de niños… A mí me enseñó la vida a aguantar la respiración, Elena, y conozco un poco las profundidades. Todo lo que he hecho después solo ha servido para explicarme qué fue lo que aprendí. Para eso sirven los estudios y los libros, no para otra cosa: para explicarte lo que aprendes en la calle. Y tú pensarás, ¿por qué me cuenta este rollo? -No era una pregunta que esperase respuesta, y no respondí-. Yo te lo diré: porque puedo percibir cuándo alguien me miente, cuándo tratan de engañarme, cuándo ocultan cosas… Y, por la razón que sea, tú has estado mintiéndome desde el principio.
No se me ocurrió qué decir. Me mordisqueé el dedo pulgar como si chupara los restos de algún dulce mientras miraba a Valle con fijeza. Él también me observó un rato, y luego, de improviso, movió la mano frente a la pantalla sensible del ordenador.
– «Elena Fuentes Marchena -leyó-, veinticinco años, natural de Madrid, remitida hace cuatro semanas por consejo de un compañero…» -Pasó por alto varios datos, como si quisiera llegar a lo esencial-. «Insomnio, cefaleas, pérdida de apetito, síntomas compatibles con una depresión que no responde a los tratamientos habituales… Antecedentes…» -Se detuvo y me miró sin expresión-. Y aquí es donde dejo de entender las cosas.
Me despejé la frente de los pocos cabellos que no habían querido unirse a la mayoría, recogidos en una cola. Mientras aguardaba a que Valle prosiguiera, fruncí el ceño, sintiéndome como una estudiante díscola regañada por un maduro y atractivo profesor.
– Esto no encaja. Te explico. Se menciona el horrible suceso de tu familia. No es algo, por otra parte, que yo desconozca. Es la típica técnica de «la criada». En Bogotá comenzaron a practicarla en las casas de gente rica. Ella entra a servir con nombre y documentos falsos, pasa varias semanas tomando datos sobre los hábitos y el lugar donde se guarda el dinero, y luego, una noche, desconecta los códigos de alarma y abre la puerta a sus amigos, que son los que actúan. Por lo general, se limitan a robar y marcharse. En este caso, todo se complicó, porque se trataba de unos psicópatas. Les hicieron mucho daño a ustedes… Todo eso es correcto. Pero hay un punto desconcertante.
Volvió a mover la mano para cambiar de archivo, y esta vez hizo girar la pantalla en mi dirección.
– Busqué la noticia en la hemeroteca, porque, como te digo, pensaba que no me contabas la verdad. Y la encontré, en efecto. Esta es la página de El País. La fecha encaja con tu versión. Pero, aunque los nombres de los componentes de la familia se mencionan solo con iniciales, como puedes comprobar tú misma…, las iniciales de vuestros nombres no se corresponden con los que me has dado.
– Cambiaron las iniciales para proteger nuestra intimidad -dije.
Valle hizo un mohín, como si me diera la razón en algo banal y me la quitara al mismo tiempo en lo importante.
– Podría ser, y eso pensé, pero… ¿Sabes lo que es Winf-Pat? Un entramado de informes y archivos cifrados de la red donde puedes encontrar todo sobre cualquier paciente del mundo, con los permisos adecuados. El acceso completo solo se facilita por orden judicial, pero existen modos de acceso parcial que usan médicos y psicólogos penales. Al llegar a España, trabajé un tiempo atendiendo a delincuentes, y aún me ocupo de ciertos casos, de modo que poseo una clave de acceso. Intrigado por lo de las iniciales, busqué el suceso y obtuve los nombres de las personas de los periódicos: Diana Blanco y Vera Blanco eran las hermanas de la noticia, no Elena ni Cristina.
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