– De acuerdo -dijo Fullbright con rapidez-. Voy a excusar al jurado para que tome un almuerzo temprano. Me gustaría que estuvieran todos de vuelta a la una en punto.
Dirigió una sonrisa tensa a los miembros del jurado y la mantuvo hasta que éstos hubieron abandonado la sala. La sonrisa desapareció en cuanto se cerró la puerta.
– Quiero ver a los abogados en mi despacho -dijo-. Inmediatamente.
No esperó respuesta. Se levantó tan deprisa que su túnica flotó tras ella como la capa negra de la Parca.
La jueza Fullbright ya había encendido un cigarrillo cuando Minton y yo entramos en su despacho. Después de dar una larga calada lo apagó en un pisapapeles de cristal y guardó la colilla en una bolsa Ziploc que llevaba en su monedero. Cerró la bolsa, la dobló y la guardó en el monedero. No iba a dejar pruebas de su trasgresión para las limpiadoras de la noche ni para nadie. Exhaló el humo hacia la toma de ventilación del techo y a continuación posó la mirada en Minton. A juzgar por la expresión de Fullbright, me alegré de no estar en el pellejo del fiscal.
– Señor Minton, ¿qué coño le ha hecho a mi juicio?
– Seño…
– Cállese y siéntese. Los dos.
Ambos obedecimos. La jueza se recompuso y se inclinó hacia delante por encima del escritorio. Todavía estaba mirando a Minton.
– ¿Quién hizo las averiguaciones previas de este testigo suyo? -preguntó con calma-. ¿Quién lo investigó?
– Eh, eso debería ser, de hecho, sólo lo investigamos en el condado de Los Ángeles. No había ninguna advertencia, ninguna señal. Comprobé su nombre en el ordenador, pero no usé las iniciales.
– ¿Cuántas veces lo han utilizado en este condado antes de hoy?
– Sólo una vez antes en juicio. Pero ha proporcionado información en otros tres casos que haya podido encontrar. No surgió nada de Arizona.
– ¿A nadie se le ocurrió pensar que este tipo había estado en algún otro sitio o que había usado variantes de su nombre?
– Supongo que no. Me lo pasó la fiscal original del caso. Supuse que ella lo había investigado.
– Mentira -dije.
La jueza volvió su mirada hacia mí. Podía haberme quedado sentado y contemplar cómo Minton caía, pero no iba a permitirle que tratara de arrastrar con él a Maggie McPherson.
– La fiscal original era Maggie McPherson -dije-. Ella sólo tuvo el caso tres horas. Es mi ex mujer y en cuanto me vio en la primera comparecencia supo que tenía que dejarlo. Y usted obtuvo el caso ese mismo día, Minton. ¿En qué momento se supone que ella tenía que investigar el historial de sus testigos, especialmente de este tipo que no salió de debajo de las piedras hasta después de la primera comparecencia? Ella lo pasó y punto.
Minton abrió la boca para decir algo, pero la jueza lo cortó.
– No importa quién debía hacerlo. No se hizo de manera adecuada y, en cualquier caso, poner a ese hombre en el estrado en mi opinión ha sido una conducta groseramente inadecuada.
– Señoría-espetó Minton-, yo…
– Guárdeselo para su jefe. Será a él a quien tenga que convencer. ¿Cuál es la última oferta que ha hecho el Estado al señor Roulet?
Minton pareció paralizado e incapaz de responder. Yo respondí por él.
– Agresión simple, seis meses en el condado.
La jueza levantó las cejas y me miró.
– ¿Y usted no la aceptó?
Negué con la cabeza.
– Mi cliente no aceptaría una condena. Le arruinaría. Se arriesgará con el veredicto.
– ¿Quiere un juicio nulo? -preguntó.
Me reí y negué con la cabeza.
– No, no quiero un juicio nulo. Eso sólo daría más tiempo a la fiscalía para poner orden en su estropicio y volver contra nosotros.
– Entonces ¿qué quiere? -preguntó.
– ¿Qué quiero? Un veredicto directo estaría bien. Algo que no pueda tener recursos del Estado. Al margen de eso llegaremos hasta el final.
La jueza asintió y juntó las manos sobre la mesa.
– Un veredicto directo sería ridículo, señoría -dijo Minton, encontrando finalmente la voz-. En cualquier caso estamos al final del juicio. Podemos llevarlo hasta el veredicto. El jurado lo merece. Sólo porque la fiscalía haya cometido un error no hay motivo para subvertir todo el proceso.
– No sea estúpido, señor Minton -dijo la jueza despreciativamente-. No se trata de lo que merece el jurado. Y por lo que a mí respecta, un error como el que ustedes han cometido basta. No quiero que el Segundo me lo rebote, y eso es lo que seguramente harán. Entonces cargaré con el muerto por su mala conducta…
– ¡No conocía el historial de Corliss! -dijo Minton con energía-. Juro por Dios que no lo conocía.
La intensidad de sus palabras impuso un momentáneo silencio al despacho. Pero yo enseguida me deslicé en ese vacío.
– ¿Igual que no sabía lo de la navaja, Ted?
Fullbright paseó la mirada de Minton a mí y luego volvió a mirar a Minton.
– ¿Qué navaja? -preguntó ella.
Minton no dijo nada.
– Cuénteselo -dije.
Minton negó con la cabeza.
– No sé de qué está hablando -dijo.
– Entonces cuéntemelo usted -me dijo la jueza.
– Señoría, si uno espera los hallazgos de la oficina del fiscal, ya puede retirarse -dije-. Los testigos desaparecen, las historias cambian, puedes perder un caso si te sientas a esperar.
– Muy bien, ¿y qué ocurrió con la navaja?
– Necesitaba avanzar en mi caso. Así que mi investigador consiguió los informes por la puerta de atrás. Es juego limpio. Pero estaban esperándole y falsificaron un informe sobre la navaja para que yo no tuviera noticia de las iniciales. No lo supe hasta que recibí el paquete formal de hallazgos.
La jueza adoptó una expresión severa.
– Eso fue la policía, no la fiscalía -dijo Minton con rapidez.
– Hace treinta segundos ha dicho que no sabía de qué estaba hablando -dijo Fullbright-. Ahora, de repente, lo sabe. No me importa quién lo hizo. ¿Me está diciendo que de hecho ocurrió así?
Minton asintió a regañadientes.
– Sí, señoría. Pero juro que yo…
– ¿Sabe lo que eso me dice? -le interrumpió la jueza-. Me dice que desde el principio hasta el final el Estado no ha jugado limpio en este caso. No importa quién hizo qué o que el investigador del señor Haller pudiera haber actuado de manera impropia. La fiscalía ha de estar por encima de eso. Y como se ha demostrado hoy en mi sala no lo ha estado ni por asomo.
– Señoría, no es…
– Basta, señor Minton. Creo que he oído suficiente. Quiero que ahora se vayan los dos. Dentro de media hora iré a mi banco y anunciaré lo que haremos al respecto. Todavía no sé qué será, pero no importa lo que haga, no le va a gustar lo que tengo que decir, señor Minton. Y le pido que su jefe, el señor Smithson, esté en la sala con usted para oírlo.
Me levanté. Minton no se movió. Todavía estaba petrificado en el asiento.
– ¡He dicho que pueden irse! -bramó la jueza.
Seguí a Minton hasta la sala del tribunal. Estaba vacía salvo por Meehan, que estaba sentado ante el escritorio del alguacil. Cogí mi maletín de la mesa de la defensa y me dirigí a la portezuela.
– Eh, Haller, espere un segundo -dijo Minton, al tiempo que recogía unas carpetas de la mesa de la acusación.
Me detuve en la portezuela y lo miré.
– ¿Qué?
Minton se acercó a la portezuela y señaló la puerta de atrás de la sala.
– Salgamos de aquí.
– Mi cliente estará esperándome fuera.
– Venga aquí.
Se dirigió a la puerta y yo lo seguí. En el vestíbulo en el que dos días antes había confrontado a Roulet, Minton se detuvo para confrontarme. Pero no dijo nada. Estaba reuniendo las palabras. Decidí empujarlo más todavía.
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