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Michael Connelly: El Inocente

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Michael Connelly El Inocente

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El abogado defensor Michael Haller siempre ha creído que podría identificar la inocencia en los ojos de un cliente. Hasta que asume la defensa de Louis Roulet, un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. Por una parte, supone defender a alguien presuntamente inocente; por otra, implica unos ingresos desacostumbrados. Poco a poco, con la ayuda del investigador Raúl Levin y siguiendo su propia intuición, Haller descubre cabos sueltos en el caso Roulet… Puntos oscuros que le llevarán a creer que la culpabilidad tiene múltiples caras. En El inocente, Michael Connelly, padre de Harry Bosch y referente en la novela negra de calidad, da vida a Michael Haller, un nuevo personaje que dejará huella en el género del thriller.

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– Te dimos cinco mil en diciembre -dijo Vogel.

– Eso se acabó hace mucho, Ted. Más de la mitad fue para el experto que va a hacer añicos la acusación. El resto era para mí, y ya he trabajado todas esas horas. Si he de llevarlo a juicio necesito recargar el depósito.

– ¿Quieres otros cinco?

– No, necesito diez y se lo dije a Casey la semana pasada. Es un juicio de tres días y necesitaré traer a mi experto de Kodak desde Nueva York. He de abonar su tarifa y además quiere volar en primera clase y alojarse en el Chateau Marmont. Cree que va a tomarse las copas con estrellas de cine. Ese sitio cuesta cuatrocientos la noche, y eso las habitaciones baratas.

– Me haces polvo, abogado. ¿Qué ha pasado con ese eslogan que tenías en las páginas amarillas? Duda razonable a un precio razonable. ¿Diez mil te parece un precio razonable?

– Me gustaba ese eslogan. Me trajo un montón de clientes. Pero a la judicatura de California no le hizo tanta gracia, y me obligó a retirar el anuncio. Diez es el precio y es razonable, Ted. Si no puedes o no quieres pagarlo, rellenaré los papeles hoy. Lo dejaré y puede ir con uno de oficio. Le daré todo el material que tengo. Aunque no creo que el abogado de oficio tenga presupuesto para traer al experto en fotos.

Vogel cambió de posición en el marco de la ventanilla y el coche se estremeció bajo su peso.

– No, no, te queremos a ti. Casey es importante para nosotros, ¿me explico? Lo quiero fuera y de vuelta al trabajo.

Observé que buscaba en el interior del chaleco con una mano tan carnosa que no se distinguían los nudillos. Sacó un sobre grueso que me pasó al coche.

– ¿Es en efectivo? -pregunté.

– Sí. ¿Qué hay de malo con el efectivo?

– Nada, pero tendré que hacerte un recibo. Es un requisito fiscal. ¿Están los diez?

– Está todo ahí.

Levanté la tapa de una caja de cartón que guardaba en el asiento de mi lado. El talonario de recibos estaba detrás de los archivos corrientes de casos. Empecé a extender el recibo. La mayoría de los abogados a los que inhabilitan es por culpa de infracciones financieras como el manejo o la apropiación indebida de tarifas de clientes. Yo mantenía registros y extendía recibos meticulosamente. Nunca permitiría que la judicatura me pillara de esa manera.

– Veo que ya lo llevabas preparado -dije mientras escribía-. ¿Y si lo hubiera rebajado a cinco? ¿Qué habrías hecho entonces?

Vogel sonrió. Le faltaba uno de los incisivos inferiores, seguramente a consecuencia de alguna pelea en el club. Se tocó el otro lado del chaleco.

– Tengo otro sobre con cinco mil aquí, abogado -dijo-. Estaba preparado para ti.

– Joder, ahora me siento mal, dejándote con dinero en el bolsillo.

Arranqué su copia del recibo y se la entregué por la ventanilla.

– Lo he hecho a nombre de Casey. Él es el cliente.

– Por mí perfecto.

Cogió el recibo y retiró el brazo de la ventanilla al tiempo que se enderezaba. El coche volvió a su equilibrio normal. Quería preguntarle de dónde salía el dinero, cuál de las empresas delictivas de los Saints lo había ganado, si un centenar de chicas habían bailado un centenar de horas para que él me pagara, pero ésa era una pregunta de la cual era preferible no conocer la respuesta. Observé que Vogel se acercaba otra vez a su Harley y tenía dificultades para pasar por encima del asiento una pierna gruesa como una papelera. Por primera vez me fijé en la doble amortiguación en la rueda trasera. Le pedí a Earl que volviera a la autovía y que se dirigiera a Van Nuys, donde iba a tener que hacer una parada en el banco antes de llegar al tribunal para encontrarme con mi nuevo cliente.

Mientras circulábamos abrí el sobre y conté el dinero: billetes de veinte, de cincuenta y de cien. No faltaba nada. El depósito estaba lleno, y yo estaba listo para ponerme en marcha con Harold Casey. Iría a juicio y le daría una lección al joven fiscal. Si no ganaba en el juicio, seguro que lo haría en la apelación. Casey volvería a la familia y al trabajo con los Road. Saints. Su culpa en el delito del que le acusaban no era algo que yo considerara siquiera mientras anotaba el pago en depósito en la cuenta correspondiente a mi cliente.

– ¿Señor Haller? -dijo Earl al cabo de un rato.

– Dime, Earl.

– Ese experto que va a venir de Nueva York… ¿He de ir a recogerlo al aeropuerto?

Negué con la cabeza.

– No va a venir ningún experto de Nueva York, Earl. Los mejores cámaras y expertos en fotografía del mundo están aquí mismo, en Hollywood.

Earl asintió y me sostuvo la mirada un momento en el espejo retrovisor antes de volver a concentrarse en la carretera que tenía delante.

– Ya veo -dijo, asintiendo otra vez.

Y yo repetí el gesto. No me cuestioné lo que había hecho o dicho. Ése era mi trabajo. Así era cómo funcionaba. Después de quince años de práctica legal había llegado a pensar en mi oficio en términos muy simples. La ley era una máquina grande y oxidada que chupaba gente, vidas y dinero. Yo sólo era un mecánico. Me había convertido en un experto en revisar la máquina y arreglar cosas y extraer lo que necesitaba a cambio.

No había nada más en la ley que me importara. Las nociones de la facultad de Derecho acerca de la virtud de la contraposición, de los pesos y contrapesos del sistema, de la búsqueda de la verdad, se habían erosionado desde entonces como los rostros de estatuas de otras civilizaciones. La ley no tenía que ver con la verdad. Se trataba de negociación, mejora y manipulación. No me ocupaba de la culpa y la inocencia porque todo el mundo era culpable de algo. Pero no importaba, porque todos los casos que aceptaba eran una casa asentada en cimientos colocados por obreros con exceso de trabajo y mal pagados. Cortaban camino en las esquinas. Cometían errores. Y después pintaban encima de los errores con mentiras. Mi trabajo consistía en arrancar la pintura y encontrar las grietas. Meter los dedos y mis herramientas en esas grietas y ensancharlas. Hacerlas tan grandes que o bien la casa se caía o mi cliente se escapaba entre ellas.

Gran parte de la sociedad pensaba en mí como en el demonio, pero estaban equivocados. Yo era un ángel cubierto de grasa. Era un auténtico santo de la carretera. Me necesitaban y me querían. Ambas partes. Era el aceite de la máquina. Permitía que los engranajes arrancaran y giraran. Ayudaba a mantener en funcionamiento el motor del sistema.

Pero todo eso cambiaría con el caso Roulet. Para mí. Para él. Y ciertamente para Jesús Menéndez.

4

Louis Ross Roulet estaba en un calabozo con otros siete hombres que habían recorrido en autobús el trayecto de media manzana desde la prisión hasta el tribunal de Van Nuys. Sólo había dos hombres blancos en el calabozo, y estaban sentados uno junto al otro en un banco mientras que los seis hombres negros ocuparon el otro lado de la celda. Era una forma de segregación darwiniana. Eran todos desconocidos, pero en el número estaba la fuerza. Puesto que Roulet supuestamente era el rico de Beverly Hills, miré a los dos hombres blancos y me resultó fácil elegir entre ellos. Uno era muy delgado, con los ojos vidriosos y desesperados de un yonqui al que se le ha pasado hace mucho la hora del chute. El otro parecía el proverbial venado ante los faros de un automóvil. Lo elegí.

– ¿Señor Roulet? -dije.

El venado asintió con la cabeza. Le hice una seña para que se acercara a los barrotes para poder hablar tranquilamente.

– Me llamo Michael Haller. La gente me llama Mickey. Le representaré durante la primera comparecencia de hoy.

Estábamos en la zona de detención de detrás del tribunal, donde a los abogados rutinariamente se les concede acceso para departir con sus clientes antes de que se ponga en marcha el juicio. Hay una línea azul pintada en el exterior de las celdas. La línea del metro. Tenía que mantener esa distancia de un metro con mi cliente.

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