Michael Connelly - El Inocente

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El abogado defensor Michael Haller siempre ha creído que podría identificar la inocencia en los ojos de un cliente. Hasta que asume la defensa de Louis Roulet, un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. Por una parte, supone defender a alguien presuntamente inocente; por otra, implica unos ingresos desacostumbrados.
Poco a poco, con la ayuda del investigador Raúl Levin y siguiendo su propia intuición, Haller descubre cabos sueltos en el caso Roulet… Puntos oscuros que le llevarán a creer que la culpabilidad tiene múltiples caras.
En El inocente, Michael Connelly, padre de Harry Bosch y referente en la novela negra de calidad, da vida a Michael Haller, un nuevo personaje que dejará huella en el género del thriller.

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– Señor Corliss, ¿fue usted detenido el cinco de marzo de este año?

– Sí, la policía me detuvo por un robo y posesión de drogas.

– ¿Está encarcelado en este momento?

Corliss miró a su alrededor.

– Eh, no, no lo creo. Ahora estoy en el tribunal.

Oí la risa basta de Kurlen detrás de mí, pero nadie se le unió.

– No, me refiero a si está actualmente en prisión. Cuando no está aquí en el tribunal.

– Estoy en un programa cerrado de desintoxicación, en el pabellón carcelario del Los Angeles County-USC Medical Center.

– ¿Es adicto a las drogas?

– Sí. Soy adicto a la heroína, pero ahora estoy limpio. No he tomado nada desde que me detuvieron.

– Hace más de sesenta días.

– Exacto.

– ¿Reconoce al acusado en este caso?

Corliss miró a Roulet y asintió con la cabeza.

– Sí, lo reconozco.

– ¿Por qué?

– Porque estuve con él en el calabozo después de que me detuvieran.

– ¿Está diciendo que después de que lo detuvieran estuvo en relación de proximidad con el acusado, Louis Roulet?

– Sí, al día siguiente.

– ¿Cómo ocurrió eso?

– Bueno, los dos estábamos en Van Nuys, aunque en pabellones diferentes. Entonces, cuando nos llevaron en autobús a los juzgados estuvimos juntos, primero en el autobús y luego en el calabozo, y más tarde cuando nos trajeron a la sala para la primera comparecencia. Estuvimos todo el tiempo juntos.

– ¿Cuando dice «juntos» qué quiere decir?

– Bueno, estábamos juntos porque éramos los únicos blancos del grupo en el que estábamos.

– Veamos, ¿hablaron cuando estuvieron todo ese tiempo juntos?

Corliss asintió con la cabeza y al mismo tiempo Roulet negó con la suya. Yo toqué el brazo de mi cliente para pedirle que se abstuviera de hacer demostraciones.

– Sí, hablamos -dijo Corliss.

– ¿Sobre qué?

– En general de cigarrillos. Los dos los necesitábamos, pero no dejan fumar en prisión.

Corliss hizo un gesto de qué se le va a hacer con las manos y unos cuantos miembros del jurado -probablemente fumadores- sonrieron y asintieron con la cabeza.

– ¿En algún momento le preguntó al señor Roulet por qué estaba en la cárcel? -preguntó Minton.

– Sí.

– ¿Qué dijo?

Rápidamente me levanté y protesté, pero con la misma rapidez la protesta fue denegada.

– ¿Qué le dijo, señor Corliss? -repitió Minton.

– Bueno, primero me preguntó por qué me habían detenido y se lo dije. Así que yo le pregunté por qué estaba allí y él dijo: «Por darle a una puta justo lo que merecía.»

– ¿Ésas fueron sus palabras?

– Sí.

– ¿Se explicó más acerca de lo que eso significaba?

– No, lo cierto es que no. No sobre eso.

Me incliné hacia delante, esperando que Minton formulara la siguiente pregunta obvia. Pero no lo hizo. Siguió adelante.

– Veamos, señor Corliss, ¿yo o la oficina del fiscal le hemos prometido algo a cambio de su testimonio?

– No. Sólo pensaba que era lo que tenía que hacer.

– ¿Cuál es la situación de su caso?

– Todavía tengo cargos contra mí, pero parece que si completo el programa podré salir en condicional. Al menos por la acusación de drogas. Del robo todavía no lo sé.

– Pero yo no le he prometido ninguna ayuda al respecto, ¿correcto?

– No, señor, no me lo ha prometido.

– ¿Alguien de la oficina del fiscal le hizo alguna promesa?

– No, señor.

– No tengo más preguntas.

Me quedé sentado sin moverme y solamente mirando a Corliss. Mi pose era la de un hombre que estaba enfadado, pero que no sabía qué hacer exactamente al respecto. Finalmente, la jueza me impelió a la acción.

– Señor Haller, ¿contrainterrogatorio?

– Sí, señoría.

Me levanté, mirando a la puerta como si esperara que un milagro entrara por ella. Entonces miré el gran reloj que estaba en la puerta de atrás y vi que eran las diez y cinco. Me fijé al volverme hacia el testigo en que no había perdido a Kurlen. Todavía estaba en la fila de atrás y continuaba con la misma mueca. Me di cuenta de que probablemente era su expresión natural.

Me volví hacia el testigo.

– Señor Corliss, ¿qué edad tiene?

– Cuarenta y tres.

– ¿Le llaman Dwayne?

– Así es.

– ¿Algún otro nombre?

– Cuando era joven la gente me llamaba D. J. Todo el mundo me llamaba así.

– ¿Y dónde creció?

– En Mesa, Arizona.

– Señor Corliss, ¿cuántas veces ha sido detenido antes?

Minton protestó, pero la jueza denegó la protesta. Sabía que iba a darme mucha cuerda con ese testigo porque supuestamente yo era el engañado.

– ¿Cuántas veces ha sido detenido antes, señor Corliss? -pregunté de nuevo.

– Creo que unas siete.

– Así que ha estado en muchos calabozos, ¿no?

– Podría decirlo así.

– ¿Todos en el condado de Los Angeles?

– La mayoría de ellos. Pero también me detuvieron antes en Phoenix.

– Entonces sabe cómo funciona el sistema, ¿no?

– Sólo trato de sobrevivir.

– Y a veces sobrevivir implica delatar a sus compañeros internos, ¿no?

– ¿Señoría? -dijo Minton, levantándose para protestar.

– Siéntese, señor Minton -dijo la jueza Fullbright-. Le he dado mucho margen trayendo a este testigo. El señor Haller tiene ahora su parte. El testigo responderá la pregunta.

La estenógrafa leyó de nuevo la pregunta a Corliss.

– Supongo.

– ¿Cuántas veces ha delatado a un compañero interno?

– No lo sé. Unas cuantas.

– ¿Cuántas veces ha declarado en un juicio a favor de la acusación?

– ¿Eso incluye mis propios casos?

– No, señor Corliss. Para la acusación. ¿Cuántas veces ha testificado contra un compañero recluso para la acusación?

– Creo que ésta es mi cuarta vez.

Puse expresión de estar sorprendido y aterrorizado, aunque no estaba ni una cosa ni la otra.

– Entonces es usted un profesional, ¿no? Casi podría decirse que su profesión es la de chivato drogadicto carcelario.

– Sólo digo la verdad. Si la gente me dice cosas que son malas, entonces estoy obligado a informar de ellas.

– Pero ¿usted intenta sonsacar información?

– No, en realidad no. Sólo soy un tipo amistoso.

– Un tipo amistoso. Entonces lo que espera que crea este jurado es que un hombre al que no conoce, de repente, le contó a usted (un perfecto desconocido) que le dio a una puta su merecido. ¿Es así?

– Es lo que dijo.

– O sea que sólo le mencionó eso y luego continuaron hablando de cigarrillos.

– No exactamente.

– ¿No exactamente? ¿Qué quiere decir «no exactamente»?

– También me dijo que lo había hecho antes. Dijo que se había salido con la suya antes y que iba a volver a hacerlo. Estaba alardeando porque la otra vez dijo que había matado a la puta y se había librado.

Me quedé un momento inmóvil. Miré entonces a Roulet, que estaba sentado como una estatua con expresión de sorpresa. Luego miré de nuevo al testigo.

– Usted…

Empecé y me detuve, actuando como si yo fuera el hombre en el campo minado que acababa de oír el clic debajo de mi pie. En mi visión periférica me fijé en que Minton tensaba su postura.

– ¿Señor Haller? -me urgió la jueza.

Aparté mi mirada de Corliss y miré a la jueza.

– Señoría, no tengo más preguntas en este momento.

40

Minton se levantó de su asiento como un boxeador que sale de su rincón hacia un rival que está sangrando.

– ¿Contrarréplica, señor Minton? -preguntó Fullbright.

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