José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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Por si fuera poco, desde nuestra conversación en Los Guardeses no había vuelto a hablar con ella, y cuando la llamaba escuchaba siempre el buzón de voz. Tanto silencio me preocupaba. ¿Sospecharía algo? Miguel me había asegurado que mi nombre no había salido a relucir en toda la entrevista, pero yo me fiaba menos de Padilla que de un retrete cubierto de cristales rotos. También era posible que Vera no quisiera hablar con nadie, lo cual era lógico. Necesitaba cierto tiempo para asumir el golpe. «Más o menos como yo», pensé. Y mientras entraba en casa aquel jueves, tras la visita a Valle, decidí que, si seguía sin dar señales de vida, trataría de llamar a Elisa Monasterio para informarme sobre Vera indirectamente.

Mi apartamento de la calle Yuste era de cobertura. Según el registro, en él residía Elena Fuentes Marchena, una tele-operadora de veinticinco años a quien le quedaba un curso para acabar empresariales. Pero yo no tenía que llevar una doble vida ni nada por el estilo, como hacen los espías de las películas, sino tan solo sonreír dulcemente a los vecinos y tratarlos con cierta fría cortesía, para que no se entusiasmaran con mi sonrisa. Elena existía únicamente para que mi nombre real no figurase en las infinitas guías y buscadores que poblaban la red, salvo, como acababa de decirme Valle, en cosas como Winf-Pat. Y el apartamento iba en consonancia con mi modesta existencia: era más pequeño que muchos de los despachos en los que había entrado en mi vida, aunque poseía tabiques divisorios entre el saloncito con cocina y el dormitorio con baño. Lo más completo era el sistema de seguridad. Por eso, cuando me cercioré de que todos los códigos de alarmas seguían en su sitio, entré despreocupadamente, volví a activar las alarmas y me desplomé en el sofá del salón sin pasar por el dormitorio. En el sofá estiré las piernas, moví la mano en el aire, pronuncié el nombre del canal que deseaba, y comencé a ver las noticias mientras le daba vueltas al tema de Vera.

Las noticias eran las comunes del mundo en que vivíamos, la «lupercalia de nuestras ciudades», en expresión de Gens, una palabreja que creía recordar que había tomado de Julio César. Un nuevo ataque terrorista en Egipto. Recrudecimiento de la guerra en Georgia. Ajustes de cuentas mafiosos. Nueva organización de trata de blancas en Italia. Y, en Madrid, los casos del supuesto Envenenador y del Espectador. Al parecer, Interior había decidido que el primero sustituyera en interés de audiencia al segundo, y el informativo le dedicaba cinco minutos más. Había fallecido otra persona con los mismos síntomas que en los siete casos previos: parálisis y convulsiones. Se trataba de un chico de veintitrés años, toxicómano, que había muerto en su domicilio. El estudio informático de la autopsia demostraba que había ingerido la misma, aunque aún desconocida, sustancia que las anteriores víctimas, por mucho que no dejase rastros orgánicos. La policía estaba cada vez más segura de que había una persona detrás de todos los casos, un sujeto que ya había sido bautizado por la prensa como «el Envenenador», aunque ni siquiera hubiese sido probada la existencia de un tóxico. La noticia se ofrecía como una especie de película de suspense, con imagen de la víctima incluida, un chaval de pelo color oro sucio, ojos claros y rostro exangüe.

En comparación con aquel montaje, las alusiones al otro caso, el del monstruo, fueron pobres. El Espectador parecía aburrir a los medios. Bien era cierto que, tras la aparición de la chica dominicana cuatro semanas atrás, en los contenedores de basura que daban al patio trasero de una residencia de ancianos, no había vuelto a actuar, que se supiera, y ese período de calma aparente le restaba interés a la información. Pero yo era una de las pocas personas que había visto imágenes del cadáver de Aída Domínguez, veintidós años, natural de la Re pública Dominicana, escupida por el Espectador como un hueso desollado, tras siete días de secuestro, en un basurero, y para mí la «noticia» seguía estando tan a flor de piel como si tuviese un acné infectado en la cara.

Soñaba, sentía, me horrorizaba con Aída, que había vivido vendiendo su cuerpo en Madrid hasta que el Espectador se lo robó para rompérselo, para horadarlo hasta lo profundo, para roérselo hasta el alma. Me veía mirando por los ojos de Aída, sufriendo su inmenso dolor, chillando por su boca. Aída Domínguez, veintidós años, ya formaba parte de la larga hilera de fantasmas que señalaban acusadoramente, con su tormento, a todos los crueles y violentos de este mundo.

«Según fuentes de Interior, la policía sigue una pista clara en el caso del asesino de prostitutas», decía el locutor. «Una pista clara», pensé. Bravo por Álvarez, cada vez demostraba más imaginación. «Una pista clara», cuando en realidad no teníamos ni puta idea. «Pero ya has dejado el trabajo, idiota. Kaput. The end. Ya no te incumbe.» Con un gesto de rabia, disolví la imagen del televisor sintiendo que iba a llorar.

Y oí aquel ruido.

La silla de enea. El dormitorio.

Supe, sin lugar a dudas, que había alguien allí. Alguien que ya estaba en casa cuando yo llegué y que había permanecido sentado en silencio mientras yo me arrojaba sobre el sofá del salón como un saco de patatas. En mi mente casi apareció, como en un cine, la imagen de lo que había hecho el supuesto intruso: se había removido en la silla, confiando en que el sonido del televisor ocultara el ruido, sin sospechar que yo lo apagaría bruscamente.

Elena Fuentes Marchena, tele-operadora de horario irregular, hubiese saltado del asiento, rígida de miedo ante la posibilidad de un extraño en su casa. Pero en mi vida real, si tal cosa existía, yo estaba preparada para situaciones así. Ni siquiera necesitaba armas. Yo era un cebo. Yo era mi propia arma. Solo la sorpresa constituía un riesgo para mí, pero pocas cosas podían dañarme si estaba preparada.

Lo que hice fue levantarme y dirigirme sigilosamente a la habitación contigua. La puerta del dormitorio se hallaba entornada y la habitación, a través de la abertura, aparecía sumida en la oscuridad. Esto último reafirmó mi convicción de que había alguien. Nunca me olvidaba de descorrer las persianas cada mañana. Me gustaba la luz.

Por un instante me quedé mirando aquella abertura. El recuerdo de otra oscuridad se me hizo casi doloroso, como el pinchazo de las glándulas que se siente al saborear un ácido: la que había penetrado como un vendaval a mis doce años de vida y soplado hasta apagar las velas de mi edad infantil. Para aquella otra oscuridad no estaba preparada, y por lo visto, a juzgar por mi amnesia ante Valle, seguía sin estarlo.

Calma. No vamos a entender a usted si no calma.

Preparé mentalmente una máscara defensiva y empujé la puerta con suavidad. Una sombra se hallaba de pie junto a la silla de enea. El instante previo a encender la luz con una orden verbal resumió todas mis pesadillas. Y por increíble que parezca, cuando por fin se me reveló la verdad, no me sentí mucho mejor que antes.

– ¡Puta! -escuché.

La figura sostenía algo en la mano. Antes de que yo pudiese distinguir qué era, lo vi volar hacia mi cabeza.

El objeto no me dio por poco, pero se estrelló contra el marco de la puerta entre un alboroto de cristales. Una mínima parte de mi conciencia reconoció el holorretrato enmarcado de papá y mamá que tenía en la mesilla de noche, el resto se dedicó a recibir el cuerpo de mi hermana, que se abalanzó sobre mí.

Durante los años en que vivimos en casa del tío Javier, antes de que un estudio psicológico casual me eligiera para ser cebo, Vera y yo peleábamos a menudo. El inicio era siempre el mismo: yo decía o hacía algo que la irritaba y ella, en vez de discutir, me atacaba físicamente. Ninguno de sus golpes me hacía verdadero daño, entre otras cosas porque siempre he contado con más fuerza que Vera. En ocasiones pensaba que solo trataba de retarme para que me comportara como un padre. Como si me dijera: «Basta de ser la hermana mandona, ahora necesito alguien que sepa ponerme en mi sitio». Era una bonita explicación para las riñas triviales, pero se quedaba corta ante la crisis de furia que en aquel momento la poseía.

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