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Michael Connelly: El Inocente

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Michael Connelly El Inocente

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El abogado defensor Michael Haller siempre ha creído que podría identificar la inocencia en los ojos de un cliente. Hasta que asume la defensa de Louis Roulet, un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. Por una parte, supone defender a alguien presuntamente inocente; por otra, implica unos ingresos desacostumbrados. Poco a poco, con la ayuda del investigador Raúl Levin y siguiendo su propia intuición, Haller descubre cabos sueltos en el caso Roulet… Puntos oscuros que le llevarán a creer que la culpabilidad tiene múltiples caras. En El inocente, Michael Connelly, padre de Harry Bosch y referente en la novela negra de calidad, da vida a Michael Haller, un nuevo personaje que dejará huella en el género del thriller.

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– Eh, Mick, ¿estás ahí? -insistió Valenzuela.

Tomé una decisión, una decisión que a la larga me conduciría otra vez a Jesús Menéndez y que en cierto modo lamentaré durante muchos años. Pero en el momento en que la tomé era una decisión producto de la necesidad y la rutina.

– Allí estaré -dije al teléfono-. Te veo a las once.

Estaba a punto de colgar cuando oí otra vez la voz de Valenzuela.

– Y te acordarás de mí, ¿verdad, Mick? O sea, bueno, si de verdad es un filón.

Era la primera vez que Valenzuela buscaba que le asegurara que iba a retribuirle. Su petición incidió en mi paranoia y cuidadosamente construí una respuesta que lo satisficiera a él y a la judicatura, si estaban escuchando.

– No te preocupes, Val. Estás en mi lista de Navidad.

Cerré el teléfono antes de que él pudiera decir nada más y le pedí a mi chófer que me dejara en la entrada de empleados del tribunal. La cola ante el detector de metales era más corta, y por lo general a los vigilantes de seguridad no les importaba que los abogados -los habituales- se colaran para llegar a tiempo a un juicio.

Al pensar en Louis Ross Roulet y en el caso y las posibles riquezas y peligros que me esperaban, volví a bajar la ventanilla para poder disfrutar del último minuto de aire fresco y limpio de la mañana. Todavía llevaba el gusto de una promesa.

2

El tribunal del Departamento 2A estaba atestado de letrados, tanto de la defensa como de la acusación, negociando y charlando entre ellos cuando llegué allí. Supe que la sesión iba a empezar con puntualidad porque vi al alguacil sentado ante su mesa. Eso significaba que el juez estaba a punto de ocupar su lugar.

En el condado de Los Ángeles los alguaciles son de hecho ayudantes jurados del sheriff que están asignados a la división de la cárcel. Me acerqué al alguacil. Su mesa era la más próxima a la galería del público, de manera que los ciudadanos podían acercarse a hacer preguntas sin necesidad de profanar el recinto asignado a los letrados, acusados y personal del tribunal. Vi la agenda en la tablilla que tenía delante. Leí el nombre en su uniforme -R. Rodríguez- antes de hablar.

– Roberto, ¿tienes a mi hombre ahí? ¿Harold Casey?

El alguacil fue bajando el dedo por la lista, pero se detuvo enseguida. Eso significaba que tenía suerte.

– Sí, Casey. Es el segundo.

– Por orden alfabético hoy, bien. ¿Tengo tiempo de pasar a verlo?

– No, ya están entrando al primer grupo. Acabo de avisar. El juez está saliendo. Dentro de dos minutos verá a su cliente en el corral.

– Gracias.

Empecé a caminar hacia la portezuela cuando el alguacil me llamó.

– Y es Reynaldo, no Roberto.

– Claro, es verdad. Lo siento, Reynaldo.

– Todos los alguaciles nos parecemos, ¿no?

No supe si pretendía hacer una broma o se trataba simplemente de una pulla. No respondí. Me limité a sonreír y abrí la portezuela. Saludé con la cabeza a un par de abogados que no conocía y a otros dos que sí. Uno me detuvo para preguntarme cuánto tiempo calculaba que iba a estar ante el juez, porque quería calibrar cuándo regresar para la comparecencia de su propio cliente. Le dije que sería rápido.

En una comparecencia de calendario los acusados son llevados a la sala del tribunal en grupos de cuatro y puestos en un recinto cerrado de madera y cristal conocido como corral. Éste permite que los acusados hablen con sus abogados en los momentos previos a que se inicie el proceso, cualquiera que sea.

Me coloqué al lado del corral justo en el momento en que, después de que un ayudante del sheriff abriera la puerta del calabozo interior, desfilaran los cuatro primeros acusados de la lista de casos. El último en entrar en el corral era Harold Casey, mi cliente. Ocupé una posición cercana a la pared lateral para gozar de intimidad, al menos por un lado, y le hice una seña para que se acercara.

Casey era grande y alto, como solían reclutarlos en los Road Saints, la banda de moteros, o club, como sus miembros preferían que fuera conocido. Durante su estancia en la prisión de Lancaster se había cortado el pelo y se había afeitado, siguiendo mis instrucciones, y tenía un aspecto razonablemente presentable, salvo por los tatuajes en ambos brazos que también asomaban por encima del cuello de la camisa. Se hace lo que se puede. No sé demasiado acerca del efecto de los tatuajes en un jurado, aunque sospecho que no es demasiado positivo, especialmente cuando se trata de calaveras sonrientes. Sé que a los miembros del jurado en general no les gustan demasiado las colas de caballo, ni en los acusados ni en los abogados que los representan.

Casey estaba acusado de cultivo, posesión y venta de marihuana, así como de otros cargos relacionados con drogas y armas. Los ayudantes del sheriff, al llevar a cabo un asalto antes del amanecer al rancho en el que vivía y trabajaba, encontraron un granero y un cobertizo prefabricado que habían sido convertidos en un invernadero. Se requisaron más de dos mil plantas plenamente maduras junto con veintiocho kilos de marihuana cosechada y empaquetada en bolsas de plástico de pesos diversos. Además, se requisaron más de trescientos gramos de metanfetamina, que los empaquetadores espolvoreaban en la cosecha para darle un punto adicional, así como un pequeño arsenal de armas, muchas de las cuales, según posteriormente se determinó, eran robadas.

Todo indicaba que Casey lo tenía crudo. El estado lo había pillado bien. De hecho, lo encontraron dormido en un sofá en el granero, a metro y medio de la mesa de empaquetado. Por si eso fuera poco, había sido condenado dos veces por delitos de drogas y en ese momento continuaba en libertad condicional por el caso más reciente. En el estado de California, el tercer delito es la clave. Siendo realistas, Casey se enfrentaba al menos a una década en prisión, incluso con buen comportamiento.

Sin embargo, lo inusual en Casey era que se trataba de un acusado ansioso por enfrentarse al juicio e incluso a la posibilidad de una condena. Había decidido no declinar su derecho a un juicio rápido y ahora, menos de tres meses después de su detención, esperaba con avidez que se celebrara la vista. Estaba ansioso porque sabía que su única esperanza radicaba en su apelación de esa condena probable. Gracias a su abogado, Casey atisbo un rayo de esperanza, esa lucecita titilante que sólo un buen abogado puede aportar a un caso oscuro como ése. A partir de ese rayo de esperanza nació una estrategia que en última instancia podría funcionar para liberar a Casey. La estrategia era osada y le costaría a Casey pasar un tiempo en prisión mientras esperaba la apelación, pero él sabía tan bien como yo que era la única oportunidad real con que contaba.

La fisura en el caso del estado no estaba en su suposición de que Casey era cultivador, empaquetador y vendedor de marihuana. La fiscalía estaba absolutamente en lo cierto en estas suposiciones y había pruebas más que suficientes de ello. Era en cómo el estado había obtenido esas pruebas donde el caso se tambaleaba sobre unos cimientos poco firmes. Mi trabajo consistía en sondear esa fisura en el juicio, explotarla, ponerla en el acta y luego convencer a un jurado de apelación de que se desestimaran las pruebas del caso, algo de lo que no había logrado convencer al juez Orton Powell durante la moción previa al juicio.

La semilla de la acusación de Harold Casey se plantó un martes de mediados de diciembre cuando Casey entró en un Home Depot de Lancaster y llevó a cabo diversas compras cotidianas, entre ellas la de tres bombillas de la variedad que se utiliza en el cultivo hidropónico. Resultó que el hombre que tenía detrás en la cola de la caja era un ayudante del sheriff fuera de servicio que iba a comprar sus luces de Navidad. El agente reconoció algunos de los tatuajes en los brazos de Casey -sobre todo la calavera con un halo que es el sello emblemático de los Road Saints- y sumó dos más dos. El agente fuera de servicio siguió la Harley de Casey hasta el rancho, que se hallaba en las inmediaciones de Pearblossom. Esta información fue transmitida a la brigada de narcóticos del sheriff, la cual preparó un helicóptero sin identificar para que sobrevolara el rancho con una cámara térmica. Las subsecuentes fotografías, que mostraban manchas de un color rojo intenso procedentes del calor del granero y el cobertizo prefabricado, junto con la declaración del ayudante del sheriff que vio a Casey adquirir bombillas hidropónicas, fueron presentadas al juez en un affidávit. A la mañana siguiente, los ayudantes del sheriff despertaron a Casey del sofá con una orden judicial firmada.

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