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Michael Connelly: El Inocente

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Michael Connelly El Inocente

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El abogado defensor Michael Haller siempre ha creído que podría identificar la inocencia en los ojos de un cliente. Hasta que asume la defensa de Louis Roulet, un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. Por una parte, supone defender a alguien presuntamente inocente; por otra, implica unos ingresos desacostumbrados. Poco a poco, con la ayuda del investigador Raúl Levin y siguiendo su propia intuición, Haller descubre cabos sueltos en el caso Roulet… Puntos oscuros que le llevarán a creer que la culpabilidad tiene múltiples caras. En El inocente, Michael Connelly, padre de Harry Bosch y referente en la novela negra de calidad, da vida a Michael Haller, un nuevo personaje que dejará huella en el género del thriller.

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En una vista previa argumenté que todas las pruebas contra Casey deberían ser excluidas porque la causa probable para el registro constituía una invasión del derecho de Casey a la intimidad. Utilizar adquisiciones comunes de un individuo en una ferretería como trampolín para llevar a cabo una posterior invasión de la intimidad a través de una vigilancia en la superficie y desde el aire mediante imágenes térmicas seguramente sería visto como una medida excesiva por los artífices de la Constitución.

El juez Powell rechazó mi argumento y el caso pasó a juicio o a una sentencia pactada posterior al reconocimiento de culpabilidad por parte del acusado. Entretanto, apareció más información que reforzaría la apelación a la condena de Casey. El análisis de las fotografías tomadas cuando se sobrevoló la granja de Casey y las especificaciones focales de la cámara térmica utilizada por los ayudantes del sheriff indicaban que el helicóptero estaba volando a no más de treinta metros del suelo cuando se tomaron las fotografías. El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha sostenido que un vuelo de observación de las fuerzas policiales sobre la propiedad de un sospechoso no viola el derecho individual a la intimidad siempre y cuando el aparato se halle en espacio aéreo público. Pedí a mi investigador, Raúl Levin, que comprobara este límite con la Administración Federal de Aviación. El rancho de Casey no estaba localizado debajo de ninguna ruta al aeropuerto. El límite inferior del espacio aéreo público encima del rancho era de trescientos metros. Los ayudantes del sheriff habían invadido claramente la intimidad de Casey al recopilar la causa probable para asaltar el rancho.

Ahora mi labor consistía en llevar el caso a juicio y obtener testimonio de los ayudantes y el piloto acerca de la altitud a la que sobrevolaron el rancho. Si me decían la verdad, los tenía. Si mentían, los tenía. No me complace la idea de avergonzar a las fuerzas policiales en un juicio público, pero mi esperanza era que mintieran. Si un jurado ve que un poli miente en el estrado de los testigos, el caso está terminado. No hace falta apelar a un veredicto de inocencia. El estado no puede recurrir un veredicto semejante.

En cualquier caso, confiaba plenamente en el as que tenía en la manga. Sólo tenía que ir a juicio y únicamente había una cosa que nos retenía. Eso era lo que necesitaba decirle a Casey antes de que el juez ocupara su lugar para la vista del caso.

Mi cliente se acercó a la esquina del corral y no me dijo ni hola. Yo tampoco. Él ya sabía lo que quería. Habíamos mantenido la misma conversación antes.

– Harold, ésta es la comparecencia de calendario -dije-. Aquí es cuando le digo al juez si estamos listos para ir a juicio. Ya sé que la fiscalía está lista. Así que depende de nosotros.

– ¿Y?

– Y hay un problema. La última vez que estuvimos aquí me dijiste que iba a recibir dinero. Pero aquí estamos, Harold, y sin dinero.

– No te preocupes, tengo tu dinero.

– Por eso estoy preocupado. Tú tienes mi dinero. Yo no tengo mi dinero.

– Está en camino. Hablé con mis chicos ayer. Está en camino.

– La última vez también dijiste eso. No trabajo gratis, Harold. El experto que estudió las fotos tampoco trabaja gratis. Tu depósito hace tiempo que se agotó. Quiero más dinero o vas a tener que buscarte un nuevo abogado. Un abogado de oficio.

– Nada de abogado de oficio, tío. Te quiero a ti.

– Bueno, pues yo tengo gastos y he de comer. ¿Sabes cuánto he de pagar cada semana sólo por salir en las páginas amarillas? Adivina.

Casey no dijo nada.

– Uno de los grandes. Un promedio de mil cada semana sólo para pagar el anuncio, y eso antes de que coma o pague la hipoteca o la ayuda a los niños o de que ponga gasolina en el Lincoln. No hago esto por una promesa, Harold. Trabajo por una inspiración verde.

Casey no pareció impresionado.

– Lo comprobaré -dijo-. No puedes dejarme colgado. El juez no te dejará.

Un siseo se extendió por la sala cuando el juez entró por la puerta que conducía a su despacho y se acercó a los dos escalones que llevaban a su sillón. El alguacil llamó al orden en la sala. Era la hora de la función. Miré a Casey un largo momento y me alejé. Mi cliente tenía un conocimiento aficionado y carcelario de la ley y de cómo funcionaba. Sabía más que la mayoría. Pero todavía podía darle una sorpresa.

Me senté junto a la barandilla, detrás de la mesa de la defensa. El primer caso era una reconsideración de una fianza y lo solventaron rápidamente. A continuación el alguacil anunció el caso de California contra Casey, y yo subí al estrado.

– Michael Haller por la defensa -dije.

El fiscal anunció asimismo su presencia. Era un hombre joven llamado Víctor De Vries. No tenía ni idea de por dónde iba a salirle en el juicio. El juez Orton Powell hizo las preguntas habituales acerca de si había alguna disposición posible en el caso. Todos los jueces tenían la agenda repleta y un mandato prioritario de solventar los casos a través de una disposición. La última cosa que quería un juez era que no hubiera esperanza de acuerdo y el juicio fuera inevitable.

Aun así, Powell escuchó la mala noticia por boca de De Vries y por la mía, y nos preguntó si estábamos preparados para programar el juicio para esa misma semana. De Vries dijo que sí, yo dije que no.

– Señoría -dije-, me gustaría esperar hasta la semana que viene si es posible.

– ¿Cuál es la causa de su demora, señor Haller? -preguntó el juez con impaciencia-. La fiscalía está preparada y yo quiero solventar este caso.

– Yo también quiero solventarlo, señoría. Pero la defensa está teniendo dificultades para encontrar a un testigo que será necesario para nuestro caso. Un testigo indispensable, señoría. Creo que con un aplazamiento de una semana será suficiente. La semana que viene estaremos listos para seguir adelante.

Como era de esperar, De Vries se opuso al aplazamiento.

– Señoría, ésta es la primera vez que la fiscalía oye hablar de un testigo desaparecido. Era él quien solicitó el juicio rápido y ahora quiere esperar. Creo que es una simple maniobra de dilación porque se enfrenta a…

– Puede guardarse el resto para el jurado, señor De Vries -le interrumpió el juez-. Señor Haller, ¿cree que en una semana solventará su problema?

– Sí, señoría.

– De acuerdo, les veré a usted y al señor Casey el próximo lunes y estará listo para empezar. ¿Entendido?

– Sí, señoría. Gracias.

El alguacil anunció el siguiente caso y yo me aparté de la mesa de la defensa. Observé que un ayudante del sheriff sacaba a mi cliente del corral. Casey me miró con una expresión que parecía formada a partes iguales por rabia y confusión. Me acerqué a Reynaldo Rodríguez y le pregunté si me permitiría volver a la zona de detenidos para poder continuar departiendo con mi cliente. Era una cortesía profesional que se permitía a la mayoría de los habituales. Rodríguez se levantó, abrió una puerta que había detrás de su escritorio y me permitió entrar. Me aseguré de darle las gracias utilizando su nombre correcto.

Casey estaba en una celda de retención con otro acusado, el hombre cuyo caso había sido llamado antes en la sala. La celda era grande y tenía bancos en tres de los lados. Lo malo de que la vista de tu caso se celebre pronto es que después has de sentarte en esa jaula hasta que hay gente suficiente para llenar un autobús hasta la prisión del condado. Casey se acercó a los barrotes para hablar conmigo.

– ¿De qué testigo estabas hablando ahí? -me preguntó.

– Del señor Verde -dije-. El señor Verde es lo único que necesitamos para llevar este caso adelante.

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